– ¿Estás de guasa? No quería acabar como Juno… Además…, yo seguro que me quedaría con el bebé. Por un lado, me encantaría pero, por el otro, eso supone un sinfín de complicaciones siendo tan joven…
– Sí, por supuesto… -le digo, si bien, con todo el dinero que tiene, me cuesta imaginar cuáles podrían ser esas complicaciones a las que alude.
La miro. No alcanzo a comprender si nos ha contado una mentira o no. Alis es capaz de todo, en serio, es imprevisible. Algunas veces no la entiendo en absoluto. La quiero mucho, es mi amiga, pero hay algo en ella que se me escapa.
– Él no llevaba condones…
– ¿Y qué?
– ¡Pues que por suerte yo tenía uno:
– ¿En serio?
– Sí.
Se dirige hacia un cajón y saca una cajita abierta. Control. De manera que es cierto.
– Los compré porque sabía que tarde o temprano iba a ocurrir… ¡Y que él no llevaría! Así que, para no arriesgarme a no poder hacerlo…, ¡preferí comprarlos yo! Ten…
Le da uno a Clod.
– Y ten… -También a mí. A continuación, nos sonríe-. Es estupendo, chicas… Para el día en que queráis… ¡Para cuando estéis listas!
Clod se lo devuelve.
– Yo ni me lo planteo antes de los dieciséis… Guárdalo tú, de lo contrario caducará.
– ¿Por qué no quieres antes de los dieciséis?
– No lo sé…, he decidido que sea así…
En realidad Clod siempre tiene miedo de las novedades. Alis me mira con descaro.
– ¿Y tú?
– Y yo…, pues te digo que gracias. -Me lo meto en el bolsillo-. No he establecido un día concreto…, sucederá cuando tenga que suceder. Sólo quiero estar segura de una cosa…
Alis me mira con curiosidad.
– ¿Segura de qué?
– Del amor, de su amor… Sobre el mío no tengo duda alguna.
Clod esboza una sonrisa.
– ¿De verdad? Me parece maravilloso lo que sientes.
– Sí. -Me ruborizo un poco. Se diría que me asusta tanta felicidad-. Disculpad, pero ahora tengo que marcharme.
– ¿Adónde? ¿A casa de Massi?
– Sí.
– Te he dado una idea, ¿eh?
– Eso es…
Sonrío y salgo de casa de Alis. Quito la cadena de la moto, me pongo el casco y arranco. Me paro junto a un contenedor. Meto una mano en el bolsillo, saco el preservativo que me ha regalado Alis y lo arrojo dentro. Vuelvo a poner la moto en marcha. No por nada. Simplemente creo que trae mala suerte llevar un condón en el bolsillo hasta que lo haces. Además, a saber cuándo ocurrirá. Pero, sobre todo, imaginaos si me olvido de esconderlo en algún sitio y mis padres me lo pillan. Me muero, vamos. Es demasiado arriesgado. De modo que, ya más aliviada, avanzo entre el tráfico. Me detengo en un semáforo y me pongo los auriculares del iPod. Lo enciendo. Al azar. Quiero ver que canción suena en primer lugar… Música. Oigo el inicio. ¡Nooo! ¡No me lo puedo creer! Vasco. «Quiero una vida temeraria…, quiero una vida llena de problemas…» Me echo a reír. Claro que, después de haber tirado un preservativo a la basura por miedo a mis padres, no puedo hacer otra cosa que reírme, ¿no? La vida es así. Unas veces parece que te tome el pelo y otras hace que te sientas importante, parece que lo haga adrede. Ni siquiera sé por qué les he mentido a Alis y a Clod. No es cierto que vaya a casa de Massi, en realidad voy a ver a la abuela, le prometí que pasaría a saludarla y no quiero faltar a mi palabra precisamente con ella. Es más, se me ha ocurrido una idea estupenda.
– ¡Hola!
– ¡Carolina! ¡Qué magnífica sorpresa! Disculpe, ¿eh?
Sandro se aleja de un anciano con el que estaba hablando y se aproxima para saludarme. Me da la mano. Siempre me da la risa cuando hace eso. Algunos días después de haber encontrado a Massi me pareció justo ir a ver a Sandro para contárselo todo. Al fin y al cabo, nos conocimos allí y, después, de una manera u otra, Sandro me ayudó a buscarlo. Desde entonces, cada vez que me ve se interesa siempre por nuestra relación.
