Ella puso un disco. Estaban en casa de Corsini, el amigo de Dorigo, por los días de la Feria de Muestras. El sol bañaba la terraza, las persianas estaban bajadas casi hasta el suelo y, sin embargo, si se prestaba atención, llegaba el fragor de coches, vida, impaciencias, proyectos, avidez que fermentaba en derredor, motores, voces, pasos, dinero, estupidez, músicas, sudor, deseos animales. Hasta allí, en el octavo piso, llegaba, pero ellos dos no lo oían: ella, porque se olvidaba de todo y sólo prestaba atención a sus obscuros cálculos y caprichos; él, porque ya no existía en el mundo otra cosa que aquella chiquilla de cara honesta y petulante, de larga cabellera negra, de corazón… ¿qué? ¿Tenía corazón?
«¿Qué es?», preguntó él.
«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos"», respondió ella con la seguridad de quien cita Tristan o Rigoletto, archiconocido sustento de todo el mundo, y, con una como exaltación infantil, se puso a bailar sola.
Estaba segura de sí misma. El ritmo alterno la transportaba adelante y atrás, como una ola, pero al mismo tiempo era dueña y señora y dominaba el impulso. De improviso dejó de haber nada falso, callado, oculto, vil, mezquino: con los brazos caídos, como dos alitas replegadas, las caderas ondulantes con los saltitos, la cara encerrada en una sonrisa inmóvil que ya no era suya, sino de la propia música, ingenuo pensamiento de cosas bonitas, orgullo de sí misma, provocación, ofrecimiento. Con el movimiento que la llevaba adelante y de pronto retrocedía, echaba hacia atrás la cabeza en un gesto de abandono, como si delante de ella hubiera un altar, un dios, la vida.
Ella se detuvo a mirar la estantería de los discos. Estaban a punto de subir la escalera que conducía a la alcoba de arriba, pero ella, inquieta, se detuvo a examinar los discos.
«¿Qué haces?», dijo él. «Después pondremos un poco de música».
Ella no respondió. Tras sacar con sus manitas blancas y extremadamente delicadas un gran disco de la funda, había abierto la tapa del gramófono y lo había encendido; parecía muy experta, tanto, que a él se le ocurrió una sospecha horrible: ¿habría estado ya allí Laide? ¿Haría ya tiempo que su amigo la conocía y se la llevaba a la cama? Si no, ¿cómo habría podido manejar con tanta desenvoltura el tocadiscos, que tenía un complicado sistema automático?
«¿Cómo es que te lo conoces tan bien?»
«Una amiga mía, Flora, lo tiene idéntico. Lo he puesto en marcha centenares de veces».
En el momento justo, el pick-up bajó automáticamente con un movimiento taimado, como de reptil. Al primer contacto salió la música.
«¿Qué es?», pregunto él.
«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos". En el Due lo ponen constantemente, pero no resulta fácil encontrarlo en disco».
«¿Sabes bailar bien el chachachá?»
«No, estaba esperando a que me enseñaras tú».
Había orgullo resentido en su voz, como si la duda de él la hubiera ofendido. ¿Que si sabía bailar el chachachá? ¿Se le habría ocurrido preguntar a un Fangio si sabía conducir un automóvil?
Sola, en medio de la gran sala, se puso a bailar.
"No" -pensaba Antonio-, "es imposible que haya estado ya aquí con Corsini. Corsini tiene una amiga fija y no va con otras chicas y, además, cuando la traje aquí por primera vez, Laide habría puesto pegas para evitar líos. Lleva la vida que lleva, pero tiene un interés absoluto en que no la consideren una de ésas. Si por casualidad descubriera que alguien con quien ha hecho el amor es amigo mío, a saber lo que inventaría para que yo no me enterara. Sí, la historia de la amiga que tiene un tocadiscos semejante es bastante creíble".
«¿Qué es?»
«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos".
