Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– La ensalada y el café están incluidos en el precio del menú -dijo, y desapareció en la cocina.

El policía se levantó para ir a buscar la ensalada y Julia le siguió.

– ¡Lennart! -gritó una voz masculina desde el otro extremo del local cuando regresaban a su mesa-. ¡Lennart!

Éste suspiró en silencio.

– Ahora vuelvo -le dijo en voz baja a Julia, y se dirigió hacia el hombre que le había llamado, un señor mayor con el rostro rojo y brillante y una especie de mono de granjero azul.

Julia se sentó y vio cómo el hombre gesticulaba frenético y le contaba algo a Lennart con semblante adusto. Él le dio una respuesta lacónica y en voz baja, y el hombre comenzó a gesticular de nuevo.

El policía regresó a la mesa unos minutos después y apenas tuvo tiempo de sentarse antes de que Kent apareciera con dos platos llenos de crepitante y humeante lasaña.

Lennart suspiró de nuevo.

– Perdona -le dijo a Julia.

– No pasa nada.

– Le han robado un bidón de gasolina del granero -prosiguió-. Cuando uno es policía en el campo siempre está de servicio; no hay tiempo para aburrirse, te lo aseguro. Pero ahora comamos.

Se inclinó sobre el plato.

Julia también comió. Tenía hambre, y la lasaña estaba buena, con mucha carne picada.

Cuando su plato estuvo casi vacío, Lennart bebió un trago de cerveza y se recostó en el respaldo.

– Así que has venido a visitar a tu padre -comentó-. No a tomar el sol y bañarte.

Julia sonrió y negó con la cabeza.

– No, aunque Öland también es bonita en otoño.

– Parece que Gerlof está bien -dijo Lennart-. Si no fuera por el reumatismo.

– Sí. Tiene el síndrome de Sjögren -respondió Julia-. Es una especie de dolor reumático en las articulaciones que viene y va. Pero conserva la cabeza clara. Y todavía puede construir barcos en botellas.

– Sí, son bonitos. Yo tenía pensado encargar uno para la comisaría, pero al final no lo he hecho.

Hubo una pausa.

Lennart acabó la cerveza y preguntó en voz baja:

– Y tú, Julia, ¿cómo estás?

– Bien… -respondió Julia apresuradamente. Era una mentira a medias, aunque entonces pareció comprender que quizás el policía estaba realmente interesado y preguntó-: ¿Te refieres a… lo de ayer?

– Sí -dijo Lennart-, en parte sí. Pero también me refiero a lo que sucedió hace mucho tiempo…, en los años setenta.

– ¡Ah! -exclamó Julia.

Lennart lo sabía. Por supuesto que lo sabía, ¿qué se había creído ella? Él le había contado que llevaba treinta años trabajando como policía en la isla. Y él, al igual que Astrid, se había atrevido a sacar el tema prohibido con tranquilidad y tacto; un tema del que su hermana se había cansado hacía mucho tiempo y que muchos parientes de Julia jamás habían osado mencionar.

– ¿Participaste en el caso? -preguntó en voz baja.

Lennart bajó la vista a la mesa y titubeó, como si la pregunta le trajera desagradables recuerdos.

– Sí, participé en la búsqueda -contestó finalmente-. Fui uno de los primeros policías en llegar a Stenvik. Organicé una batida con los vecinos para inspeccionar la playa. Nos pasamos la tarde entera arriba y abajo; la búsqueda se interrumpió una hora antes de la medianoche. Cuando un niño desaparece nadie quiere parar…

Guardó silencio.

Julia recordó que Astrid Linder había dicho casi lo mismo, y bajó la vista a la mesa. No quería llorar delante del policía.

– Perdona -se disculpó un segundo después cuando le brotaron las lágrimas.

– No hay nada que perdonar -la tranquilizó Lennart-. Yo también lloro a veces.

Su voz era apagada y tranquila, como la apacible superficie del mar.

Julia parpadeó y se concentró en el serio rostro del policía para mantener la vista clara.

Deseaba decir algo, cualquier cosa.

– Gerlof -empezó, y carraspeó- no cree que Jens, mi hijo, se ahogara.

Lennart la miró.

– Vaya -dijo simplemente.

