Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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A la salida, el recepcionista nos dirige una mirada de contrariedad. Se la hemos jugado. Nos detenemos un momento delante de la vitrina que hay a la derecha de la recepción, un expositor con libros y objetos relacionados con la historia del hotel. En la portada azul de una novela de pulp fiction, se ven unas putas de lujo, de piel blanquísima, con el pelo teñido de rubio platino. Esmeralda lee el título en voz alta: Chelsea Girls . ¿De qué va? me pregunta. De asesinatos, le digo, ¿te gusta leer?

¿A mí?

En la calle, empezando a amanecer. El chulo, apostado en la vidriera de El Quijote. Detrás de él se ve la armadura del hidalgo. Tiene la visera alzada, con una mano sujeta una lanza y con la otra el menú del día. Me despido de Esmeralda, preguntándome si acaso me acaba de regalar mi muerte, una muerte que antes alguien le ha regalado a ella. O quizá la muerte me perdone, nos perdone a los dos, como perdona siempre a Marc. Tengo ganas de vomitar. Escucha, Ackerman, espera, esto es real, material de primera, habrá que convertirlo en basura literaria. Armar un buen cuento, burdo, crudo, controlando los recursos, la estofa de la escritura, sueños de vertedero. ¿No te parece? La luna se posa encima de una nube, como un alfanje de ceniza. El recepcionista sale a mirar. Cuatro figuras al filo de la madrugada. Marc: tus poetas, por favor. ¿O mejor los míos? ¿Un ángel de Rilke o de Bukowski? No, no: esto es verdad, no es literatura. Por eso quiero que esté aquí, que sea parte de Brooklyn. Entre otras cosas porque no sé por qué ha pasado. Pienso en el sexo de Esmeralda envolviendo el mío, dándole sentido. Y en la muerte, bien enfundada. Recuerdo sus ojos verdes, Esmeralda, mulata de Spanish Harlem, adolescente, adicta al crack o a la heroína. Una muchacha pobre que tiene que soportar a hijos de puta como yo, uno tras otro, noche tras noche. Hijos de puta. El lenguaje me delata. Tengo la boca seca. Se me ocurre pensar que aunque habitemos universos diferentes, quizá nos hayamos entendido, aunque sólo fuera durante unos segundos, cuando me perdí en el cosmos, dentro de ella. ¡Esmeralda! digo de repente. Se vuelven los dos a la vez, su guardián y ella, el chulo y la puta. Doy unos pasos hacia ellos. El tipo se lleva la mano al bolsillo, pero ella lo detiene. Busco su mirada, me doy cuenta de que nunca he existido para ella, y me callo. Nos vemos, dice, y se da la vuelta. Echan a andar juntos en dirección a la Octava Avenida. Al llegar a la esquina tuercen hacia la derecha, en dirección norte.

BRYANT PARK

(Mayo de 1991)

Han transcurrido casi cinco años. Entonces no podía saberlo, pero nunca más volvería a ver a Nadia. La fecha se me ha quedado grabada a fuego en la memoria: 1 de junio de 1986. Pasó la noche conmigo en el Oakland, pero estaba rara. Nos despertó la luz, y nos fuimos temprano de Brooklyn aunque faltaba mucho tiempo para que saliera su autobús. Se iba a Boston, a despedirse de su hermano Sasha, antes de coger el vuelo Washington-París. No sabía cuándo iba a volver, podía pasar tiempo. Le habían dado una beca para estudiar en el Conservatorio Nacional de Francia, con Bédier. En la salida del Flatiron me propuso que bajáramos, para ir dando un paseo por la Quinta Avenida, de la 23 a la 42. Le costaba trabajo despegarse de mí, quizá porque tenía la certeza, que a mí me faltaba, de que no nos volveríamos a ver nunca. En Bryant Park le dije que no iría con ella hasta la terminal. Me cogió la mano y asintió. Una anciana de aire eslavo nos observaba desde su minúsculo puestecito.

¿Qué tal un té?, me preguntó, y sin esperar respuesta se acercó al puesto. La mujer no entendía una palabra de inglés. Nadia probó con el ruso. Tampoco. Por señas, le pidió dos tés. Valiéndose del mismo procedimiento, la vendedora nos indicó que nos sentáramos en una de las mesas del parque. Al cabo de unos minutos se acercó con unas tacitas de loza. El té desprendía un aroma reconfortante, perfumado. Cuando terminó de beber, Nadia estudió el interior de su taza. Imitándola, incliné la mía. La pared de loza estaba teñida de una sombra parda; unos restos vegetales se mecían sumergidos en el líquido del fondo. Parecían algas. La anciana se acercó.

¿Sabrá leer el futuro en los posos del té? me preguntó Nadia.

Si sabe, nos da igual, no hablamos el mismo idioma.

