Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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El alemán levantó las manos, indefenso; en ese momento comprendió la gravedad de su situación, dobló las rodillas y abrió la boca, pero Nils no tenía intención de escucharlo.

– Heil Hiltler -dijo en voz baja, y disparó.

Una última explosión y después, silencio. Así de sencillo.

Los dos soldados yacen entre los enebros, uno medio echado hacia atrás con la espalda doblada sobre el otro. La mosca avanza hasta la yema del dedo índice del soldado que está encima, estira sus alas y se eleva sin esfuerzo. Nils la sigue con la mirada hasta que da la vuelta por detrás del gran enebro y desaparece.

Él da un paso adelante, apoya una bota contra el soldado y lo empuja. El cuerpo se desliza lentamente sobre su compañero y acaba tendido sobre la hierba. Así está mejor. Podría colocar a los soldados ordenados como para un verdadero funeral, pero así vale.

Nils mira los muertos. Los soldados parecen mayores, pero tienen su misma edad, y ahora que yacen quietos se vuelve a preguntar quiénes serán.

¿De dónde vendrían? No ha entendido lo que decían, pero está bastante seguro de que hablaban alemán. Sus uniformes están embarrados y ajados, los dobladillos deshilachados y las rodillas desgastadas. Ninguno de los dos va armado, pero el que yace encima del otro tenía un morral de tela colgada del hombro que ha caído a un lado tras desplomarse. No lo ha visto hasta ahora.

Nils se agacha y desata el morral, que está seco y casi sin sangre. Desdobla el pliegue de tela y ve unas pocas cosas: un par de latas de conservas sin etiqueta, un pequeño cuchillo con la empuñadura desgastada, un atado de cartas, media barra de pan negro seco. Unos trozos de cuerda, un par de vendas sucias marrones y un pequeño compás de latón sin pulir.

Nils coge el cuchillo y se lo guarda como recuerdo. No vale nada.

En el morral hay también otro objeto: un estuche de hojalata, algo más pequeño que la culata de una escopeta. Nils lo levanta y oye un repiqueteo en su interior. Aprieta con el pulgar y abre la tapa.

El estuche de hojalata está repleto de brillantes piedras preciosas. Las vierte sobre la mano y siente su dureza y tallado. Algunas son pequeñas como perdigones, otras tan grandes como dientes; hay más de veinte. Y junto a ellas hay algo mayor, envuelto en un trozo de tejido verde. Desenvuelve la tela y lo saca.

Es un crucifijo de oro puro, grande como la palma de una mano. Es muy hermoso. Observa la cruz un buen rato antes de envolverla de nuevo en la tela.

Nils cierra la tapa y guarda su botín de guerra en la mochila. Cierra el morral y lo deja junto a su difunto propietario. En realidad no hay mucho más que hacer en el lugar. Debería enterrar a los soldados, pero no lleva nada con que cavar.

Los cuerpos tendrán que quedarse donde están ahora, protegidos por los enebros; quizá pueda regresar otro día con una pala de verdad. En todo caso alarga la mano y les cierra los ojos, para que no se queden con la mirada clavada en el cielo.

Se endereza; es hora de volver a casa. Se cuelga la mochila, alza la escopeta aún caliente y con olor a pólvora y echa a andar en dirección oeste, hacia Stenvik. El sol brilla entre las nubes.

Después de unos cincuenta pasos se da la vuelta un instante y mira la planicie color esmeralda. El claro entre los enebros está en sombras y el verde del uniforme de los soldados se confunde con el del paisaje, pero una mano blanca e inmóvil sobresale entre la hierba, claramente visible a través de las ramas sinuosas.

Nils prosigue su camino. Empieza a pensar en lo que le dirá a su madre, cómo le explicará las manchas de sangre en sus pantalones. Desea contárselo todo, no quiere tener secretos sobre sus actividades en el lapiaz, pero a veces siente que hay cosas que ella prefiere no oír. Quizá la lucha con los soldados sea una de esas cosas. Tendrá que pensarlo.

Por mucho que se devane los sesos no encuentra ninguna respuesta. Y ahora se acerca al camino que conduce a Stenvik. Está desierto, y sigue adelante.

No, el camino no está desierto del todo. En una pequeña curva a un centenar de metros de las primeras casas de la aldea aparece alguien caminando.