– ¿Qué haces aquí? -Acto seguido, me mira a los ojos- Todo bien, ¿verdad?
– ¡Por supuesto! De maravilla… ¿Y tú? ¿Cómo va con esa tal Chiara, que se muestra siempre tan celosa de nuestra amistad?
– Hum, regular. -Sandro se encoge de hombros- Le pregunté si quería salir a tomar algo conmigo después del trabajo y me contestó que sí.
– Bien.
– Sí, pero luego añadió que no podía quedarse mucho rato porque su novio es muy celoso.
– Eso ya no está tan bien…
– Pero lo dijo riéndose. Daba la impresión de que quería darme a entender que está un poco harta de su relación con él.
– ¡Genial!
– Sí, pero no hay que apresurarse.
Me sonríe.
– Disculpe, ¿es éste? ¿Es éste el que habla de…?
El anciano tiene un libro en la mano. Leo desde lejos: La pequeña vendedora de prosa, de Daniel Pennac.
– No, no creo que le guste.
El señor se encoge de hombros, lo coloca de nuevo en el estante y sigue buscando. Sandro se vuelve hacia mí y alza la mirada al cielo.
– Ven, alejémonos un poco… Ese tipo es muy pesado. Coge los libros al azar, me obliga a que le cuente el argumento con todo detalle- ¡y luego casi nunca compra ninguno! ¡Bueno! -Sonríe otra vez-. ¿Qué te trae por aquí?
– Quiero regalarle un libro a mi abuela…
– Ah, sí, tu abuela Luci.
Se queda callado.
– Ya te he contado lo que sucedió.
– Sí, claro. Lo recuerdo.
– Cuando puedo me gusta ir a verla, puesto que mi madre, su única hija, trabaja todo el día…
Me mira y me sonríe con ternura, como si eso fuese algo especial. A mí, en cambio, me parece de lo más natural.
– Déjame pensar… Sí, aquí está… -Coge un libro-. Éste podría gustarle: La soledad de los números primos. Es la historia de dos personas que se quieren, pero que al final se quedan solas…
– ¡Qué triste, Sandro!…
– Sí, un poco, pero al mismo tiempo es precioso.
– Entiendo, sólo que la abuela ahora necesita sonreír.
– Tienes razón… En ese caso, te recomiendo éste, La elegancia del erizo. Es más ligero y divertido, pero igualmente bonito.
– Mmm… -Lo cojo-. ¿De qué trata?
– Es la historia de una portera muy inteligente y culta que simula ser una ignorante por miedo a despertar la antipatía de los inquilinos del edificio… Y entabla amistad con una niña…
– Mmm, éste ya me parece mejor, pese a que en su bloque no hay portero…
De repente nos interrumpe una voz:
– ¡Oh, yo creo que podría gustarle! La chica ha pensado en suicidarse justo el día de su cumpleaños, la amistad con la portera la alivia de su soledad y… -El anciano, cómicamente vestido con un traje príncipe de Gales de cuadros grises, con chaleco y pajarita, se percata de cómo lo estamos mirando tanto Sandro como yo. De repente balbucea-: Bueno…, quizá sea mejor que no cuente demasiado… En cualquier caso, a mí me gustó mucho.
Y se vuelve poco menos que molesto por nuestro silencio.
Sandro lo contempla mientras se aleja.
– Quería pegar la hebra.
– Sí, y contarme el final.
– ¡Y ni siquiera lo ha leído! Recuerdo que todo eso se lo conté yo… Está muy solo, ¿sabes? Viene aquí para charlar y a final de mes se lleva un libro, el más barato quizá, ¡puede que para demostrarme que no he gastado saliva en balde!
Lo miro. Está en un rincón apartado hurgando entre los libros. Abre alguno, lo hojea, lee algo, pero lo hace distraídamente, para disimular, porque en realidad nos observa por el rabillo del ojo, sabe que estamos hablando de él. Luego se vuelve por completo. Sonríe. En el fondo debe de ser simpático. Él y la abuela Lucí. Quién sabe, tal vez algún día podrían encontrarse y tomar un té, conversar y hacerse compañía el uno al otro. La abuela sabe infinidad de historias, podría contarle una al día hasta el final de su vida. No. Es probable que a la abuela no le apetezca hablar con ningún otro hombre. Ya habla a diario con el abuelo Tom, sólo que nosotros no podemos oírlos.
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