La mujer retiró las tazas, sonrió como si nos hubiera entendido y se alejó. En el aire, por encima de las copas de los árboles, percibimos un ligero estremecimiento, el revoloteo de unas manchas de color blanco. Alzamos la vista. La plaza quedaba entre rascacielos, intermitentemente sepultada por una tapadera de nubes que cambiaban de forma velozmente. Las sombras de los árboles temblaban en las losas de cemento y en la pared de mármol de la biblioteca. Las manchas blancas resultaron ser unos trozos de papel que alguien había arrojado al vacío desde uno de los edificios que daban a la calle 42. Los papeles iban cayendo lentamente. Unos se posaron sobre el césped, otros en las mesas de los alrededores, o en la acera de la calle, al otro lado de la balaustrada del parque. Una tira de papel, larga y rizada, fue a parar al regazo de Nadia. La cogió con cuidado, la alisó y leyó para sí.

Parece una carta de amor, dijo, pasándome el trozo de papel.

En el aire seguían flotando manchas blancas. Cuando acabaron de caer, Nadia se levantó y fue recogiendo los papeles, uno a uno. Juntándolos encima de la mesa, logró recomponer dos cuartillas incompletas y arrugadas, pedazos sueltos de un rompecabezas. Silabeando en voz baja, reconstruyó unas cuantas frases. Es una carta de amor, confirmó, mirándome, y leyó en voz alta los fragmentos que había reconstruido.

Extrajo del bolso un sobre alargado, de esos que tienen un recuadro transparente por donde se puede ver la dirección y guardó los papeles con cuidado.

Déjame un momento el cuaderno, me pidió cuando hubo terminado, y enterró el sobre entre sus páginas. Cerró la libreta de molesquín y miró al cielo, como si pudiera caer todavía algún papel. Tienes que hacer algo con esto, Gal.

¿Algo como qué?

Tienes que descubrir el resto, recomponer la historia de amor de la que esa carta forma parte y escribirla. ¿Por qué no la incluyes en el Cuaderno de Brooklyn ?

Catorce . REGRESO A FENNERS POINT

I once started out

to walk around the world

but ended up in Brooklyn.

Lawrence

Ferlinghetti,

A Coney Island of the Mind

(Brooklyn Heights, 17 de abril de 2008)

