Preso de un amor falso y errado, su cerebro ya no era suyo: Laide había entrado en él y lo sorbía. En cualquier meandro, hasta el más recóndito, del cerebro, en cualquier recóndita guarida y subterráneo en el que él intentaba esconderse para tener un momento de respiro, allí, en el fondo, la encontraba siempre a ella, que ni siquiera lo miraba, que ni siquiera advertía su presencia, que se reía, socarrona, del brazo de un joven, que se entregaba a bailes desvergonzados, manoseada en todas las partes del cuerpo por su pareja lasciva y maliciosa, que se desnudaba ante los ojos del contable Fumaroli a quien había conocido un minuto antes. ¡Maldición! Siempre ella, instalada salvajemente en su cerebro, que desde su cerebro miraba a otros, telefoneaba a otros, ligaba con otros y hacía el amor con otros, entraba y salía, partía siempre con una agitación frenética para sus numerosos asuntos particulares y tráficos misteriosos.
Y todo lo que no era ella, lo que no le incumbía a ella, todo el resto del mundo -el trabajo, el arte, la familia, los amigos, las montañas, las otras imágenes, millares y millares de otras mujeres bellísimas, mucho más bellas y sensuales incluso que ella- le importaba un comino, podían irse enteramente al diablo, a aquel sufrimiento insoportable sólo ella, Laide, podía poner remedio y no era necesario siquiera que se dejara poseer o fuese particularmente amable: bastaba con que estuviera con él, a su lado, y le hablara y, aun a regañadientes, se viese obligada a tener en cuenta que él, al menos por unos minutos, existía; sólo en esas brevísimas pausas que se producían de vez en cuando y duraban un instante encontraba él la paz. Cesaba aquel fuego a la altura del esternón y Antonio volvía a ser él mismo, sus intereses vitales y profesionales volvían a tener sentido, los mundos poéticos a los que había dedicado su vida volvían a brillar con sus antiguos encantos y un alivio indescriptible se esparcía por todo su ser. Sabía, cierto es, que al cabo de poco ella se marcharía y casi al instante lo atraparía la desdicha, sabía que después sería peor aún, pero no importaba, la sensación de liberación era tan total y maravillosa, que de momento no pensaba en nada más.
Y no es que Laide le brindara voluptuosidades especiales. Al contrario, después de la primera vez había ido en disminución. Sólo la primera vez, sin excederse en virtuosismos, se había esmerado de verdad. Ahora se mostraba más que nada pasiva, como si intuyese que ya no era necesario, que total, él siempre la preferiría a sus demás colegas. Y un día que se había atrevido a decirle: «Pero, Dios mío, te quedas ahí como un poste: es que no quieres hacer nada, la verdad», ella había respondido: «Pero si es el hombre el que debe perseguir a la mujer y no al revés».
Había oído hablar con frecuencia de hombres, la mayoría de edad avanzada, que se volvían esclavos de una mujer, porque sólo ella sabía procurarles el placer y las otras no: como un hechizo sexual.
Desde el principio se había preguntado si estaría sucediéndole algo así. Por desgracia, comprendió que su caso era completamente distinto y más grave con mucho. Si se hubiera tratado sólo de un vínculo sexual, no habría habido motivo de inquietud. Todo se habría podido arreglar, con una chica semejante, en una simple relación de dar y tomar.
No. La posesión física a Antonio le importaba relativamente poco. Si, por ejemplo, una enfermedad la hubiera obligado a no hacer nunca más el amor, en el fondo él se habría alegrado.
Se imaginaba, por ejemplo, que Laide hubiera sido atropellada por un tranvía y hubiese perdido una pierna. ¡Qué estupendo habría sido! Ella inválida, separada para siempre del mundo de la prostitución, del baile, de las aventuras, ya no asediada por nadie. Sólo él, Antonio, seguiría adorándola. Tal vez ésa fuera la única posibilidad de que Laide, aunque sólo fuese por gratitud, empezara a quererlo.
No. Él la quería por sí misma, por lo que representaba de hembra, de capricho, juventud, autenticidad popular, picardía, desvergüenza, descaro, libertad, misterio. Era el símbolo de un mundo plebeyo, nocturno, alegre, vicioso, perversamente intrépido y seguro de sí que fermentaba con vida insaciable en torno al tedio y a la respetabilidad de los burgueses. Era lo desconocido, la aventura, la flor de la ciudad antigua que brota en el patio de una vieja casa de mala fama entre los recuerdos, las leyendas, las miserias, los pecados, las sombras y los secretos de Milán, y, aunque muchos hubieran pasado por encima de ella, seguía lozana, delicada y perfumada.
