Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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En efecto, cambió de idea aquel mismo día. A las dos le telefoneó, muy disgustada: la noche anterior había perdido la cabeza, no recordaba que el día siguiente era Año Nuevo y ese día siempre había ido a comer con la familia; además de su hermana y su cuñado, iban a estar también sus tíos: en una palabra, era absolutamente imposible que faltara.

¿Qué podía responder él? En el fondo, casi se había alegrado, porque sabía que aquella noche estaría con la familia, es decir, en un ambiente seguro y, dado el aplazamiento, era seguro que el día siguiente saldría a almorzar con él.

Pero después el cerebro empezó a trabajar: ¿no era extraño que Laide, tan precisa en el cumplimiento de sus compromisos, con una memoria sorprendente, al menos en relación con todos los pequeños detalles de la vida, no hubiera recordado la noche anterior que el día siguiente era Año Nuevo? ¿No podía ser, en cambio, una excusa para salir con otros?

Todas las veces que sentía sospechas de esa clase, la idea de ponerse en acción e indagar le daba como una náusea. Le parecía algo vil, desleal, sucio, pero tal vez no fuera ésa la verdadera razón. Tal vez la verdadera razón por la que no hizo nada fuese el miedo a sorprenderla con las manos en la masa, a descubrir la mentira y la traición, a verse obligado a plantarla. Aunque se sintiera hecho polvo, esta última seguridad lo sostenía: si hubiese tenido una prueba de que Laide le ponía los cuernos, habría roto para siempre, desde luego.

Pero aquella vez resultaba, en el fondo, sencillo. Bastaba con telefonear con un pretexto cualquiera a casa de su hermana hacia la hora de la cena. Seguro que la hermana o el cuñado no estarían avisados, por lo que le dirían si esperaban o no a Laide para cenar.

Le costó tomar aquella decisión. Pasó toda la tarde en su estudio rumiando todas las hipótesis posibles, los riesgos, la posibilidad de complicaciones. No, no había, la verdad, peligro alguno. Hacia las seis, como casi siempre, ella le telefoneó a la oficina para rogarle de nuevo que la disculpara y prometerle que el día siguiente saldría con él, decía que se sentía mejor, parecía alegre, afectuosa incluso.

«Adiós, tesoro», le dijo, al despedirse, «por favor, no te vayas a ir esta noche de picos pardos».

Pero, ¡qué larga resulta una tarde! Antes de las ocho y cuarto, ocho y media, habría resultado indecoroso y las horas nunca acababan de pasar, miraba continuamente el reloj y no era una lentitud aburrida, sino rabiosa, como si aquel frenético precipitarse de todas las cosas que lo acompañaba desde hacía meses hubiera dado marcha atrás y, bajo los minutos que nunca acababan de pasar, funcionase en sentido inverso un compacto mecanismo de ruedas que dejaba el tiempo estancado: ¡y todo ello para que él acabara enloqueciendo!

Y, ya agotado, cuando el reloj del estudio dio con su «clec» neurasténico las ocho menos diez, se dio cuenta de que debía de tener una cara trastornada. Salió corriendo. ¿Y si encontraba por casualidad un neumático desinflado? No, los neumáticos estaban intactos. Corriendo a casa de su madre. Llegó a las ocho y cinco. Dios mío, aún diez minutos que esperar.

La cena estaba lista, pero, ¿quién tenía ganas de comer? Con esfuerzo, para que los otros no lo advirtieran, consiguió tragar unas cucharadas de sopa. No dijo ni palabra. Su madre lo miraba con una tristeza que ya se había vuelto una costumbre. No cesaba de echar vistazos al reloj. Las ocho y diez.

«¿Cómo es que no comes la chuleta? En tiempos las chuletas a la milanesa eran tu pasión».

«Bueno, tomaré un poquito, no sé por qué, pero esta noche no tengo hambre».

Las ocho y trece.

Tuvo fuerzas para esperar hasta las ocho y diecisiete. En el fondo, aunque telefoneara a las nueve, ¿no sería lo mismo? Sería incluso mejor. Tal vez llegase tarde Laide, pero resistir más resultaba imposible.

«Disculpa, he olvidado que debía hacer una llamada».

