Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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«¿Qué quieres decir?»

«Deberías ayudarme y puedes hacerlo».

«Ayudarte, ¿cómo?»

Mientras hablaba, comprendió que se trataba de un truquito de colegial, un expediente demasiado ingenuo, pero no había encontrado nada mejor. Él, que se consideraba un hombre de talento, no había encontrado nada mejor y, además, ella era bastante ignorante, los hombres con los que por lo general se codeaba eran bastante prosaicos, por lo que podía ser que la ocurrencia funcionara y le pareciese incluso graciosa. A saber si no sería para ella la primera vez.

«Es un asunto feo», dijo él.

«¿Por qué?»

«Estoy chalado por una muchacha a la que tú conoces y que me tiene sorbido el seso».

«¿A la que yo conozco?»

«Sí y, si quisieras, podrías hablar a favor de mí».

«¿Y vienes a pedírmelo precisamente a mí?»

«Te considero una amiga, ¿no?»

«Por muy amiga que sea, no me parece bonito que me lo pidas precisamente a mí».

«Bueno, si no quieres».

«No, dime».

«Entonces es mejor dejarlo».

«No, por favor, dime. ¿Es muy guapa?»

«Para mí, sí».

«¿Y dices que la conozco?»

Ella, sonriendo, picada por la curiosidad, se había sentado, con lo que los senos ya no estaban tan turgentes, preciosos, sino que se habían aflojado un poco, pero seguían siendo atractivos, con las puntas hacia arriba, pequeños como eran. A ella no le importó.

«¿Dices que la conozco?»

«Sí».

«¿La conozco bien?»

«Sí».

«¿Cómo se llama?».

Entonces él, como un niño, se arrojó boca abajo y escondió la cara en la almohada. ¿Habría entendido ya Laide? ¿Habría entendido la broma? ¿La habría entendido desde el momento en que él había empezado a hablar? ¿O lo había entendido desde hacía varios días, desde que él la había acompañado a la estación? ¿O era ya algo antiguo para ella, que lo había advertido todo desde el primer día, por el modo como él la había mirado, mientras se probaba el vestido de la señora Ermelina? Las mujeres, aun las menos astutas, tienen una sensibilidad tremenda para advertir lo que sucede a los hombres en ciertos casos, el misterioso arranque que enciende y hace arder el ánimo y puede ser que el hombre en el momento no se dé cuenta siquiera y no lo sospeche, pero ella sí y en ese momento mismo sube, invencible, al trono y comienza el delicioso juego de hacerlo enloquecer.

«¿Quién es? ¿Cómo se llama?»

Él se irguió y se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

«Es un nombre que comienza por ele».

Al final, ella se volvió, riendo, pero sin responder.

«¿Ya lo habías entendido?», preguntó él.

Ella dijo que sí, sonriendo.

«¿E intercederás por mí?»

«Pero, ¿acaso es necesario?»

Antonio se asombró de que ella le siguiera el juego.

«Claro que es necesario. El amor es una enfermedad muy horrible».

«Oh, no», dijo ella. «Al contrario: es tan bonito».

«Será bonito cuando es correspondido, pero en mi caso…»

«No, no, es bonito estar enamorado, es algo bellísimo».

«Pero, ¿tú lo has sentido?»

«Sí».

«¿Con quién?»

«Murió. Un muchacho con el que iba a casarme».

«¿Y él te quería?»

«Pues claro. ¿No te digo que íbamos a casarnos?»

«Bueno, entonces es diferente».

«¿Por qué?»

«Porque yo te quiero y tú a mí no».

«¡Qué listo! Hay que dar tiempo al tiempo, te conozco desde hace tan poco».

Él se sintió mal. Ella no había tenido el menor arranque de sorpresa ni satisfacción por lo que él le había dicho, como si se hubiera acostumbrado, como si él fuese simplemente uno de tantos, como si fuera una cosa archisabida y lógica tratándose de ella, como si él fuese un cretino cualquiera. Sintió deseos de herirla.

«De todos modos», le dijo, «tú no tienes la menor confianza conmigo».

«¿Por qué?»

«Me has contado un montón de mentiras».

