Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Mientras estaban en el agua espumosa tirando y jalando de las barcas de madera, de repente apareció una figura en la oscuridad, un hombre que vestía un grueso impermeable y que empezó a tirar de una de las barcas en dirección opuesta, hacia el mar. El abuelo le gritó y la figura le devolvió el grito con acento extranjero mientras repetía sin cesar la misma palabra:

– ¡Ösel! ¡Ösel!

Los pescadores sujetaron la barca con fuerza, y la figura de pronto se dio la vuelta y se lanzó apresuradamente hacia las olas ensordecedoras. Desapareció en la tempestad sin dejar rastro.

Julia orinó rápidamente en el sendero junto al cobertizo para regresar cuanto antes al interior caldeado y cerrar la puerta tras sí. Recordó que no había agua corriente; tendría que ir a buscar un cubo a la casa.

Tres días después del temporal llegaron noticias del cabo norte de Öland: una nave había encallado en Boda y las olas la habían destrozado. La nave procedía de la isla estonia de Ösel. Toda la tripulación se había ahogado en la tormenta, así que el marinero que encontraron los pescadores ya estaba muerto. Muerto y ahogado.

La abuela había asentido con la cabeza a Julia en la hora de las sombras.

«Un fantasma de playa.»

Julia creía la historia a pie juntillas; era un buen relato; todas las viejas historias que había oído en la hora de las sombras le parecían ciertas. Seguro que los marineros ahogados aún deambulaban por la costa, solos y perdidos.

Julia no quería volver a salir esa noche. Decidió no ir a buscar agua; prescindiría de lavarse los dientes.

En las ventanas del cobertizo había unas gruesas velas rojas. Encendió una de ellas con su mechero antes de acostarse y la dejó arder un rato.

Una vela por Jens. También por su madre.

A la luz de la llama tomó una decisión: esa noche nada de vino ni pastillas. Se enfrentaría a la pena. Al fin y al cabo ésta estaba en todas partes, no sólo en Stenvik. Siempre que se cruzaba con un joven en la calle a Julia aún le embargaba una pena repentina.

Al ver su agenda de direcciones sobre la cama, junto al viejo móvil de Lena, cogió ambas cosas por puro impulso, pasó las hojas de la libreta hasta encontrar un número y lo marcó.

Funcionaba. Sonaron dos timbres, luego tres, y cuatro.

Entonces respondió una voz apagada de hombre.

– Diga.

Eran las diez y media de una noche entre semana. Había llamado demasiado tarde, pero ahora no tenía más remedio que continuar.

– ¿Michael?

– ¿Sí?

– Soy Julia.

– Ah… Hola, Julia.

Parecía más cansado que sorprendido. Intentó imaginar cómo sería él en la actualidad, pero no logró formarse ninguna imagen en la cabeza.

– Estoy en Öland. En Stenvik.

– Vaya… Yo estoy en Copenhague, como de costumbre. Estaba durmiendo.

– Sé que es muy tarde. Sólo quería decirte que ha aparecido una nueva pista.

– ¿Una pista?

– De nuestro hijo -aclaró ella-. De Jens.

Él guardó silencio unos segundos.

– Vaya.

– Así que he venido aquí… Quería que lo supieras. No es una pista importante, pero quizá pueda…

– ¿Cómo estás, Julia?

– Bien… Te llamaré si surge algo más.

– Vale. Veo que todavía tienes mi número. Pero la próxima vez llama más temprano.

– De acuerdo -respondió rápidamente.

– Adiós.

Michael colgó y el teléfono quedó en silencio.

Julia permaneció sentada con el móvil en la mano. Vaya. Así que funcionaba; lástima que hubiera marcado el número de la persona equivocada.

Michael había pasado página hacía mucho tiempo, ya antes de separarse. Desde el principio estuvo seguro de que Jens había bajado a la playa y se había ahogado. Unas veces ella lo había odiado por esa convicción, otras lo había envidiado a más no poder.

Cuando Julia se acostó unos minutos más tarde, con los pantalones y el jersey puestos, llegó la lluvia torrencial que se había estado anunciando toda la tarde.

