«Eso espero. Me considera como una hermana».
«¿Y qué hace?»
«Es ingeniero. Trabaja en un oleoducto».
«Y quiere casarse contigo, naturalmente».
«Él, sí. Yo ni siquiera lo pienso».
«¿Y salís juntos a menudo?»
«A veces».
«¿Adónde? ¿Al cine?»
«Sí, sobre todo al cine».
«¿Es un chico guapo?»
«Pues no está mal».
«¿Te gusta?»
«Pero si te he dicho que no me interesa. Es un primo mío. Le tengo cariño».
«Aunque te acostaras con él, no veo qué tendría de malo».
«Simplemente, que no me va. Y, además, en un sitio como Módena, ¡imagínate! Se enteraría todo el mundo».
«Pero a él le gustaría».
«¿A él? Tendrías que conocerlo. ¡Es más tímido…! En la familia lo han tenido como en el colegio. Imagínate que, cuando está en Milán, su padre le da la llave de la casa sólo una vez a la semana».
«¿Cuántos años tiene?»
«Veinticinco o veintiséis, creo».
«¿Y cómo se llama?»
«Marcello se llama. ¿Y qué más quieres saber?»
«¡Huy, por favor! Haz lo que te parezca, querida».
«Bueno, ahora estoy hasta la coronilla de este interrogatorio. ¿Queda claro?»
Él guardó silencio, exasperado. Con qué gusto le habría dado un par de bofetadas. Oh, si hubiera sido capaz.
Ella lo advirtió.
«¡Qué rápido te enfadas, tú! Y pensar que quería pedirte un favor».
«¿Qué favor?»
«¿Lo ves como te has enfadado? Mejor no decirte nada».
«Como quieras».
«¿Lo ves? Es que mañana tengo que salir a las siete y no sé qué hacer para encontrar un taxi».
«Llámalo por teléfono, ¿no?»
«A esa hora no hay».
«Ya lo creo que hay».
«Y, además, no puedo llamar, porque mi hermana tiene el teléfono en su alcoba».
«¿No puedes despertarla?»
«¡Tú no la conoces!»
«¿Quieres que te acompañe yo?»
«¿A esa hora? ¿Cómo vas a despertarte?»
«Pues despertándome. Así de fácil».
«¿Y qué dirás en tu casa?» «Un madrugón no inspira sospechas».
Y se rió.
«¿En serio quieres acompañarme?»
«¿Qué tiene de extraordinario? ¿A qué hora?»
«El tren sale a las siete cuarenta. Basta con que estés allí a las siete y diez».
«¿Dónde?»
«En mi casa, ¿no?»
«Pero, si sabes que no sé dónde vives».
«Via Squarcia, 7».
«¿Por dónde queda?»
«¿Sabes dónde está el Vigorelli? Pues muy cerca. Puedes mirar en la guía».
«Basta con que llegue a las siete y diez».
«En media hora estamos allí, en la estación, espero, incluso con ese cacharro tuyo, y además, es que a las siete las calles están vacías».
Despertarse temprano, para Antonio, era un auténtico martirio y, además, habría sido tan sencillo dar mil liras a un taxista para que a las siete se encontrara debajo de su casa, pero no lo dijo. La idea de poder volver a ver a Laide, aunque sólo fuera unos pocos minutos, tenerla a su lado, entrar así un poco en su existencia privada, experimentar la maravillosa sensación de que ella lo necesitaba, sobre todo la certeza de que aquella noche al menos no tendría el tormento de la incertidumbre y la espera, de que podría trabajar o reírse o charlar con los amigos como en los buenos tiempos: una tregua segura, un tiempo suspendido, una partícula de felicidad.
«Y esta noche, ¿qué vas a hacer?»
«Esta noche hay ensayo en el teatro».
«Y después, ¿vas a ir al Due?»
«Como si estuviera loca: con el madrugón de mañana».
Confusamente, él comprendía que muchas cosas no encajaban en las historias que ella contaba -La Scala, las fotografías, la sala de fiestas, la familia, el primo, la señora Ermelina-, muchas cosas que resultaba difícil conciliar, y, sin embargo, cuando ella hablaba, todas las dudas se le disipaban. Tal era el acento auténtico de aquella chiquilla. No, era imposible que dijese mentiras. Habría habido, aunque hubiera sido ligerísimo, algún titubeo, incertidumbre, nota falsa, vacilación. Y él seguía, atento, escuchándola, descifrándola, y era inteligente, era de una sensibilidad morbosa incluso para advertir los matices más sutiles. ¿Una chiquilla como Laide, tan lejana de cualquier complicación psicológica? Con sólo que hubiera intentado representar el menor engaño, él lo habría advertido inmediatamente.