«No es cierto. Yo siempre te he dicho la verdad».

«¿También sobre tu apellido?»

«¿Qué quieres decir?» Se había endurecido, lo miró fijamente con ojos asustados y cautelosos.

«Te llamas Anfossi y no Mazza».

«¿Quién te lo ha dicho?»

«¡Qué más da! ¿Te llamas Anfossi o no?»

«¿Qué importa? En el teatro todos nos hacemos llamar con otro nombre».

«¿Y en la Scala cómo te llaman?»

«Rosanna Mazza. Puedes verlo escrito incluso en los programas».

«¿Y qué necesidad había?»

«Mejor dime quién te lo ha dicho. La señora Ermelina, me apuesto algo».

«¿Y si así fuera?»

«¡Qué asquerosa! Menos mal que ya no tengo nada que ver con ella».

«¿Habéis reñido?»

«¿A ti qué te importa? Si te digo que es una asquerosa».

«Algún motivo habrá».

«Motivos hay muchos y yo sé cuáles son. ¡Oye, así, no, que me despeinas toda!»

«¿Qué te ocurre hoy? ¿Estás de mala uva?»

Ella sintió la necesidad de arreglarlo. Se puso de morros en broma, levantó la vista hacia él y batió los párpados con coquetería infantil.

«Venga, Antonio, ven aquí, que tengo frío».

Y en el preciso instante en que él se inclino a abrazarla y estrechar su cuerpecito desnudo, se dio cuenta de que su estupenda seguridad de poco antes se había desvanecido: no era cierto que Laide estaría siempre a su disposición, no era cierto que podría contar con ella; precisamente en la amable pasividad con que la muchacha, al responder a su abrazo, le pasó un brazo por los hombros, gesto formal, sin arrebato ni estremecimientos, idéntico al que las mujeres hacen en el baile incluso con un extraño que las invita por primera vez, había la maldita distancia; un poco antes, cuando bromeaban sobre el amor, ella estaba mucho más cercana y comprensible que en aquel momento en que los dos cuerpos estaban acoplados en la unión carnal.

Exacto: al cabo de poco, aquel amor habría acabado, ella se iría al baño, él se quedaría boca arriba, en la cama, vacío y sin alegría, después ella reaparecería a recoger la ropa, la pulserita de oro, el reloj, y diría:

«¡Dios mío, qué tarde es. ¡Vamos, levántate, por favor!»

El rayo de sol sobre la moqueta verde ya había desaparecido, una nube debía de haber tapado el sol. Ella diría, con un arranque de rabia:

«¡Qué lata! No sé cómo voy a poder arreglármelas mañana».

«¿Qué tienes que hacer mañana?», preguntó él.

«Ya te lo he dicho, ¿no?, que tengo que ir a Módena».

«No, no me lo has dicho».

«Tú no te acuerdas nunca lo que se dice de nada».

«¿A Módena? ¿Para qué?»

«Para las fotografías, te lo debo de haber dicho cien veces».

«¿Te lo pagan bien, al menos?»

«¡Qué más quisiera! Pero, si digo que no, me quedo fuera del circuito».

«¿Cuánto?»

«Cinco, siete, a veces hasta diez sábanas».

«¿Por cada fotografía?»

«¡Sí, hombre! ¡Qué más quisiera!»

«¿Y el viaje? ¿Y el hotel?»

«Bueno, eso me lo pagan».

«¿Y cuántos días vas a quedarte?»

«Creo que dos días».

«¿Por qué dices "creo"?»

«Con el trabajo nunca se sabe».

«Y por la noche, ¿qué haces?»

«¿Qué quieres que haga? En Módena, ¡imagínate!»

«Hombre, a propósito, pero, ¿no vive en Módena ese primo tuyo?»

«Sí, pero es tan aburrido».

«¿Está enamorado de ti?»

«Perdidamente».

«¿Y haces el amor con él?»

«Faltaría más. No sé, para ti todo el mundo no debería pensar en otra cosa. Es un buen chico, me respeta mucho».

«¿Cómo? ¿Ni siquiera un besito?»

«No tiene valor para tocarme con un dedo siquiera».

«¿Te cree virgen?»

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