Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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«¿Por qué? ¿Te abrazó? ¿Te besó?»

«…¿Estás loco? Al principio creía que bromeaba, después, cuando hizo ademán de ponerme las manos encima, le solté un bofetón, pero lo que se dice un bofetón que recordará toda su vida, y después lo puse de patitas en la calle y tú, en lugar de alegrarte, vienes aquí a armarme una bronca. Pero, ¿cuándo te vas a convencer, por Dios, de que yo no te digo mentiras?»

XXVIII

Estaba aún allí con el auricular del teléfono en la mano, indeciso, con la cara hundida y tensa, envejecida, habían pasado cuatro meses y era el día de Año Nuevo, pero él seguía ahí con el auricular en la mano, indeciso sobre si telefonear o no, el río se lo llevaba arrastrando del mismo modo salvaje, no conseguía aferrarse a la orilla, sino que se encontraba siempre en el centro, donde la precipitación era máxima, había pedruscos grandes que sobresalían del fondo y él se pegaba contra ellos unos golpes terribles que lo destrozaban por dentro, y deseaba alcanzar la orilla, pero tenía miedo, porque, si la alcanzaba, el río dejaría de arrastrarlo y en el río, un poco más adelante, huía Laide, pero ella se deslizaba ligera sobre el agua y no chocaba contra los pedruscos, ella los veía a tiempo o al menos era como si los viese y se deslizara por encima de ellos a propósito para que Antonio, que la seguía, chocase de mala manera contra ellos, aunque podía ser, en cambio, que ella ni siquiera lo pensara: ella no era mala, sólo era como un erizo con las púas siempre erizadas; de hecho, un día, durante una pelea, como él le reprochaba las humillaciones sufridas, Laide dijo:

«Deberías entenderme, nadie me ha querido nunca de verdad, yo tengo la impresión de que todos son enemigos que quieren fastidiarme y aprovecharse de mí, no es culpa mía que la vida me haya enseñado a desconfiar de todo el mundo. Sí, yo siempre estoy en guardia, yo soy toda espinas, yo intento defenderme, por lo que puede ser que contigo haya estado poco amable, pero deberías entenderme, no todo es culpa mía».

En cierta ocasión, de niño en una pequeña neviza de los Dolomitas se había deslizado y había sentido una sensación extraña. En efecto, la superficie no era lisa, sino que, tal vez por el deshielo, estaba cubierta toda ella de pequeñas cavidades. Al deslizarse cada vez a mayor velocidad, iba chocando con los bordes de las depresiones y se veía sacudido de mala manera: era como si un gigante desmesurado estuviese -lo recordaba perfectamente- dándole pescozones con sus desmesuradas manos y él no pudiese reaccionar ni defenderse mínimamente, sólo le quedaba la esperanza de que la pendiente se suavizara en una depresión o en una planicie, ¡como, de hecho, había ocurrido, por fortuna, porque, si no, corría peligro de estrellarse contra los peñascos de la morrena, al fondo! En una palabra, tenía la sensación de estar a merced de una fuerza salvaje e infinitamente más fuerte que él, por lo que se volvía un niño frágil e indefenso. Pues bien, la misma sensación le hacía experimentar la aventura con Laide, sólo que esa vez no se trataba de un gigante invisible surgido de la montaña, esa vez era una chiquilla de carne y hueso que, arrastrándolo tras sí, le hacía chocar aquí y allá con los muros y ella corría con el ansioso frenesí de sus veinte años y acaso no se diese cuenta siquiera, no se fijaba en si el hombre aferrado a la cola de su larga cabellera negra se ponía perdido arrastrando la jeta con la boca abierta por el jadeo sobre las piedras, el polvo o la mierda: ¿acaso era culpa suya que él se mantuviese aferrado a ella con tanto tesón? Tal vez le fastidiara hasta un grado insoportable el peso de aquel hombre grande y grueso, de pelo gris, que llevaba atado tras sí. Quién sabe, si él hubiera soltado, podía ser que ella se hubiese detenido, se hubiera vuelto y hubiese ido a ayudarlo, pero, mientras él la tuviese así, era imposible.