Entre el velódromo Vigorelli y el recinto de la Feria, hay un amplio espacio con una isla de prado, cerrado al norte por la compacta alineación de las casas nuevas.
Allí se detuvo Antonio a las siete menos diez con su seiscientos. Había llegado con una anticipación ridícula incluso. No quería que ella lo viera tan presuroso, habría sido una confesión demasiado clara.
Hacía frío y humedad. Pese al malestar que le daban los cigarrillos en ayunas, encendió uno.
Llovía a mares: un agua violenta y rabiosa de primavera que azotaba la ciudad lívida, vacía y dormida. Estaba sólo él. Todos los demás dormían. Todos los demás lo ignoraban.
Había cesado la tregua. Al cabo de pocos minutos la vería, pero, ¿sería verdad? ¿No sería por casualidad una broma? ¿O no podían haber sucedido, entretanto, muchas cosas? ¿Que ella se sintiera mal, por ejemplo? ¿Cómo la avisaría?
Era la hora inhóspita e ingrata en la que ya no hay deseos, los locales de diversión y vicio están cerrados y tristes, los amantes adormecidos con su cansancio carnal y las luces apagadas, aunque la claridad del día aún no sea suficiente.
También los coches de los noctámbulos más desesperados habían regresado. Ni una ventana estaba iluminada: todo el mundo encerrado en la tibieza de la cama. Sólo pasaban de vez en cuando camiones de basura. Había una luz que no era luz, era gris, sueño, tragaluz, indiferencia absoluta.
¡Ay de quien en una ciudad se deja sorprender por esa hora sin piedad, cuando llueve a cántaros y está solo!
Le parecía ser un niño castigado y golpeado injustamente, de quien nadie sabía nada. En aquel momento dormían todos aquellos -sus hermanos, su madre, sus amigos- que lo necesitaban y a quienes él necesitaba. Ya no existían. Estaban sumidos en el sueño del alba, tan profundo y benéfico cuando llueve. Estaba solo. Se sentía solo, ignorado y perdido, con su angustia infernal de la que la gente se habría reído con tanto gusto, y en derredor, bajo la lluvia, aún inmóvil, estaba la gran ciudad, que al cabo de poco se despertaría y empezaría a jadear, a luchar, a retorcerse, a galopar para arriba y para abajo espantosamente, para hacer, deshacer, vender, ganar, apropiarse, dominar, por una infinidad de deseos y empeños misteriosos, de cosas mezquinas y grandes, trabajo, sacrificios y aflicciones infinitas e ímpetus y voluntades desbordantes, músculos y arrebatos mentales, posesión y dominio, ¡adelante, adelante! Y él clavado allí, en un coche utilitario chorreando agua y desesperación por un cuerpecito blanco y jovencito, tal vez con un fulgor dentro, llamado Laide y que nadie conocía. Telones de casas grises empapadas y herméticas, como de vidas que a nadie importaban nada. ¿El mundo? ¿América y Rusia? ¿El dominio de la Tierra?
Más bien: ¿se despertaría ella a tiempo? ¿Funcionaría el despertador? ¿Se daría bastante prisa en vestirse? ¿Tendría ya hecha la maleta? "Dios mío, haz que la maleta esté lista, que no se vea animada a renunciar". ¿Dormiría aún? ¿O estaría ya en el baño escrutándose la cara en el espejo, apretando un dedo en la comisura exterior de un ojo, en el que la noche había dejado una minúscula arruga de la piel? ¿Y qué iría a hacer en Módena? ¿Quién la esperaría? ¿Qué haría aquella noche? ¿Dormiría sola? ¿Con quién dormiría? No. Bastaba con que llegara. Bastaba con que detrás de la cancela de Via Squarcia (que él había ido el día anterior a inspeccionar desde el exterior) apareciera ella con su desdeñoso paso y a su vista desaparecería la angustia. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que aquella lluvia lo arrastraba ya, una fuerza nunca vista lo apartaba poco a poco de lo que había sido hasta entonces su vida, cosas semejantes las había leído más de una vez en las novelas y no las había creído, cuentos absurdos, y ahora él estaba dentro y ya ni siquiera luchaba; por la noche sí, a veces se rebelaba con la exaltación propia de la noche; ahora, no, ahora la lluvia que azotaba, salvaje, lo arrastraba y él no salía del remolino, ni siquiera levantaba una mano para pedir socorro.
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