Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Un buque en llamas hundiéndose en la noche invernal constituía para Gerlof todo un símbolo de la navegación ölandesa, aun cuando por aquel entonces no fuera capaz de verlo. Pudo haber dejado los barcos al ser declarado inocente en el informe del accidente naval, pero por puro despecho compró otro buque de motor con el dinero del seguro y continuó trabajando como capitán durante nueve años más. El Nore fue su último barco y el más bonito y esbelto, con una bella popa y un maravilloso motor de combustión interna. En ocasiones aún oía las pulsaciones del motor del Nore dentro de su cabeza justo antes de dormirse.

En 1960 lo vendió y se quedó en tierra para trabajar en la oficina del Ayuntamiento de Borgholm, y comenzó su vida sedentaria sentado a su escritorio. La ventaja era, por supuesto, que podía regresar a casa con Ella cada noche. Se había perdido gran parte de la infancia de sus hijas, pero ahora, por lo menos, podría disfrutar de su adolescencia. Y cuando su hija pequeña, Julia, se quedó embarazada a finales de los años sesenta, a Gerlof no le importó que estuviera casada o no; había querido mucho al pequeño. Su nieto.

Jens Gerlof Davidsson.

Y entonces llegó ese día.

Era otoño, pero Julia estaba estudiando enfermería y se había quedado en Stenvik con Jens más tiempo que de costumbre. Michael, el padre de Jens, se encontraba en el continente. Después de comer, Julia había dejado a su hijo al cuidado de Ella y Gerlof y se había ido a Kalmar en coche cruzando el puente recién construido. Después de tomar el café, Gerlof, sin ninguna vacilación ni mal presentimiento, dejó a Jens con su esposa y bajó a desenredar unas redes de pesca que pensaba tender a la mañana siguiente.

Desde el cobertizo, había visto cómo la niebla se extendía por el estrecho de Kalmar; la niebla más espesa que había visto desde que dejara el barco. Cuando llegó a la playa la sintió en la piel como una fría cortina, y tiritó como si estuviera en la cubierta de un barco a merced del frío. Unos minutos después todo a su alrededor se sumergió en una bruma blanca en la que no se veía nada.

En ese momento debería haber regresado a casa, con Ella y Jens. Y pensó hacerlo. Pero se quedó en el cobertizo y trabajó en la red una hora más.

Eso fue lo que ocurrió. Pero como se quedó en el cobertizo y tenía buen oído, sabía una cosa de la que nunca consiguió convencer a nadie, quizá sólo a Julia: Jens no había bajado al mar ese día. En tal caso Gerlof lo habría oído. Quizá la niebla atenuara un poco los sonidos, pero se oían. Jens no se había ahogado como creía la policía, y su cuerpo no había sido arrastrado ni se había hundido en el fondo del estrecho de Kalmar.

Jens se había dirigido a otro sitio distinto al mar.

Gerlof se inclinó sobre la mesa y escribió una sola frase.

«EL LAPIAZ ES COMO UN MAR.»

Sí. Ahí fuera cualquier cosa podía haber pasado inadvertida.

Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró la libreta, y al abrir el cajón volvió a ver la sandalia envuelta en el papel de seda, y junto a ella un delgado libro que había sido publicado ese año.

Se trataba de una obra conmemorativa de sesenta páginas, titulada Naviera Malm: 40 a ñ os. Debajo del título se veía la fotografía de un barco.

Ernst le había prestado el libro a Gerlof durante su última visita, hacía dos semanas.

– Esto puede darnos alguna pista -le había dicho-. Mira en la página dieciocho.

Gerlof sacó el libro, lo abrió y hojeó hasta esa página. Debajo del texto había una pequeña fotografía en blanco y negro que ya había estudiado muchas veces.

La imagen era antigua. Representaba un muelle de piedra en un pequeño puerto, sobre el que se amontonaba una partida de largas tablas. Detrás del montón de madera se veía la negra popa de un pequeño velero, similar a cualquiera de los que Gerlof había gobernado; junto al montón se alineaba un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo negra y gorra de visera. Dos de ellos estaban delante y tenían las piernas separadas; uno le pasaba el brazo amigablemente por el hombro al otro.

