Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– ¿Quién la encontró? -preguntó al fin, y miró a Gerlof.

– No lo sé. Llegó por correo.

– ¿Quién la envió?

– No tenía remitente -informó Gerlof-. Llegó en un sobre marrón con un matasellos borroso. Pero creo que la enviaron desde Öland.

– ¿No había carta?

– Nada -respondió Gerlof.

– ¿Y no sabes quién la envió?

– No -dijo Gerlof sin más, pero ahora ya no miraba a Julia a los ojos; tenía la vista clavada en la mesa.

Quizás intuyera más de lo que deseaba contar. Pero no lo dijo. Julia suspiró.

– Pero podemos hacer otras cosas -sugirió Gerlof de pronto.

Después guardó silencio.

– ¿Como qué?

– Bueno…

Gerlof parpadeó en silencio y la miró como si hubiera olvidado por qué la había invitado a venir.

Pero Julia tampoco tenía ni idea de lo que debían hacer, y permaneció callada. Cayó en la cuenta de que, obsesionada con ver la sandalia y poder sostenerla en la mano, no se había fijado en el cuarto de su padre.

Miró alrededor. En su condición de enfermera localizó rápidamente dónde se encontraban los timbres de alarma en las paredes, y como hija descubrió que Gerlof había traído de casa sus recuerdos marineros. Las tres placas de madera lacada de sus tres barcos, el Vågryttaren, el Vind y el Nore, colgaban encima de las fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de los navíos. De otra pared colgaban también enmarcados los permisos de navegación con sus pólizas y timbres. En la librería junto al escritorio se alineaban sus cuadernos de bitácora forrados de cuero; junto a ellos había un par de maquetas de barco que habían navegado al interior de sendas botellas.

Todo estaba tan pulcramente ordenado como en un museo marítimo, limpio como una patena, y Julia descubrió que envidiaba a su padre; el anciano podía quedarse en su habitación entre sus recuerdos; no tenía que salir al mundo real, donde uno estaba obligado a lograr objetivos y fingirse joven y agudo intentado demostrar su valía constantemente.

Sobre la mesilla de noche de Gerlof había una Biblia y media docena de botes de pastillas. Julia dirigió la vista de nuevo al escritorio.

– Todavía no me has preguntado cómo estoy, Gerlof -observó en voz baja.

Gerlof asintió.

– Y tú no me has llamado papá -contestó él.

Silencio.

– ¿Cómo estás? -preguntó él.

– Bien -dijo Julia, lacónica.

– ¿Todavía trabajas en el hospital?

– Sí -respondió ella, sin mencionar que llevaba mucho tiempo de baja por enfermedad. En cambio, añadió-: Pasé por Stenvik antes de venir aquí. Le eché un vistazo a la casa.

– ¡Ah, sí! ¿Cómo estaba?

– Como siempre. Cerrada.

– ¿Se ha roto alguna ventana?

– No -dijo Julia-, pero había un hombre por allí. O, mejor dicho, llegó mientras yo estaba allí.

– Seguro que era John -dijo Gerlof-. O Ernst.

– Se llamaba Ernst Adolfsson. ¿Os conocéis?

Gerlof asintió.

– Es escultor. Un viejo cantero. Es de Småland, pero…

– Pero es buena persona, ¿verdad? -interrumpió Julia con rapidez.

– Lleva viviendo aquí mucho tiempo -añadió Gerlof.

– Sí, lo recuerdo vagamente de cuando era niña… Antes de irse dijo algo extraño sobre una historia de la guerra. ¿Hablaba de la Segunda Guerra Mundial?

– Le echa un vistazo a la casa de vez en cuando -explicó Gerlof-. Ernst vive en la cantera y utiliza las piedras desechadas para sus esculturas. Antes trabajaban allí cincuenta hombres, ahora sólo queda Ernst… Me ha ayudado un poco con esto.

– ¿Esto? ¿Te refieres a lo que le ocurrió a Jens?

– Efectivamente. Hemos hablado y especulado un poco -respondió Gerlof, y a continuación preguntó-: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

– Bueno… -Julia no estaba preparada para esa pregunta-. Aún no lo sé.

– Quédate un par de semanas. Te sentará bien.

