Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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Pero, después del almuerzo, a Laide tuvo que ocurrírsele uno de sus caprichos. Antes de salir para Milán, quería ir a ver una película de cierto cómico americano. Ya la había visto una vez en Milán, pero era bonísima. Cuando una película era buena, era capaz de verla hasta diez, doce veces.

Por desgracia, era domingo. Antonio no tenía necesidad alguna de estar en Milán a las cinco y, naturalmente, también Marcello estaba libre.

Montaron de nuevo en el coche con dirección al cine indicado por Laide. Durante el trayecto, ella vio al fondo de un espacio abierto los anuncios de otro cine.

«Espera, espera», dijo, ¿qué echan?

«No», dijo Marcello, «ése es un cine hediondo, estará lleno de reclutas».

Antonio reanudó la marcha.

«Pero, ¿qué echan?»

«No sé», dijo Marcello, «me parece haber visto la palabra "beso"».

«¿Qué clase de beso?»

«Pues en la boca, supongo», y puso una sonrisa antipática, «¿o tú prefieres en otros sitios?»

«¡Corta ya!», dijo Laide, dura. «Ya sabes que esas bromas me atacan a los nervios».

Llegaron al cine con el tiempo justo. Dejaron el coche a la sombra para que el perrito no tuviera demasiado calor y entraron. No había casi alma viva. Se sentaron, en el gallinero, con Laide en el medio. Era una película en color, para Antonio de una idiotez insoportable, pero, en aquella situación hasta una obra maestra habría sido para él como un veneno.

En cambio, Laide estaba feliz. Todo la hacía reír, de forma exagerada, parecían carcajadas casi histéricas. En determinado momento Antonio se dio cuenta de que Laide, con su mano izquierda, había cogido la derecha de Marcello y la apretaba, como hacen los enamorados. ¿Supondría que Antonio no lo veía? Entretanto, miraba la pantalla sin dejar de soltar carcajadas. Era la historia de un joven que tenía que cuidar de tres críos insoportables, que no eran hijos suyos, y hacerles de nodriza: un repertorio de cretinadas de manicomio. Ahora las dos manos juntas se encontraban en el regazo de ella; más aún: Laide se apartó despacio hasta apoyarse en el hombro de Marcello.

El descaro de aquella maniobra era tal, que Antonio se quedó paralizado. Habría sido tan fácil decir "que os divirtáis", salir, descargar el equipaje de ella y marcharse para siempre. Comprendía que ningún otro hombre habría dejado de hacerlo. Él, no: cuanto más atroz era la humillación, más insoportable le resultaba la idea de perder a Laide.

La miraba continua y fijamente, con la cara vuelta ostensiblemente hacia ella, pero Laide no parecía advertirlo, sino que de pronto, sin mirar, alargó la mano derecha buscando una mano de Antonio. Éste le susurro al oído:

«¿No tienes bastante?»

«¡Oh, no!», respondió Laide, fingiendo no haber entendido. «Me divierto con locura, me parece tan gracioso».

XXVII

Sí, una mañana llegó el gran momento, por fin. Sucedió así: nada más despertar, al instante empezó, como de costumbre, a pensar en ella, Laide, y notó que no sentía dolor, tocaba la llaga y ya no le dolía, probó dos o tres veces más a pensar en Laide, lo hizo con determinación e incluso con desafío, pero la angustia no llegaba. Fue una sensación indecible: el milagro. Tenían razón los que le habían dicho que… Se levantó de la cama y se puso a saltar en la alcoba, daba auténticos saltos de alegría, como enloquecido. No obstante, dado su temperamento, siempre aprensivo, se mantenía en guardia y se lavó y se vistió con los oídos aguzados por si reaparecía el enemigo, pero durante la noche éste había levantado el campo misteriosamente. Pensaba en Laide, se imaginaba que en aquel preciso momento estuviese en la cama con un tipo cualquiera haciendo esas cosas, se imaginó incluso que estuviese haciendo una cosa aún peor y pensó con perfidia en todos los posibles detalles, pero la angustia no llegaba. Entonces salió de casa y caminaba como ya había perdido la costumbre de caminar: como un hombre libre y civilizado; en cambio, antes caminaba como un… no, no caminaba, era más exacto decir que se arrastraba, que huía, que se precipitaba siempre con aquel temblor dentro. Entonces le dieron ganas de hacer algo que llevaba muchos meses sin hacer, algo de lo más cretino, pero que, aun así, indicaba la curación: pensó en cruzar el parque a pie. Aunque hiciera mucho calor, ya casi había pasado una hora desde que se había despertado, ya podía estar seguro de que estaba deseoso de ir al estudio, saboreaba por adelantado la satisfacción de mirar el teléfono con indiferencia y desprecio: ya podía sonar lo que quisiera, que él le dejaría sonar siete, ocho veces antes de levantar el auricular y tal vez ni siquiera lo levantara, además, y hacerlo no le costaría nada. Tenía ganas de hablar del trabajo con sus colegas, tenía ganas de reír: ¡ah, qué maravillosa era la vida!