Se desató en un instante, produciendo un repiqueteo rápido y enfurecido sobre el tejado de chapa del cobertizo. Julia, tumbada en la oscuridad, oía borbotar pequeños arroyos por la pendiente. Sabía que el cobertizo aguantaría; hasta ahora había superado todas las tormentas. Cerró los ojos y se durmió.

No oyó que la lluvia amainaba media hora más tarde. No oyó ruido de pasos en la cantera a oscuras, no oyó nada.

Öland , mayo de 1943

Nils ha demostrado ser el amo de la playa, el amo de Stenvik, y ahora domina todo el lapiaz que rodea la aldea. Todos los días, cuando termina de ayudar a su madre en la casa o en el jardín, lo recorre a grandes zancadas. Camina por el yermo ölandés bajo la luz amarilla del sol con el morral colgado al hombro y su escopeta en las manos.

Los conejos suelen ocultarse entre la maleza. Cuando creen que los han descubierto, se lanzan a una desenfrenada carrera campo a través; entonces hay que llevarse rápidamente la escopeta al hombro. Nils está siempre alerta cuando sale de caza.

Su casa y el lapiaz constituyen su único mundo desde que, después de la pelea con Lass-Jan años atrás, su madre le dijera que no podía trabajar más en la cantera. Ningún cantero quería trabajar con él. A Nils no le importa, se niega a regresar allí, también ha rehusado pedir perdón; lo único que le irrita es que su madre haya tenido que pagar a Lass-Jan el salario de las semanas en las que el capataz no ha podido trabajar, mientras se le curaban los dedos rotos.

Joder. ¡Todo fue culpa de Lass-Jan!

La pelea también le ha dejado un recuerdo a él: dos dedos de la mano izquierda rotos. Se negó a visitar al médico en Marnäs, y los dedos se han curado de mala manera, se le han torcido hacia dentro y le resulta difícil doblarlos. No importa; es diestro y puede sujetar la escopeta.

La gente de la aldea evita a Nils, pero eso tampoco le importa. Algunas veces se ha cruzado con Maja Nyman de camino al lapiaz, pero ella apenas lo mira, tan muda como el resto. Maja tiene grandes ojos azules, pero él no la necesita.

Su madre le ha dado una escopeta Husqvarna de dos cañones para que le haga compañía. Y él le lleva todos los conejos que caza, así ella se libra de que los tacaños campesinos de la aldea la timen con el precio de la carne.

El blanco campanario de la iglesia de Marnäs se divisa al este, en el horizonte, pero Nils no necesita referencias. Ha aprendido a moverse por el laberinto del lapiaz; sus largos muros de piedra, peñascos, arbustos e interminables llanuras cubiertas de hierba.

Ante él se encuentra el mojón, un pequeño montículo de piedras que recuerda el asesinato perpetrado por un jornalero enloquecido en la persona de un cura u obispo, siglos antes del nacimiento de Nils. Aún hoy, la gente que pasa por allí coloca piedras. Él nunca lo hace, pero le gusta sentarse ahí a comer.

Se detiene, recapacita y siente una ligera sensación de hambre en el estómago. Se encamina hacia el mojón, aparta algunas piedras romas y se sienta con la escopeta a mano y el morral sobre las rodillas.

Lo abre y encuentra dos sándwiches de queso y dos de salchicha envueltos en papel de estraza, y una botellita de leche turbia. Todo se lo ha preparado su madre; sin pedirle permiso, Nils ha rellenado la petaca plana de latón del bolsillo de su chaleco con un coñac que ella guarda en el suelo al fondo de la despensa.

En primer lugar abre la petaca y da un largo trago que le caldea la garganta, y a continuación abre el paquete de sándwiches. Come y bebe con los ojos cerrados y deja que sus pensamientos fluyan.

Nils piensa en la caza. Esta mañana no ha capturado ningún conejo, pero tiene toda la tarde para hacerlo.

Después piensa en la guerra, que aún llena los noticiarios en cuanto enciende la radio.

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