Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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»Espero no tener que llegar a eso, pero, para no llegar, debemos ser los dos los que no lo deseemos. Ésa es la razón, Laide querida, por la que te escribo: para que tú te des cuenta de que nuestra situación, así como está, no puede durar.

»Me preguntarás qué quiero. Quiero simplemente que tú me respetes como hombre y no me hagas desempeñar más el papel exclusivo de tío pagano, de algo así como un comodísimo tío de alterne, y que tengas conmigo las actitudes que tienen todas las mujeres con la persona a la que están unidas: por afecto o incluso por interés.

»En el fondo no te pido mucho, después de todo lo que he hecho y hago por ti y que me gustaría hacer también en el futuro. Pero eso, querida, dependerá sólo de ti.

»Ahora continúa en paz tus vacaciones, pero procura pensar un poco, si puedes, en esta historia nuestra que comenzó como algo sencillo y poco a poco ha llegado a ser dolorosa para mí.

»No sé cómo acabará esto. Mira a ver si puedes arreglarlo. El amor o el afecto o incluso sólo la costumbre de verse de dos personas, aun cuando no haya pasión, debe ser al menos un sentimiento humano de bondad y dulzura.

»No te sorprendas de esta carta repentina. He querido decirte todo lo que llevo dentro, entre otras cosas para que en el futuro tú no tengas que asombrarte de nada.

»Pero ahora basta, diviértete, ponte muy morena y muy guapa y no olvides dar señales de vida.

»Un abrazo muy fuerte.»

Ésta fue la tercera versión después de un par de pruebas. La escribió con un bolígrafo, la transcribió a máquina y después pensó que sería más amable y también más eficaz escribirla a mano y la copió con caligrafía clara con la estilográfica. La leyó, la releyó, la metió en un sobre y escribió la dirección. Después lo pensó mejor, abrió el sobre, la releyó otra vez y se dio cuenta de que era una carta en conjunto odiosa, llena de fariseísmo e hipocresía, de cobardía también, peor aún: ridícula. ¡Ésa súplica de dulzura, de bondad, porque le soltaba cincuenta mil a la semana! De pez gordo, nada: un pez gordo lo habría hecho mejor. Así, pues, decidió no echar la carta, se lo diría de viva voz cuando volviera a Fonterana a recogerla. Sí, de viva voz muchas cosas se suavizan y podría adaptarse poco a poco a los humores y las reacciones de ella.

Pero, cuando fue a recogerla a Fonterana, quince días después, no pudo hablar con ella como quería, porque estaba también Marcello.

Ella estaba esperándolo delante del hotel y fue a su encuentro de repente hasta el coche:

«¡Uf!», se apresuró a decir. «Te vas a enfadar, pero no es culpa mía. Ese pelmazo. ¡Está empezando a volverse una lata, que no veas!»

«¿Quién? ¿Marcello?»

«¿Quién va a ser? Se ha enterado de que me marchaba y ha querido venir a despedirme y ahora no sé cómo quitármelo de encima».

«¿Qué quieres decir? ¿Que vendrá a comer con nosotros?»

«No sé nada. Por otra parte, no puedo quedar mal. Conmigo siempre ha sido amable. Bueno, ahora ven un momento arriba, que necesitarás refrescarte un poco, con este calor».

Evidentemente, él, Antonio, debía de haber puesto cara de fastidio. Con aquel «ven arriba», Laide quería apaciguarlo: una demostración de intimidad precisamente ante los ojos de Marcello, que estaba esperando en el vestíbulo, una premura sin precedentes.

Antonio no tenía el menor deseo de refrescarse, pero la siguió arriba. El equipaje estaba ya listo. Todo estaba en orden perfecto.

«Como comprenderás, este asunto de Marcello es bastante antipático».

«¿Te refieres a que haya venido?»

«Pues sí, la verdad».

«Yo he sido la primera en decírtelo, ¿no? Pero, al fin y al cabo… si entre él y yo hubiera algo, lo entendería».

«¿Y tú lo has visto todos los días?»

