– ¿Qué haces? ¿Lo abres o no?
– Sí, venga, nos morimos de curiosidad.
Ahora se suma incluso mi madre. Las miro y esbozo una sonrisa.
– Pero si lo abro ahora, se acaba la sorpresa.
Veo que se quedan perplejas. Bueno, yo lo veo así. En tanto que un regalo sigue envuelto o no se abre un sobre puede suceder de todo, ¡La verdadera felicidad la constituyen todas las posibilidades que se barajan antes! ¡Ahí dentro está Massi, su declaración, las gafas que tanto me gustan o el iPod Touch envuelto de manera que no pueda imaginar lo que es o cualquier otro sueño!
– Vale. -Sea como sea, decido no ser antipática-. Esto es lo que haremos: primero desenvuelvo el regalo y después leo la tarjeta, ¿os parece bien?
Por otro lado, no pueden sino estar de acuerdo, porque se trata de algo exclusivamente mío. Como de costumbre, Ale consigue ser insoportable,
– ¡Oh, basta ya, ábrelo de una vez, que tengo que salir!
«Pues vete ya -me gustaría decirle-. ¿Quién te lo impide?» Menudo coñazo… Pero no se lo digo, sobre todo por mi madre. Empiezo a abrir el paquete. Lo hago de prisa y al final lo cojo en la mano. Las dos alargan el cuello para ver mejor.
– ¿Qué es?
– Una gorra con mi nombre.
La miro perpleja. Es mona, rosa pálido, y blanda, con el velero detrás y «Caro» escrito en relieve delante.
– Pero ¿quién te la ha mandado?
– Ni idea.
En serio. No se me ocurre nada. No me viene a la mente ni un solo nombre. No me queda más remedio que abrir la tarjeta. «¡Hola! Me gustaría darte algunas clases de tenis, donde quieras, cuando quieras y con o sin esta gorra en la cabeza. Un maestro a la completa disposición de una alumna prometedora.» Y a continuación viene la firma: «Lele. P. D. Si por casualidad has fumado el narguile con cualquier otro, mí propuesta queda anulada… ¡Bromeo! P. P. D. ¿De verdad lo has fumado con otro?»
Me echo a reír. ¡Qué mona la despedida con la doble posdata!
– ¿Y bien? ¿Se puede saber quién es?
Ale está en ascuas. También mí madre arde en deseos de enterarse, pero se contiene y no dice nada.
– Un amigo, que quiere enseñarme a jugar al tenis.
Ale se marcha encogiéndose de hombros.
– Pues vaya, tanto jaleo para nada.
Mi madre se muestra más amable, al menos simula curiosidad.
– ¿Qué piensas hacer?
– Quiero empezar en seguida. ¡Así, en cuanto tenga un buen nivel, podré acribillar a pelotazos a Ale?
He llamado a Lele y le he dado las gracias por todo, tanto por la gorra como por las clases de tenis.
– Oh, pero debes tener paciencia, Lele… Mira que no soy en absoluto buena, ¿eh?
– Una paciencia inagotable. Después de haberte visto fumar con el narguile y toser de esa forma, no podemos sino tener éxito en todo lo demás.
Si bien no he entendido del todo lo que quería decir, me he reído por educación.
– Pues sí.
– Entonces, paso a recogerte el lunes que viene; jugaremos a las tres, es la mejor hora.
– Bien, perfecto.
Y nos despedimos así. Sólo hay un pequeño inconveniente: no tengo raqueta. Si he de ser sincera, los inconvenientes son más: no tengo pelotas y, por encima de todo, no tengo ropa para jugar al tenis, no tengo zapatillas, camiseta, muñequeras, calcetines, en fin, que no tengo nada de nada y, sobre todo…, ¡no tengo ni un euro! Pero tengo una madre… Una madre muy dulce que lo ha entendido todo sin que yo le dijese nada y que me ha dado una sorpresa preciosa. Me ha dejado un sobre con cien euros dentro y una nota a decir poco tierna: «Para tu lección de tenis. Para que todo vaya siempre como deseas. Basta con que no acribilles a Ale a pelotazos. Tu madre, que te quiere mucho.»