Habían pasado cuatro meses, pero ella no había cambiado: siempre puntual, eso sí, con las llamadas y los encuentros, amable incluso y atenta, a su modo, pero siempre con aquel fondo de indiferencia total. Marcello había desaparecido del horizonte y, desde luego, no había motivo para sospechar que Laide continuara su vida de otro tiempo. Había habido incluso como un largo interludio, porque ella había contraído una infección intestinal con complicaciones de corazón y durante casi dos meses había tenido que permanecer en una clínica. Desde luego, en aquellas condiciones ya no sentía aquella angustia absolutamente irracional, como si Laide hubiera podido, de una hora para otra, desaparecer para siempre y resultar inencontrable, pero también en la clínica la nena había encontrado la forma de mantenerlo continuamente en ascuas y humillarlo, con aquella odiosa costumbre de llamarlo «tío» delante de médicos y enfermeras y, además, su coquetería con los doctores, en particular en los días en que tenía ataques: por ejemplo, él estaba de pie a la cabecera de la cama y ella, presa del jadeo, apretaba las manos de un joven médico atractivo, como si sólo de él pudiera esperar ayuda y afecto, y una noche en que había ido a llevarle una bata -naturalmente, había ido a comprarla en la mejor tienda de Milán- y la habitación estaba en penumbra, antes de marcharse -la enfermera presente estaba leyendo en un ángulo a la luz de una lamparita- se había inclinado para besarla y Laide, irritada, lo había rechazado con ímpetu, como si hubiera querido violentarla y nadie en la clínica hubiese comprendido ya desde hacía mucho qué clase de tío era de verdad él.

Además, había habido su obstinación, bastante misteriosa, en prolongar la hospitalización al máximo. Cuando ya estaba bien y los médicos hablaban de darla de alta al cabo de un par de días, siempre había un nuevo ataque cardíaco con tal puntualidad, que Antonio llegó a tener el convencimiento de que era ella misma la que se lo provocaba: con ciertas pastillas excitantes que le había encargado comprar a él. Laide le había dicho que eran para su amiga Fausta, que no tenía dinero, y él no sabía qué clase de medicina era, pero el día siguiente precisamente Laide había tenido un primer ataque violentísimo y Fausta, a preguntas de él, se quedó paradísima, pues nunca había pedido a Laide que comprara aquellas pastillas, ni siquiera sabía lo que eran. Así, entre inquietudes ininterrumpidas, habían pasado otras semanas y al final ella había salido de la clínica, pero ahora, por miedo a nuevos ataques, la acompañaba todas las noches una enfermera.

Precisamente delante de la enfermera pasó Antonio la última noche del año con Laide. Fue algo tristísimo: Laide en bata y con dolor de cabeza, la enfermera apática y muda, la sensación de algo forzado a lo que Laide se sometía de mala gana. Él había llevado unos pastelitos de una de las mejores pastelerías y dos botellas de champán, pero habían pasado la noche ante la televisión, y, al llegar la medianoche, Laide continuó mirando la televisión, que transmitía una fiesta de un gran hotel y, apenas había probado el champán, decía que no le apetecía, a ella, que demostraba ser particularmente entendida en champán y le contaba que en casa de tales y cuales, amigos de la familia, se bebía siempre en las comidas Dom Perignon o Monopole.

Pero, en fin, paciencia, aquella noche Laide no se sentía bien, la esperanza de Antonio -a semejantes fatuas y falsas alegrías se aferraba con tal de estar con ella- era la de salir a almorzar el día siguiente, el de Año Nuevo. De hecho, la noche anterior ella le había dicho que sí y, gracias a aquella promesa, Antonio había pasado una mañana discreta, ya no se preguntaba cómo iría a acabar aquella historia, el día siguiente y el siguiente a éste eran sus plazos más lejanos, más allá de pasado mañana no había que pensar, Laide podía cambiar de idea acaso en el último momento.

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