«¡Nada de todos los días! Figúrate, en dos semanas nos hemos visto tres veces; además, es que él tiene mucho trabajo… Ah, ¿quieres saber una muy buena? Pero, si te lo digo, después no te enfades, es sólo para que veas lo chismosa que es la gente… ¿Sabes lo que creen aquí, en el hotel, que eres tú? Sólo por haberte visto un momento aquel día… Creen que eres su padre».

«¿Padre de quién?»

«Padre de Marcello».

«¡Ah, estupendo! Y entonces Marcelo, ¿quién creen que es? ¿Tu marido?»

«¡No gastes bromas! A los pocos a los que se lo he presentado les he dicho que era mi primo».

Antonio miró las dos camas, juntas, si bien cada una con sus propias sábanas y colchas. Una de las dos estaba intacta, como si nadie se hubiese sentado siquiera encima. Al mismo tiempo, recordó que Laide, antes de que él la llevara a Fonterana, le había rogado que, al escribirle, pusiera "señora", en lugar de "señorita".

«Si saben que estás casada, en los hoteles te respetan mucho más. Total, como llevo la alianza de mi pobre madre».

En el momento, no le había dado importancia: un estúpido capricho de chiquilla. ¿Y si hubiera sido, en cambio, un ardid? Así Marcello podía ir a dormir con ella al hotel sin que nadie tuviera nada que objetar.

"Si así fuese", pensó, "la pernoctación de él debería ir incluida en la cuenta y seguramente ella ya la habrá pagado. Quiero verla". (Pero aún no estaba pagada la cuenta, la pago él y no encontró nada sospechoso en ella, cosa que lo tranquilizó un poco. Había que descartar que en el hotel hicieran la vista gorda ante esas cosas. ¿O acaso en la pensión completa de ella iba incluida la disponibilidad de las dos camas?)

Bajaron. Marcello saludó a Antonio con mansa deferencia. Cuanto más lo observaba éste, más se calmaban sus sospechas: era un muchacho físicamente bien plantado, pero de cara torpe, casi obtusa, sin vida, decía cosas corrientes, sin gracia. Cuando hablaron de partir -iban a ir a almorzar a Módena-, él no pidió explicaciones: como si entre ella y él hubiera quedado todo concertado.

Marcello fue por delante en la moto. Antonio y Laide seguían en el coche. A la entrada de la ciudad, encontraron a Marcello apeado: había tenido un pinchazo. Dejó la moto en un taller y montó también él en el coche y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento posterior entre el abundante equipaje.

Aquel almuerzo entre tres fue como un castigo. Él quería mostrarse gracioso, a costa de hacer el papelón de cornudo contento, pero no resultaba fácil encontrar temas idóneos.

Fue Laide la que en determinado momento, probablemente para interpretar una comedia que tranquilizara a Antonio, se puso a provocar a Marcello.

«Y anoche, que era sábado, ¿qué hiciste? Irías tras algunas faldas, como de costumbre».

«Como es lógico», respondió Marcello en tono de broma.

«Cuenta, cuenta, ¿quién era? ¿Esa rubia con la que te he visto alguna vez?»

«¡Qué rubia ni qué niño muerto!»

«¿Morena entonces? ¿Quién era? ¡A que lo adivino!»

«A ver, ¿quién?»

«¿Me das mil liras, si lo adivino?»

«Sí, te las doy».

«La dependienta de la tienda de bolsos bajo los soportales».

«Frío, muy frío».

«Entonces quiere decir que fuiste con Sabina. Según me has dicho, no conoces a otras».

«¡Huy, por favor! A esa "quiero y no puedo" debe de hacer un mes que no la veo».

«Entonces, ¿qué fue? ¿Una nueva conquista?»

«Pues, mira por dónde, podría ser».

«¿Mona?»

«No tanto como tú», y sonrió en broma, «pero bastante».

«¿No sería una puta…?»

Marcello se apresuró a ponerle una mano delante de la boca.

«Alto ahí: censura», y miró en derredor para ver si alguien de las mesas cercanas lo había oído, pero no se vio a nadie volverse.

Antonio lo presenciaba con un malestar cada vez mayor. No veía la hora de que acabara aquel maldito almuerzo.

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