– ¡Todo recto! Ahí, al fondo, dobla a la derecha.
Llego al otro extremo de la calle a toda velocidad y giro a la derecha como un rayo. Gibbo se sujeta para no caerse sobre mí. Yo inclino el cuerpo a medida que tomo la curva, después coloco de nuevo el volante en el centro y equilibro otra vez el coche.
– ¡Eh! ¿Te dejo que lo conduzcas, no que lo destroces! Hum, esto no va bien…
Gibbo me mira
– ¿El qué?
– Has aprendido a conducir muy bien.
– ¿Y qué?
– Te prefería antes. Eras más insegura. ¿Sabes que la seguridad representa el sesenta y cinco por ciento de las causas de un error?
Gibbo. Lo miro. Es muy divertido. No tiene remedio. Es así. Le encantará El libro de los test.
– Está bien, tienes razón -Le sonrío, y a partir de ese momento conduzco más tranquila.
Algo más tarde.
– Ya está, para aquí.
– Pero ¿dónde estamos?
– No te preocupes.
Saca de la mochila su pequeño ordenador. A continuación se apea del vehículo y me indica con un ademán que lo siga.
– ¡No me lo puedo creer!
Me paro estupefacta al oír todos esos ruidos.
– ¡Pero si es una perrera!
– Sí, ven.
Me coge de mano.
– ¡Buenos días, Alfredo-
Un señor de apariencia simpática con un poblado bigote blanco y una barriga muy pronunciada nos sale al encuentro.
– ¡Buenos días! ¿Quién es tu amiga?
– Se llama Carolina.
– Encantado. -Me tiende una mano rolliza donde la mía se pierde con facilidad.
– Hola.
– Bueno, sentíos como en casa; a fin de cuentas, tú ya conoces el camino, ¿no, Gustavo?
– Sí, sí, gracias.
Gustavo. Me resulta extraño que lo llamen por su nombre de pila. Para mí ha sido Gibbo a secas desde siempre. Alfredo desaparece al fondo de un callejón, en el interior de una extraña casucha. Muerta de la curiosidad, me cuelgo del brazo de Gibbo y lo acribillo a preguntas.
– Eh, ¿cómo es que lo conoces? ¿Cómo has encontrado este sitio? ¿Vienes a menudo? ¿Por qué? ¿Quieres adoptar un perro?
– ¡Eh, eh! ¡Calma! Veamos, lo conozco porque mi primo se llevó un perro de aquí, sólo he venido una vez con él hasta la fecha. Y ahora me gustaría regalarle un perro a otra prima mía que lo desea con todas sus fuerzas y que nos está volviendo locos. Mira. -Saca un sobre del bolsillo-. Aquí llevo el dinero que me han dado mis padres para hacer una donación a la perrera. Son geniales, ¿no te parece?
– Sí.
Bajo la mirada un poco decepcionada.
– ¿Qué pasa, Caro? ¿Qué te sucede?
– Bah, no sé. Siempre he querido tener un perro… y ahora, venir aquí y ver todos éstos, tan bonitos… y además prisioneros…, y sólo poder elegir uno… y, por si fuera poco…, ¡para tu prima!
– Bueno, si te sirve de consuelo, mi prima es muy simpática y agradable. ¡No obstante, la primera persona con la que quise salir cuando me regalaron el coche fuiste tú! Además…
– ¿Además, qué?
– ¡A ella no la he besado!
– Imbécil. -Le doy un golpe en el hombro.
– ¡Ay! Mira que abro las jaulas y azuzo a todos esos perros para que se te echen encima, ¿eh?
– Sí, y te morderán a ti. A mí me dejarán en paz, entenderán en seguida que te importan un comino, ¡que eres un miserable oportunista!
– Vamos, échame una mano y sujeta esto.
Me pasa un cable. Acto seguido, coge el móvil y lo conecta al ordenador.
– ¿Qué haces?
– Así podemos fotografiar a los que nos parezcan más monos y después lo pensaré con calma.
– ¡De manera que sólo querías que viniera porque no podías hacerlo solo!
– De eso nada, es que tú entiendes de perros… Así me dices cuál te gusta más y te parece más sano.
– Todos son muy bonitos y están sanos.
– Precisamente. Bueno, sea como sea, debemos elegir uno- ¿Me echas una mano?
– Vale… -Resoplo-. ¡Machísta!
– ¡¿A qué viene eso ahora?! -Gibbo se echa a reír de nuevo y me saca la primera fotografía justo a mí, que aparezco directamente en su ordenador.
– ¡Eh, que yo no soy un perro!
– Era sólo para probar. Venga, vamos.