Me he tronchado con la frase «basta con que no acribilles a Ale a pelotazos». Pero después me he emocionado. Os lo juro, me han aparecido dos enormes lagrimones debajo de los ojos, y todavía no sé cómo han podido deslizarse hasta ahí. De manera que, al final, toda esa historia me ha entristecido un montón. En lugar de hacerme feliz, me ha hecho pensar en mi padre, que la trata siempre mal, que no sabe comprender hasta qué punto es dulce y afable, cuántas cosas hace y cuántas le gustaría hacer si pudiese… y, además, ahora se da también la circunstancia de que Rusty se ha marchado. Estoy segura de que ella, si bien no dice nada, sufre por eso. Las personas no siempre manifiestan lo que sienten. Mi madre aún menos. Tal vez porque le gustaría vernos siempre felices. En mi opinión, es ya un milagro que una de cada tres personas lo sea…- Y. además, la felicidad… Parece una palabra fácil y, en realidad, tengo la impresión de que es más bien difícil, quiero decir que todos hablan ella pero ninguno sabe verdaderamente qué es y, sobre todo, dónde puede encontrarse. He mirado un poco en internet y he entendido que, desde la Antigüedad, los griegos, los romanos, los filósofos, los eruditos, incluso los contemporáneos, han tratado de explicarla y de explicársela. Otros, muchos más, se han limitado a intentar alcanzarla. Ahora, en ciertos momentos, soy bastante feliz, y después de haber leído todo lo que han dicho, hecho y escrito sobre la felicidad, creo que en buena parte depende de nosotros mismos. Lo único que me parece absurdo es que mi madre diga a veces que no estudio.
Después de salir del colegio, subo al vuelo al microcoche de Clod.
– ¡Eres la única que puede ayudarme!
– ¿De qué se trata? ¿De otra misión imposible?
– Más o menos. He dicho en casa que volvería tarde. Vamos, manda un mensaje a tus padres…
– Está bien.
Se pone a escribir a toda velocidad en su LG rosa. Clod es genial. Es la amiga perfecta. No pregunta. Ejecuta. Se siente feliz de estar conmigo. ¡Aunque he de reconocer que también Alis es un poco así! Pero, para esta misión es mejor Clod. Alis querría hacerlo todo por su cuenta. Querría resolver ella sola mi problema y me haría sentir demasiado incómoda. Ahora ya ha pasado la historia del móvil y mamá se la ha creído. Esta vez resultaría imposible.
Clod cierra el teléfono.
– ¡Vale, hecho! -A continuación me sonríe-. ¿Y bien? ¿Adónde vamos?
– Dímelo tú. Tengo cien euros y debo vestirme de la cabeza a los pies para jugar al tenis.
– Perdona, pero cien euros… ¡como mínimo son dos Mac!
– Venga, Clod, hoy no…
Se inclina hacia mí y abre la puerta.
– Bueno, pues sal, así no puedo ayudarte.
– ¿Se puede saber por qué?
– Porque, si no como, no funciono.
– Está bien. -Cierro la puerta-. Ya no sabes qué inventarte, ¿eh? Venga, vamos.
Y, como no podía ser de otro modo, vamos a Mac.
– Es más fuerte que tú, ¿verdad?
– Es que hay un menú en oferta. Dos Mac, patatas fritas y Coca-Cola por sólo diez céntimos más que dos Mac a secas. No hay punto de comparación. Si quieres te doy un poco de Coca-Cola.
– Pues sí que… ¡Qué generosidad!
En cualquier caso, con ella el tema de la comida es una batalla perdida. Y como yo no quiero perder la mía, es decir, el partido, dado que se trata de tenis, la contento. Y le mango también alguna patata que otra.
– ¿Sabes? -me dice Clod poco después de haber empezado a comer-. El otro día le mandé un mensaje a Aldo.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le escribiste?
– Nada, una cosa un poco así.
– ¿Así, cómo?
Veo que no tiene muchas ganas de hablar.
– Vamos a ver, empiezas a contármelo y al final no me cuentas nada.
– Vale. -Me sonríe-. Le escribí que me gustan sus imitaciones.
– ¡No! ¡No es verdad!
Me como otras dos patatas a toda velocidad. Me ha entrado hambre. ¿Cómo era? Ah, sí, una de las frases de la abuela Luci: «El que anda con lobos a aullar aprende.» O también: «Quien va con un cojo aprende a cojear.» Sólo que yo la cambiaría por «Quien va con Clod aprende a comer».
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