Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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A saber por qué, se le ocurrió llamar a casa de su madre.

«Disculpa, mamá, ¿ha telefoneado alguien?»

«Sí, hace poco, debía de ser… en fin, tú ya me entiendes».

«Ah, bien, no importa. Hasta luego, mamá».

Había telefoneado. Tal vez esperaba que no fuera a su casa. Evidentemente, estaba inquieta. Dentro de poco telefonearía, seguro, allí para enterarse.

En efecto, al cabo de menos de diez minutos telefoneó. Dos timbrazos y después silencio, la fórmula convencional para hacer saber que era ella. Teresa fue a responder en bata. Él le susurró:

«No diga que estoy aquí».

En efecto, Teresa dijo:

«No, señora, hasta ahora no, nadie ha telefoneado».

Aunque la casa estaba silenciosa, Antonio no captaba las palabras dentro del auricular.

«¿Qué ha dicho?»

«Nada, me ha preguntado si había venido usted».

«¿Y nada más?»

«No, me ha repetido que no abriera a nadie».

Ah, la muy sinvergüenza, ¿en la puerta quería ponerlo ahora? Después de todo lo que había hecho por ella. Sí, sí, aquélla era la última vez, pero al menos quería decirle cuatro frescas, como se merecía: la esperaría, si fuese necesario, hasta la mañana.

Era la última vez. El despertador en el estante señalaba las once menos cinco. Sentado en el sofá del comedor, con la luz encendida. Encima del estante estaba el perrito de tela que Antonio le había comprado cuando ella estaba en el hospital. Silencio. Coches que pasaban. En la televisión estaban dando La tienda del café de Goldoni. Teresa lo presenciaba con actitud pasiva. Pasaban, lentos, los minutos. Cada uno de ellos era una bofetada más, un maltrato más. Ahora el frigorífico se había puesto a zumbar. Eran las once y cinco, Antonio miraba intensamente los muebles, los muñecos, aquellas cositas de niña que no volvería a ver. Sobre la mesa había una velita para tarta de cumpleaños con un pedestal de piñas y cintas y ella no llegaba. Sobre el frigorífico había un cestito de paja obscura con un perrito dentro que él le había llevado al hospital. Todo aquel amor tirado por nada. Ella bromeaba: no había entendido nada. Sobre la puerta había muérdago dorado de Navidad. ¿A qué hora volvería?

El teléfono, aquella vez sin timbrazos convencionales. Teresa respondió, no debía de ser ella.

«No, la señora no está. No, creo que mañana no lo necesita».

«¿Quién era?»

«De la compañía de teléfono, el encargado del servicio de despertador, preguntaba si debía despertar mañana a la señora».

«¿Y eso por qué?»

«Pues no sé. Creo que es alguien a quien la señora conoce».

("Hasta con los de la Stipel coquetea, tal vez haya quedado con él".)

Regresó a la cocina, volvió a coger el Topolino. Oyó que Teresa había apagado la televisión.

«Señor», dijo sin aparecer, «yo ahora me voy a ir a la cama».

Medianoche, la una menos cuarto. ¿Dónde estaría? Si había ido al cine, como era su manía, a aquella hora ya debería estar de vuelta. ¡Qué ingenuo! Nada de cine. Acaso estuviese fuera toda la noche. No importaba: aunque la palmara, se quedaría hasta que volviera esa puta. "Oh, Laide, amor mío, ¿por qué me has hecho esto?"

Pero a la una y cuarto volvió a sonar el teléfono. Era ella.

«No, señora», dijo Teresa, que, extrañamente, aún no se había desvestido, «… muy bien, pero, ¿qué podía hacer yo?… Muy bien, buenas noches, señora».

Él se apresuró a preguntar:

«¿Qué ha dicho?»

«Ha dicho que, cuando volvía a casa, ha visto el coche de usted aquí abajo».

«Y entonces, ¿no viene?»

«No, ha dicho que se va a dormir a un hotel».

¡Qué imbécil! ¿Cómo es que no se le había ocurrido? Bajó corriendo, fue a dejar el coche en una calle lateral y después volvió arriba. Esperaría, vaya si esperaría, pero, ¿de qué servía esperar, si ella se había ido a dormir a un hotel? ¿Tanto le fastidiaba él, que, para rehuirlo, se iba a dormir a un hotel sin un cepillo de dientes siquiera? ¿O era sólo miedo?