Se puso a bailar. Llevaba un vestido de color lila y tejido grueso, apretado en el busto, ceñido en la cintura con una correa y con falda corta hasta la rodilla y de vuelo. El chachachá no le subía por las piernas, sino por la pelvis y la columna vertebral, sometiendo el cuerpo a una como ondulación deseosa, forzada, de dar y no dar, ofrecer y lo contrario, como un trote sincopado por una vía que volvía constantemente sobre sí misma, como una obstinación voluptuosa, un juego entre una ola y otra, un rítmico acto de amor que arrastraba de acá para allá, frenético, medido, preciso, cansino, insaciable, como la fiebre espiritual de noche en las espesuras de África, cuando el alma se pierde en las imaginaciones y los recuerdos, como la lívida luz en una callejuela desde cuyas profundidades llama una voz, como los rojos labios ambiguos que por un instante con el reverbero de los faros se entornaron, mudos, con la promesa, como la juventud triste que riendo se lanza y se contorsiona en la obscuridad que la destrozará, aspiración ideal incluso, vibración profunda de la materia visceral, voz de las tierras que nunca conoceremos, imitación del triunfo que nunca se hará realidad, martillo dulcísimo y cruel que golpea, uno, dos, tres, con una breve pausa en medio, uno, dos, tres, golpea y se precipita por las cataratas del diecisiete de abril con el ritmo de un, dos, tres, los peñascos y el agua, al chocar, enloquece, se vuelve una culebra, epilepsia, arpa, perdición, pero ella por encima levitaba con tacones de aguja, fluctuaba, jugaba y sonreía con la evidencia avasalladora de una serpiente niña, que allí recuperaba el jugo irresistible y verdadero de la vida.
En el motivo de la música, probablemente simple y, sin embargo, cargado de siglos, había algo que decía con claridad adiós, con amor intenso por lo que fue y nunca volverá y al tiempo un confuso presentimiento de cosas que tal vez lleguen un día, porque la música verdadera estriba enteramente en eso: la añoranza del pasado y la esperanza del mañana, que es igualmente dolorosa, y, además, la desesperación del hoy, en la que se mezclan uno y otra. Y, aparte de eso, no existe otra poesía.
«¿Qué es?», había preguntado él.
«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos".
Él se sentó en el sofá y la miró, abatido y perdido, como el cazador que se aposta para disparar a una liebre y ve un dragón, como el soldadito confiado que de improviso se encuentra ante un ejército en formación contra él, con soldados de infantería, cañones y caballería acorazada, como quien se da cuenta de que ha desafiado a alguien cien veces más fuerte que él.
Tal vez ella, al bailar, creyera que jugaba, no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Lo hacía por un impulso juvenil, exceso de energías, gusto de despertar admiración. Sabía -eso sí- bailar el chachachá estupendamente, con un dominio absoluto, tanto, que de vez en cuando fingía, con coquetería, tropezar, pero no advirtió lo que, al bailar, le sucedía en el alma. Porque allí la muchacha de costumbres espantosas, habituada ya a alquilar su cuerpecito a tanto la hora, se redimía sin imaginarlo, impulsada por una fuerza misteriosa, elevándose desde las miasmas de las covachuelas hacia la luz.
¿O tal vez comprendía confusamente que, al bailar, se volvía otro ser? ¿Adivinaría tal vez, en lo más profundo de su interior, que se trataba de una forma muy hermosa de vengarse? ¿Encontraría tal vez una liberación perdiéndose así en el ritmo? Y allí, delante del hombre mucho mayor que ella que al cabo de poco la poseería a fuerza de dinero, y en el presente y en el futuro, igual que en el pasado, se vendería a otros hombres necesitados de un desahogo como él, sin sufrir exageradamente, pero sabiendo que otras chicas como ella vivían, se divertían y viajaban -flirts, recepciones, fiestas, coches y visones- sin necesidad de quitarse el sostén por dinero, sabiendo incluso que otras chicas como ella se levantaban a las seis de la mañana e iban a trabajar durante ocho o nueve horas por cuarenta y cinco mil liras al mes, lo que con frecuencia ganaba ella en un par de jornadas, razón por la cual sentía envidia y vergüenza, tenía una sensación de inutilidad y ruina progresiva. Y, sin embargo, en aquel momento, al bailar el chachachá, gozaba de la maravillosa sensación de ser libre, ligera y pura, de no pertenecer a nadie, salvo a sí misma, y ni siquiera a sí misma, sino a algo más hermoso: a la música, a la danza, a la poesía.
Читать дальше