El primer impulso de Nils es darse la vuelta, pero a su espalda sólo ve enebros raquíticos. Además, ¿por qué tiene que esconderse? En el lapiaz ha participado en algo grande, algo completamente revolucionario, y no tiene por qué temer a nadie.

Nils se detiene detrás del muro de piedra a unos metros del camino de la aldea y deja que la figura se acerque.

De pronto se da cuenta de que es Maja Nyman.

Maja, la chica de Stenvik a la que sigue con la mirada, la que ocupa sus pensamientos, pero con la que nunca ha hablado. Ahora tampoco puede hablar con ella, pero Maja se acerca cada vez más, esbozando una sonrisa como si éste fuera un día de verano normal y corriente. Ha visto al joven, y aunque no aviva el paso, a Nils le parece que se endereza, levanta la barbilla un par de centímetros y saca pecho.

Paralizado junto al camino, Nils ve cómo ella se detiene al otro lado del bajo muro de piedra.

Lo mira. Él le devuelve la mirada, pero no se le ocurre nada que decirle, ni siquiera un saludo. El silencio se vuelve aún más insoportable pues se oye el canto de un alegre ruiseñor procedente de la acequia que hay al otro lado del muro de piedra.

Al fin Maja abre la boca.

– ¿Has cazado algo hoy, Nils? -inquiere con una voz cristalina.

Al oír la pregunta, Nils de poco da un traspié. Primero cree que Maja lo sabe todo, luego comprende que no se refiere a los soldados. Tiene una escopeta; normalmente lleva los conejos que ha cazado cuando regresa a la aldea.

Niega con la cabeza.

– No -dice-, ningún conejo. -Da un paso hacia atrás, siente el peso del estuche de hojalata en la mochila y añade-: Ahora… tengo que irme. Con mi madre, a la aldea.

– ¿No vas por el camino? -pregunta Maja.

– No. -Nils sigue retrocediendo-. Voy más rápido por el lapiaz.

Las palabras le llegan a los labios cada vez con más facilidad; puede hablar con Maja Nyman. Lo hará otra vez, pero hoy no.

– Adiós -se despide lacónico, y se da la vuelta sin esperar una respuesta.

Sospecha que ella sigue parada y lo observa, y él se aleja del camino de la aldea y cuenta hasta doscientos pasos, luego tuerce hacia el pueblo.

Durante todo el trayecto oye el débil traqueteo del estuche de hojalata que baila en el fondo de su mochila y comprende que no se atreve a llevarlo a casa. Debe de tener cuidado con su botín de guerra.

Unos cuantos pasos más adelante, cuando el camino de la aldea desaparece tras los enebros, surge un pequeño montón de piedras frente a él.

El viejo mojón. Es un punto de referencia por el que pasa casi siempre al ir y venir de Stenvik, pero ahora se acerca a él y se detiene. Observa las piedras de todos los tamaños, recapacita y mira alrededor.

El lapiaz está totalmente desierto. Sólo se oye el viento.

En su interior toma forma una idea; se descuelga la mochila y la coloca en el suelo. La abre y saca el estuche con las piedras preciosas, lo sostiene en la mano y se acerca al mojón.

Al este, casi en línea recta, se encuentra la iglesia de Marnäs. La torre de la iglesia se yergue como una pequeña flecha negra en el horizonte. Nils observa la torre, se pone en posición de firmes y da un buen salto desde el mojón. A continuación empieza a cavar.

Llevan varios días de sol y el suelo está completamente seco; puede levantar una capa de hierba y cavar la tierra con las manos y el pequeño cuchillo de los alemanes. No se tarda mucho en llegar a la roca, la capa de tierra es muy fina en todo el lapiaz.

Nils retira la tierra para ensanchar el agujero, desmenuza y cava y mira sin cesar alrededor.

Cuando consigue abrir un amplio agujero en el suelo de aproximadamente un pie de profundidad, Nils toca la roca de debajo, pero es suficiente. Coge el estuche y lo coloca con cuidado en el fondo y después toma unas cuantas piedras planas del mojón y construye una pequeña bóveda a su alrededor. Luego rellena rápidamente el agujero y aplana la tierra lo mejor que puede con la palma de la mano.

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