Pero, cuando estaba atravesando la explanada en la que se encuentra la pista de cemento para patinar, a aquella hora aún desierta y avanzaba a pasos magníficos, iluminado de lleno por el sol, sintió algo que parecía venir de dentro.

"No", se dijo, "es un último eco de la enfermedad, inevitable, un amago, una cosa de nada. Seguro que ahora pienso de nuevo en Laide tendida y desnuda en la cama y abrazando a un maromo y, aunque le tenga metida toda la lengua en la boca e incluso cosas peores, soy capaz de pensar y será como pensar en el boletín de la Bolsa y en el problema del aparcamiento".

No obstante, no tuvo tiempo de reconstruir mentalmente aquella sucia escena, porque la ola pestífera, en lugar de disiparse, se hinchó en el interior de las vísceras y de pronto, sin razón alguna particular en el mundo, Antonio se sintió completamente desdichado. Intentaba, intentó, dos o tres veces volver atrás mentalmente y trasladarse al estado de pocos minutos antes: el sublime sentido de libertad se había esfumado, era un espejismo increíble, de los que se leen en ciertos libros, pero no pueden ser reales. Más aún: aquel brutal salto de la libertad a la cárcel le hizo sentir, aún más dolorosa, la enfermedad que lo tenía atrapado. Así, que ya no caminaba, de nuevo arrancaba con el temblor habitual a través de la jornada que estaba por comenzar. El yugo había vuelto a caerle encima y a hundirse aún más profundamente en su carne. Entonces, por primera vez, tuvo una sensación de miedo. Se volvía cada vez más mezquino y vil, a veces totalmente abyecto, como un conejo desconcertado, el poco trabajo que aún lograba hacer le costaba esfuerzos enormes y resistía sólo porque, si se hubiera desplomado en el trabajo, no habría podido conseguir el dinero para Laide.

Tantas veces había oído hablar de hombres arruinados, personajes de novela, seres increíbles para él, burgués sólido. Recordaba al conde Muffat, reducido al fango y a la miseria por Nana. Cuentos, cómodas invenciones de escritores, casos de una estulticia absurda: en su protegido mundo nunca podía haber desplomes semejantes. Eso pensaba y, sin embargo, ahora Antonio se preguntaba si no habría comenzado para él esa famosa ruina y vislumbraba el desolado futuro: un viejo délabré que se arrastraba por los locales y restaurantes intelectuales esperando las cinco mil liras de un colega fastidiado, reducido a una habitación amueblada, mantenido aparte, solo como un perro, mientras Laide, protegida por un gran industrial, pasaría con un Jaguar a su lado, cebada, cubierta de brillantes y con una gigantesca piel de visón.

¿Cómo podía resistirse? Dinero hacía falta cada vez más. Ahora Laide había alquilado un piso que no estaba nada mal, la verdad, en una casa moderna de Via Schiasseri, por la parte de la Ciudad de los Estudios. Habían seguido largas discusiones, porque ella no quería concederle las llaves de su casa y, para ganar la partida, Antonio había tenido que amenazar con no dar más señales de vida. Naturalmente, ella en el fondo no lo había creído, pero en el fondo, ¿qué cedía? Aunque él tuviera las llaves, Laide siempre podía encerrarse dentro y, si él llamaba al timbre, podía fingir que no oía o no estaba.

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