Gerlof observó a los hombres, que le devolvieron la mirada.

Llamaron a la puerta con los nudillos.

– Café, Gerlof -anunció la voz de Boel.

– Voy -respondió Gerlof, y empujó la silla hacia atrás.

Se levantó de la mesa con cierta dificultad.

Pero no podía apartar la vista de los hombres de la foto.

Ninguno de ellos sonreía, y Gerlof tampoco les sonreía, pues tras la última conversación con Ernst estaba casi seguro de que uno de ellos había causado la muerte de su nieto Jens, y a continuación había ocultado su cuerpo para siempre.

El único problema era que no sabía cuál de ellos lo había hecho.

Cerró con un suspiro el libro y lo guardó en el cajón del escritorio.

Luego cogió el bastón y salió lentamente a tomar un café.

7

En Öland el amanecer llega como una silenciosa luz deslumbrante a lo largo de la línea del horizonte, pero aquella mañana de octubre Julia durmió durante toda la salida del sol.

De las tres ventanas del cobertizo de Gerlof colgaban pequeños estores que en el pasado eran granates pero que con el sol se habían ido destiñendo hasta transformarse en rosa pálido. Justo antes de las ocho y media el seguro del estor junto a la cama de Julia se descorrió, y éste se enrolló de golpe con un estrépito que retumbó en el cobertizo en silencio.

Julia abrió los ojos. No fue el ruido lo que la despertó, sino el sol que de repente entró a raudales por la ventana del este. Parpadeó y levantó la cabeza de la cálida almohada. Se asomó a la ventana y vio una hierba pajiza otoñal agitada por el viento y recordó dónde se encontraba. Viento fuerte y aire fresco.

«Stenvik», pensó.

Volvió a parpadear e intentó mantener la cabeza alzada, pero se hundió de nuevo rápidamente en el hueco de la almohada. Siempre se sentía espesa por las mañanas; le había pasado toda la vida, y durante veinte años a menudo el sueño del olvido había sido muy tentador. Tras ese día, a causa de las depresiones había dormido más tiempo del que se suponía que debía dormir en su vida adulta. Pero resultaba difícil levantarse por la mañana cuando no parecía existir razón alguna para hacerlo.

También resultaba muy difícil levantarse en Stenvik, ya que no había un cuarto de baño caldeado al que ir dando tumbos. Todo lo que encontraría en las inmediaciones sería una playa de piedras y agua helada.

Julia recordó vagamente el repiqueteo de la lluvia torrencial durante la noche, pero ahora sólo se oían olas al pie del cobertizo. El rítmico rumor le hizo pensar en saltar de la cama, vestirse a toda prisa y bajar corriendo para lanzarse al mar, pero se le pasó.

Permaneció tumbada unos minutos más en la estrecha cama y luego se levantó.

Hacía mucho viento y el aire era húmedo y frío, pero el Stenvik que divisó al ponerse los pantalones y el jersey y abrir finalmente la puerta del cobertizo no era el mismo paisaje fantasmal que el de la noche anterior.

La lluvia torrencial parecía haber lavado todas las cosas grises; ahora el sol brillaba de nuevo y la costa rocosa de Öland aparecía límpida, sobria y bella. La bahía que daba su nombre a la aldea no era profunda, se trataba más bien de una suave ensenada circular que se extendía a ambos lados del cobertizo, labrada por el agua brillante del estrecho. A un centenar de metros de la costa descansaban las gaviotas con las alas extendidas por encima de las olas y lanzaban sus gritos o sus risas estridentes al viento.

Podía percibir la tristeza bajo la luz del sol, porque no todo era tan bello como parecía, pero Julia intentó ahogarla. Esa mañana sólo deseaba sentirse bien y no pensar en fragmentos de huesos ni hablar del recuerdo de Jens.

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