Teresa lo miraba, inexpresiva.

«Pero usted, Teresa, discúlpeme, después de tanto tiempo, ¿no ha entendido quién soy?»

«¿Cómo dice?»

«Sí, digo que si le ha explicado la señora quién era yo».

«Siempre me ha dicho que era usted su tío».

«¡Qué tío ni qué niño muerto! No era demasiado difícil entenderlo, me parece a mí».

La desesperación. ¿Quién era aquella Teresa? ¿Qué podía decirle aquella Teresa? Nada, pero él necesitaba desahogarse.

«Y yo… y yo… todo lo que he hecho por ella… ¿ve usted lo desgraciado que soy?… Perder la cabeza por una… una…»

Era un niño, un niño injustamente azotado. Se tiró bocabajo sobre la cama de ella y estalló en sollozos.

«Pero, señor, cálmese».

Se levantó. Comprendió que se trataba de una escena lamentable.

«Discúlpeme, pero es que hay veces, verdad, que…»

«Oh, señor. Le puede ocurrir a cualquiera».

«Ande, váyase a la cama».

«¿Y usted seguirá esperando?»

«No, pero quiero escribirle cuatro letras».

En la cocina encontró una hoja de papel de cartas, fue a escribir a la sala de estar, donde había una mesita de cristal.

«Laide», escribió, «después de lo que ha sucedido, está más que claro que todo entre nosotros ha acabado.

»Creo haberme mostrado contigo siempre amable y paciente, pero no se puede rebasar cierto límite.

»Te deseo que encuentres al…»

En aquel preciso instante, sonó el teléfono. Era la una y media.

Como una fiera, arrancó a Teresa el auricular.

«Hola, soy yo».

Colgaron. Era Laide y había interrumpido la comunicación.

Si telefoneaba, quería decir que aún estaba insegura, no sabía qué hacer. Tal vez ni siquiera tuviese dinero para el hotel.

Casi al instante volvió a sonar el teléfono. Respondió Teresa, pero Antonio le arrancó el auricular de la mano. En el otro extremo, una voz casi alegre.

«¡Pues ahora vuelvo a casa!»

«Muy bien, entonces te espero».

Las dos, las dos y cuarto. Teresa estaba durmiendo, los automóviles pasaban cada vez más de tarde en tarde. Antonio no había acabado la carta, ya no hacía falta, se lo diría todo de viva voz. Sí, lo comprendía, habría sido mucho más eficaz que se hubiese marchado, sin dejar siquiera una línea. Tendría que haber sido capaz de hacerlo, pero necesitaba volver a verla, aunque sólo fuera por medio minuto, ¡volver a verla una vez más!

A las tres menos diez, un coche se detuvo abajo. Después, en la casa dormida, el golpe de la cancela, el "clac" de la puerta del ascensor, el jadeo del ascensor, que subía.

Él estaba de pie delante de la puerta. Sabía cuál era su deber: dos bofetadas, como mínimo.

¿Y si ella hacía una escena, si se provocaba un ataque al corazón y había que llamar a un médico?

Entró, pálida, con sus redondos ojos como platos y expresión de animalito ansioso y perseguido.

«Hola», le dijo.

Y de repente él se sintió invadido por un cansancio mortal. Le habían quebrado algo por dentro: una postración, una indiferencia desesperada.

«¿Con quién has estado?»

«Con una amiga».

«Y hasta esta hora, ¿dónde has estado?»

«En casa de mi amiga».

«Y yo debería ser tan cretino como para creerte».

«Haz lo que te parezca. ¿Dónde está Teresa?»

«¿Y yo qué sé? Estará durmiendo, supongo».

La incapacidad para encontrar las palabras adecuadas, las mínimas palabras para salvar la cara: un vacío, un horadamiento, resignación ante la derrota.

Ella entró en la sala de estar y en seguida vio la hoja escrita por la mitad, sin leerla la cogió e hizo una pelota que fue a tirar a la cocina.

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