Nos aproximamos a las jaulas. Pero qué monos son, tienen unos hocicos muy graciosos, y son tan tiernos… Ladean la cabeza y nos observan, algunos ni siquiera ladran. En mi opinión, han entendido que su vida futura depende en parte de nuestra decisión. Yo me los llevaría todos.
– ¿Y éste? -Señalo uno-. ¿Y ése? ¿Y ese otro?
– ¡Eres una indecisa!
– ¡En lo tocante a perros, sí! -Me encojo de hombros y Gibbo sacude la cabeza mientras me sigue.
La verdad es que me gustan todos. Se han familiarizado ya un poco con nosotros. Me salen al encuentro corriendo, me ladran y apenas tiendo la mano empiezan a mover la cola. Quieren que los acaricie.
– Necesitan amor.
– Como el setenta por ciento de las personas.
– ¡Gibbo!
Seguimos sacando fotografías. Les ponemos nombres incluso. ¡Y Gibbo escribe hasta el tipo de raza y las particularidades de cada uno! No sé cómo lo ha hecho, pero podemos acceder a internet con el móvil y el ordenador para ver qué clase de pobre bastardo -en el sentido de perro abandonado, quiero decir- tenemos delante. Al final tomo una decisión. ¿El perro que recibirá la afortunada de su prima se llamará Joey'. ¡Lo he bautizado yo!
– Eh, ¿cómo se llama tu prima?
– Gioia.
– ¡Perfecto! ¿Te das cuenta de cómo ocurren a veces las cosas?
Tampoco lo que sucede al volver a casa ocurre por casualidad
– Adiós.
– Gracias por echarme una mano, Caro. Yo no habría sabido cuál elegir…
– Oh, no tiene importancia, me he divertido un montón. Oye, ¿puedes mandarme por e-mail las fotografías del otro?
– ¿De cuál?
– Del cocker.
– ¿Por qué? ¿Te gustaba más que ése?
– No, ¡mi preferido es Joey ! Pero si un día pudiese quedarme con Lilly…, bueno, me encantaría. ¡Así, al menos tengo una fotografía! ¡Te pediría la de Joey , pero luego me pondría triste al pensar que lo tiene tu prima!
Gibbo se ríe.
– Vale, venga, nos vemos mañana en el colegio.
Antes de que me dé tiempo a entrar en el portal, una mano sale de detrás de un arbusto y me agarra al vuelo.
– ¡¿Dónde has estado?!
– ¡Caramba, vaya susto! Lele…, ¿qué haces aquí?
– Te llamé, pero tenías el móvil apagado.
– Sí, está sin batería.
– Enséñamelo.
– Pero Lele… -Es extraño. Absurdo. Parece otra persona. Me da miedo-. ¿De verdad quieres verlo? Te estoy diciendo la verdad. ¿Qué razón podría tener para mentirte?
Y en ese preciso momento pienso… Yo… yo no debería justificarme. Además, ¿de qué? ¿Y con él? ¿Por qué? Sea como sea, meto la mano en el bolsillo y saco mi Nokia. Poco me falta para dárselo. De repente su expresión cambia. Se relaja. Se tranquiliza.
– No, perdona. Tienes razón. Es que por un momento… -Y no añade nada más, se queda callado-. Tenía miedo de que te hubiese ocurrido algo.
No es cierto. El motivo de su preocupación es otro. Temía por él, temía que yo hubiese salido con otra persona.
– ¿Vamos a cenar juntos esta noche?
Le sonrío.
– No puedo.
– Venga, me gustaría hacer las paces contigo.
– Pero si ni siquiera hemos reñido. Es demasiado tarde para avisar a mis padres, no me dejarán.
– Invéntate algo.
En realidad podría decir que voy a casa de Alis. A veces cenamos allí, como la otra noche, cuando decidimos preparar una de esas pizzas precocinadas. La cocinera no estaba y la madre de Alis había salido para acudir a una fiesta. De manera que en la casa sólo estaban los perros y, como no podía ser de otro modo, la pareja de criados filipinos, que por lo general no suelen darnos la lata. ¡Clod organizó un lío! Quería aderezar las pizzas, que eran unas simples Margaritas congeladas, con jamón de York, alcaparras y anchoas. Después encontró también en la nevera calabacines y beicon. En resumen, ¡que le echó de todo y acabó siendo una pizza demasiado pesada! ¡Pero cómo nos reímos! ¡De haber tenido a mano castañas, seguro que Clod le habría añadido también algunas! Mis padres me dejan escaparme a casa de Alis si se lo advierto, al menos., con dos días de antelación, y siempre y cuando Clod pase a recogerme y me lleve de vuelta a casa a las once. Ahora sería difícil inventarse algo y, sinceramente, no sé… Tal vez sea por lo que acaba de suceder, el caso es que no tengo muchas ganas.
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