– Él ha… ha encontrado un zapato -prosiguió Julia-. Una pequeña sandalia, una sandalia de niño. Una igual a la que Jens llevaba cuando…

– ¿Un zapato? -Lennart siguió mirándola-. Una sandalia de niño. ¿La has visto?

Julia asintió.

– ¿La reconociste?

– Sí… quizá. -Julia levantó el vaso de agua-. Al principio estaba segura…, pero ahora no lo sé. -Miró al policía-. Fue hace tanto tiempo… Una piensa que nunca olvidará ciertas cosas, pero las olvida.

– Me gustaría verla -dijo Lennart.

– No habrá problema. -No sabía qué pensaría Gerlof de mezclar a la policía en ese asunto, pero no le importaba. Jens era su hijo-. ¿Crees que pueda significar algo?

– No creo que debamos esperar demasiado -observó Lennart. Se acabó la lasaña y añadió-: ¿Así que a su edad Gerlof se ha convertido en detective?

– Detective…, sí, quizá. -Julia suspiró, era agradable poder hablar de eso con otra persona que no fuera Gerlof-. Tiene muchas teorías, o como se diga. Vagas hipótesis…, no sé qué piensa realmente. Me dijo que le enviaron la sandalia por correo en una carta sin remitente, y me habló de un hombre que se llamaba Kant y que tenía…

– ¿Kant? -repitió Lennart de repente. Parecía inquieto-. ¿Nils Kant? ¿Te habló de él?

– Sí -afirmó Julia-. Era de Stenvik, pero no vivía allí cuando nací. Hoy he estado en el cementerio, y he visto…

– Está enterrado en el cementerio de Marnäs -dijo Lennart. -Sí, he visto la lápida -señaló Julia.

El policía miraba la mesa fijamente. Los hombros caídos; de pronto pareció muy cansado. -Nils Kant… Se resiste a morir.

Öland, mayo de 1945

En el lapiaz una gran mosca de un verde reluciente llega zumbando bajo la luz del sol. Vuela en zigzag por el aire entre los enebros y la hierba y finalmente aterriza en la palma de una mano tendida. Las alas se detienen y el insecto estira las patas y se queda quieto, preparado para volar ante el menor peligro, pero la mano yace inmóvil sobre la hierba.

Nils Kant tiene aún la escopeta alzada y mira la mosca cuyas alas reposan sobre la mano del soldado alemán.

El soldado yace de espaldas en la hierba. Sus ojos están abiertos, el rostro vuelto hacia un lado, y podría pensarse que mira a la mosca sorprendido. Pero tiene medio cuello y el hombro izquierdo destrozados por el disparo de la escopeta de Nils, la sangre ha manchado la desgastada chaqueta del uniforme y el soldado no ve nada.

Nils respira y escucha.

Ahora no se oye siquiera el zumbido de la mosca, un silencio sepulcral reina en el lapiaz, aunque aún le pitan ligeramente los oídos por los dos disparos de la escopeta. Han debido de resonar por los alrededores, pero no cree que los haya oído nadie. No hay ningún camino en las cercanías, y la gente rara vez se interna tanto en el lapiaz. Está tranquilo.

Nils está muy tranquilo. Tras el primer disparo, tras el disparo fortuito que ha tumbado al primer alemán, ha sido como si dos manos invisibles le hubieran sujetado los hombros temblorosos y los hubieran asentado.

Venga, tranquilízate. La sangre había dejado de pulsar en sus dedos, sus manos ya no le temblaban y se había sentido más seguro que nunca al alzar su escopeta Husqvarna hacia el otro alemán.

La mirada fija, el dedo rozando el gatillo, el cañón apuntado con firmeza. Si la guerra era esto, o casi esto, se parecía mucho a cazar conejos.

– ¡Dámelo! -ordenó de nuevo.

Alargó la mano y el alemán comprendió y entregó la pequeña y brillante piedra preciosa que le había enseñado a Nils con una ligera inclinación de la mano.

Nils sujetó la piedra entre sus dedos sin bajar la vista ni la escopeta y se la guardó en el bolsillo trasero. Asintió con la cabeza para sí mismo y muy lentamente rodeó el gatillo con el dedo índice.

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