Le habría bastado -pensaba- con que Laide hubiera llegado a ser un poco suya, hubiese vivido un poco para él; la idea de poder entrar como personaje en la existencia de aquella chiquilla y llegar a ser algo importante para ella, aun cuando no fuese lo más importante: ésa era su obsesión. Se habría sentido más orgulloso que si una bellísima y poderosa reina, Marilyn Monroe, hubiera caído de hinojos y loca de amor por él. ¡Una chica de alterne, una de las innumerables jovencitas de vida alegre y a tanto por servicio, una putilla que cualquiera podía gozar!
No era una chaladura carnal, era un hechizo más profundo, como si un nuevo destino, en el que nunca hubiera pensado, lo hubiese llamado a él, Antonio, arrastrándolo progresivamente, con violencia irresistible, hacia un mañana ignoto y tenebroso. Y la situación, considerada desde cualquier punto de vista, no dejaba vislumbrar vía alguna de salida. Sólo podían esperarse rabias, humillaciones, celos y angustias sin fin.
También comprendía que convencerla para que se fuera a vivir con él, ponerle casa, establecer una unión, habría sido una locura. Él se habría cubierto de ridículo: ella, con aquellas costumbres y casi treinta años de edad de diferencia, al cabo de tan sólo una semana, habría empezado a tascar el freno.
Ni siquiera intentar redimirla tenía sentido. Para Laide prostituirse no era un castigo, una esclavitud, un juego deshonroso. Parecía más bien un juego excitante y remunerativo y que no entrañaba un esfuerzo particular. ¿Y las inevitables humillaciones, si, para no desagradar a la alcahueta, se veía obligada a soportar a hombres odiosos y repelentes? Cuando Dorigo había aludido a eso, ella se había apresurado a responder, con un arranque de orgullo:
«Pues yo puedo considerarme afortunada. A mí siempre me han tocado chicos guapos».
«Anda, anda, que alguna vez habrás tenido que ir con viejos acaso sin dientes».
«Te digo que no. Tengo que decir que he sido afortunada. Por lo demás, yo siempre procuro verlos antes. Si no me caen bien, puedes estar seguro de que no voy con ellos».
«¿Y alguna vez te has negado?»
«¡Uff! Nunca ha hecho falta».
Pero lo triste era precisamente esto: mientras que él la amaba de verdad y no se limitaba a desearla, era imposible que ella correspondiese a su amor. Desde luego, Laide lo consideraba ya un viejo. A Laide su personalidad artística, esa fascinación intelectual que a veces causaba sensación en las mujeres de su mundo, le resultaba del todo indiferente. Para que ella lo tuviera en consideración, un hermoso Maserati último modelo contaba mucho más que haber construido el Partenón.
Al mismo tiempo, aunque la posesión física de su cuerpo pasaba a segundo plano, el pensamiento de su cuerpo se volvía una obsesión por culpa de los celos. Así como un enfermo no resiste a la tentación de rozarse continuamente la parte enferma, con lo que renueva y aviva el dolor, así también la imaginación de Dorigo no cesaba de crear escenas hipotéticas, pero verosímiles, con el único resultado de multiplicar su angustia, y perfeccionaba sin piedad los detalles con las minucias más obscenas. La veía entrar en la garçonnière del nuevo cliente, ya mayor, a la que la había enviado la señora Ermelina, y, tras los habituales cumplidos y formalidades, sentarse en las rodillas de él tras haberse alzado las faldas, no tanto para no arrugárselas cuanto para hacerle sentir mejor la carnalidad y el calor de sus muslos y, sonriendo con aquella mueca suya maliciosa, de los labios, sin más preámbulos, mientras una gran mano se le había metido bajo el jersey y ya le palpaba un seno, aplicarle en la boca su boca con un arranque impúdico y entonces él, excitadísimo, llevársela casi en volandas y caer los dos desnudos en la cama, los abrazos, las contorsiones, los besos, el gusto por parte de ella, tal vez, de desencadenar en el hombre la tensión más exacerbada, lo que le parecía un motivo de orgullo para su cuerpo con la esperanza de un regalito extra, y ella ni siquiera sabía cómo se llamaba él ni a qué se dedicaba. Podía ocurrir perfectamente que en toda la vida no volviera a verlo más, pero, entretanto, lo excitaba y lo besaba, solícita, en los puntos más sensibles y se divertía con los estremecimientos espasmódicos del viejo, como una niña que pincha a un sapo por el gusto de verlo saltar. Todo lo que constituye perversión, ludibrio, obscenidad, humillación abyecta para una chiquilla se devanaba en la mente de Dorigo y entonces, aunque estuviera sentado a la mesa de trabajo, se quedaba inmóvil, ausente y horriblemente tenso, con la impresión de que aquella tortura le consumía años y más años de vida. ¿Habría tal vez una obscura complacencia en tan dolorosas fantasías? ¿No servirían por casualidad las perversas conjeturas para volver a Laide cada vez más provocativa, extraña, inalcanzable y, por eso mismo, más digna de deseo y amor?
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