– Demasiado tiempo -repuso Julia rápidamente-. Tengo que volver a casa.

– ¿Tienes que volver? -inquirió Gerlof, como si se sorprendiera.

Miró de reojo la sandalia sobre la mesa y Julia siguió su mirada.

– Me quedaré un tiempo. Os ayudaré.

– ¿Con qué?

– Con… lo que tengáis que hacer. Para pasar página.

– Bien -dijo Gerlof.

– ¿Qué hay que hacer? -preguntó ella.

– Hemos de hablar con unas personas… escuchar sus historias. Como se hacía antes.

– ¿Te refieres a… más personas? -dijo Julia-. ¿Lo hicieron unos cuantos?

Gerlof miró la sandalia.

– Quiero hablar con ciertas personas de Öland -declaró-. Creo que saben algo.

Una vez más había evitado responder directamente a las preguntas de Julia. Ésta empezaba a estar harta y deseaba marcharse, pero ahora se encontraba allí y además, había traído pasteles.

«Me quedaré, Jens -pensó-, unos días, por ti.»

– ¿Se puede conseguir café por aquí? -preguntó Julia.

– Por lo general sí -contestó Gerlof.

– Entonces podemos tomar café con los pasteles -dijo Julia, y a riesgo de sonar tan desagradable como su previsora hermana mayor, preguntó-: ¿Dónde voy a dormir esta noche? ¿Se te ocurre algo?

Gerlof alargó lentamente la mano hacia el escritorio. Sacó una cajita y rebuscó con los dedos en su interior. Se oyó un cascabeleo y a continuación extrajo un llavero.

– Aquí tienes -dijo, y se lo tendió-. Esta noche puedes dormir en el cobertizo… Ahora hay electricidad.

– Pero no puedo…

Julia seguía sentada en la cama y miró a Gerlof. Todo lo que pasaba parecía planeado por él.

– ¿No está lleno de redes y cosas así? -preguntó finalmente-. ¿Boyas, piedras y botes de brea?

– Lo he tirado todo, ya no pesco -dijo Gerlof-. Nadie pesca en Stenvik.

Julia cogió el llavero.

– Antes apenas se podía entrar en el cobertizo, había tantos cachivaches -rememoró ella-. Recuerdo que…

– Ahora está limpio -la interrumpió Gerlof-. Tu hermana lo ha arreglado.

– ¿Tengo que dormir en Stenvik? -preguntó ella-. ¿Sola? -La aldea no está desierta. Sólo lo parece.

Media hora después de finalizar la visita a Gerlof, Julia había regresado a Stenvik y se encontraba al borde del oscuro mar. El cielo seguía muy nublado, como por la mañana, y sumido en sombras. Se acercaba el crepúsculo y Julia se moría por un vaso de vino, seguido por otro. Vino o una pastilla.

Era culpa de las olas. Las olas, que esa noche rompían apaciblemente contra la gravilla y las piedras de la playa, pero que cuando arreciaba la tormenta podían alcanzar la altura de un hombre y precipitarse hacia tierra con un bramido interminable. Arrastraban todo tipo de cosas desde el fondo del estrecho: restos de naufragios, peces muertos y restos de huesos.

Julia no quería fijarse en lo que había entre las piedras de la playa.

No se había bañado en Stenvik ni una sola vez desde aquel día.

Se dio la vuelta y observó el pequeño cobertizo. Allí sobre la playa parecía diminuto y solitario.

«Tan cerca de ti, Jens.»

Julia no sabía por qué había cogido las llaves que le ofrecía su padre y había aceptado dormir allí, pero podría pasar una noche. Nunca había tenido miedo a la oscuridad, y estaba acostumbrada a estar sola. Un día o quizá dos; lo aguantaría. Luego regresaría a casa.

Llevaba colgados el bolso en bandolera y el petate al abrir el candado de la puerta blanca del cobertizo. Una última racha del frío viento del estrecho la empujó al oscuro interior.

Al cerrar la puerta tras de sí el silbido del viento enmudeció de golpe. Entre las cuatro paredes reinaba el silencio.

Encendió la luz cenital y permaneció de pie al otro lado de la puerta.

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