Fue hasta el teléfono, marcó el número, la línea estaba, por fortuna, libre, pero nadie respondió. ¿Era posible que no hubiera nadie? Laide le había dicho un día que el teléfono estaba en la alcoba de su hermana. ¿Y si no oían desde el comedor? A saber si no sería mejor así; si no respondía nadie, no le quedaba nada más que hacer: una tregua, ya que no otra cosa, por aquella noche quedaba excluida la posibilidad de tener que adoptar la decisión fatal.

No, respondió alguien. La voz de un hombre: debía de ser el cuñado.

«Perdone, soy Dorigo, ¿podría, por favor, hablar un momento con Laide?»

«Pues Laide no está».

«Ah, ¿no cena con ustedes?»

«No, esta noche no la esperamos».

«Disculpe entonces. Buenas noches».

«Buenas noches».

Aquel infierno dentro del pecho: latidos, jadeo, devastación, cuchillas candentes que le penetraban. ¡Menudo si tenía razón de sospechar!

¿Y si probara a telefonear a Laide? ¿Y si ésta estuviera aún en casa? Nada costaba probar.

Oyó aquella erre, aquella voz como cansada, desconfiada, impasible, que tanto le gustaba a él.

«Hola, soy yo. Me habías dicho que ibas a cenar en casa de tu hermana, pero no era cierto».

«¡Cómo que no era cierto! Estoy a punto de salir de casa».

«He telefoneado a casa de tu hermana y me han dicho que no te esperan».

«Porque he cambiado de idea».

«¿Y adónde vas ahora?»

«Voy a cenar sola, pero ahora, te lo ruego, déjame, porque hay un taxi esperándome».

«Entonces vamos juntos».

«No». Un "no" firme y duro.

«¿Por qué no?»

«Porque no me apetece y, además, es que no tengo ganas de hablar, no quiero hacer esperar al taxista».

«Te digo que vayamos juntos».

«Y yo te digo que no».

«Entonces voy a esperarte a tu casa».

«No, no quiero». Una sombra de aprensión. Y colgó.

¿Se habría vuelto loca? Nunca había actuado ni hablado así. Debía de ser algo nuevo. Aquella vez debía de haber otro y por aquel otro estaba dispuesta incluso a arriesgarse a la ruptura. Estaba dispuesta a perder, entre una cosa y otra, casi medio millón de liras al mes.

Mejor así, se dijo Antonio estúpidamente -total, una u otra vez había de suceder-, pero era extraño. Ella siempre tan cumplidora y preocupada por el dinero. Debía de estar chalada por alguien. ¿O se trataría de alguien mucho más rico que él?

La inquietud y el nerviosismo de antes se habían transformado en un curioso sentimiento nuevo, tumultuoso, dinámico, decidido. Como el alpinista que, después de habérselo pensado mucho, se aparta por primera vez del promontorio en el que está fijada la cuerda doble y se abandona al vacío, como cuando comienza la batalla y se logra no pensar en otra cosa y con la fiebre desaparece también el miedo a la muerte. ¿Qué sucederá después? No importa, cualquier cosa sucederá, no se puede hacer otra cosa. Después de tantas maniobras, diplomacias y engaños, por fin el juego con las cartas al descubierto. En cualquier caso, Antonio se sentía casi aliviado de momento.

Llegó a casa de Laide hacia las diez menos diez.

«¿Quién es?» La voz de la enfermera.

«Soy Antonio».

Se abrió la puerta. Menos mal.

La enfermera, Teresa, no pareció asombrada, era una chica de montaña de unos treinta años, que parecía indiferente a todo.

«Mire, señor», dijo, «le ruego que no me comprometa. La señora Laide me había recomendado no responder al teléfono ni abrir la puerta a nadie. ¿Se va a quedar usted?»

«Voy a esperarla».

«¿Le importa que mire la televisión?»

«En absoluto».

Fue a la cocina, se sentó e intentó leer un número de Topolino que encontró en un estante. Había una pila. Pero necesitaba algo diferente de «Paperon dei Paperoni». Eran horas interminables. El hecho de que una chiquilla hubiera salido a cenar con un hombre en uno de tantos restaurantes de Milán la noche de fin de año carecía de la menor importancia para el mundo, pero para él, Antonio, podía ser el fin de todo.

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