Cada vez pienso más en la muerte, Ness, ya sé que es un coñazo hablar de eso, pero es que no es fácil evitarlo cuando ves que los amigos van cayendo como moscas, dejándote más solo que la una. Claro que en mi caso eso es normal. ¿Sabes qué edad tengo? Exactamente, ochenta y seis años, nací en el 22, no sé cómo te puedes acordar. Los negocios bien, los legales y los otros, a ti no me importa hablarte así, eres de la familia. Ahí tienes a Raulito, que tanto me preocupaba, ganando una pasta gansa. Todo el mundo acude a él porque saben que es honrado a carta cabal. Mis hijas están bien las dos. Camila dejó a su marido y ahora está con un empleado de banca. Viven en Tulsa. Wally era un gilipollas con todas las letras, en eso le doy la razón a ella. La otra, Teresita, está soltera, ésa sí que es inteligente. Da clases de ciencias naturales en un colegio privado de Baltimore. Tú no has llegado a conocer a ninguna de mis hijas, ¿verdad? A Vincent sí, ya la lo sé. De él te iba a hablar precisamente. Como no voy a durar mucho me preocupaba lo que pudiera pasar con el bar. Llegó un momento en que creí que no iba a tener más remedio que traspasarlo, o peor aún, venderlo. Hubiera sido la muerte del Oakland, pero al final ha habido suerte. Se lo va a quedar Vincent, ¿qué te parece? También se divorció y ha decidido venirse para Brooklyn. No hay mal que por bien no venga. Ha liquidado el negocio que tenía en Rochester. Borrón y cuenta nueva. Él va a ser quien lleve el Oakland cuando falte yo, porque el Oakland tiene que seguir, como la vida. Mi mujer, Carolyn, está como una rosa. Es catorce años más joven que yo, o sea que tiene cuerda para rato. Lo malo es que me quedé sin Víctor, mi edecán. Se volvió para Puerto Rico, a Ponce. ¿Ah, no lo sabías? Pensé que te lo había dicho. Pues sí, allí está, ha vuelto a sus orígenes, normal. Por cierto, que se casó y tiene un par de criaturas. ¿Y a que no sabes lo que ha hecho? Ha abierto un bar. ¿Y sabes qué nombre le ha puesto? Sí, hijo, sí, exactamente. Oakland. Así que nada, mi bar también ha tenido descendencia. Los vamos a tener que numerar, como hacían antes los reyes y ahora los magnates, Carlos V, Henry Ford III, Oakland II. No sabes lo que echo de menos a Víctor. Fue un descubrimiento de Gal, ya sé que lo sabes de sobra, perdona que me repita, los viejos somos un coñazo. En fin, ahora tengo otro ayudante, Danny, pero no hay color, no lo digo porque sea blanco, perdona el chiste. Lo digo porque es un inútil, para qué andarnos con rodeos, aunque le he cogido cariño y lo acepto como es. Así es la vida, uno se va haciendo tolerante, y si no da igual. Como dice el refrán, a la fuerza ahorcan. El Oakland, bueno, un pelín desangelado. Me quedan los de siempre, un hatajo de colgados, pero si los acogí de jóvenes, no los voy a echar ahora que están para el arrastre. Nunca han tenido dónde ir, el Oakland ha sido la única casa que han tenido. Fíjate en Niels, sin ir más lejos. La palmará de codos en la barra. Ése nos entierra a todos, ¿te apuestas algo? Oye una cosa, Ness. ¿Cuándo fue la última vez que te pasaste por aquí? ¡Hostia! Pues entonces te tengo que contar más cosas antes de ir al grano. Vamos a ver, ¿quién queda de tu quinta? Manolito el Cubano se murió de sida en Beth Israel. Fue una muerte horrible. Quería que viniera a verle su madre. Un día Alida y yo lo fuimos a visitar al hospital y se nos pusieron los pelos de punta. Soltaba unos berridos espeluznantes, venga llamarla. Mamá, mamá. La palabra nos taladraba los oídos. Yo me ofrecí a pagarle el pasaje. Averigüé que vivía en Tampa, Florida, de hecho aún sigue allí. Localicé a una hermana suya. Me dijo que la madre no podía venir. Tenía alzheimer. No dijo ni pío de venir ella. Al principio no me metí, no era asunto mío, pero llegó un momento en que se lo pregunté directamente, y me dijo, pues me dijo que no, que había habido cosas entre ellos, cosas feas, que mejor era no menear, así que no insistí. Manolito decía que quería que lo enterraran en Cuba, cuando se muriera Fidel, ya ves. En fin, que le dimos sepultura en el cementerio de Woodside, sí, ese enorme que se ve desde la autopista, ese mismo. ¿Ernie? Se jubiló por fin. Bueno, digo que se jubiló por decir algo. Trabajar, trabaja lo mismo que antes, o sea nada. En su puta vida ha dado un palo al agua. Miento, puede que ahora trabaje más, porque le da por servir copas sin que se lo pida nadie, y antes no había manera de que te hiciera caso. Le pedías algo y te miraba como si te hubieras cagado en su madre. Digamos que se ha pasado de un lado al otro de la barra, en eso consiste fundamentalmente el cambio. Ahora es uno más de la chusma de borrachos. La que sigue igual que siempre es Alida, no sé qué cono hace, pero el caso es que no envejece. Cada vez está más joven, con más marcha y energía, me recuerda a Celia Cruz. La verdad es que no sé nada de nadie que no tenga que ver con el bar. Hay tres o cuatro viejos amigos a los que aún sigo llamando. Eso sí, cada vez menos. Tu caso es distinto, porque eres tú el que llama. ¿A Louise? La verdad es que no la veo nunca. Tampoco es que nos viéramos mucho antes. Era amiga de Gal, si no estaba él por medio, no nos veíamos. Cuando digo que no la veo nunca, quiero decir que nos vemos una vez cada año o año y medio, con un poco de suerte. Otra que tal baila. Está igual que hace veinte años. Generalmente es ella la que me llama, como tú. Siempre me ha caído bien, tipa dura, como me gusta a mí la gente. Se separó de Sylvie, eso lo sabías, ¿no? De lo que igual no estás enterado es de que se ha vuelto para Europa. Sylvie, sí, no va a ser Louise. A ésa no hay quien la quite de aquí. Quién lo iba a decir, después de tantos años. No, a Suiza no, está en París, encantada, disfrutando de la fama, ya ves, también a ella le tocó esa lotería. Con su pan se lo coma. No hombre, no, no pienses mal, me alegro por ella, faltaría más. Louise lo lleva bien, al fin y al cabo fue ella la que decidió cortar. La última vez la llamé yo. Tenía puesto el canal Trece, y de repente dieron un reportaje sobre la República española, y dije, claro coño, si es 14 de abril, y me acordé de Gal. Cuando terminó el programa la llamé. Hice bien, porque me dijo que ella también llevaba todo el día pensando en él. Estuvimos charlando un buen rato. Al final me dijo: Y no te olvides de hacer un brindis por la República. Por la República y por Gal. Así que dije, qué cojones, y decreté barra libre en honor de Gal Ackerman. La mitad de la gente no tenía ni idea de quién era, pero lo de la barra libre les pareció de perlas. No me lo tomé a mal. Lo importante era que brindaran por él, aparte de que había unos cuantos que sí lo habían conocido. Me senté solo en la Mesa del Capitán y entre trago y trago me empezaron a venir recuerdos, así, como en ráfagas. Ten en cuenta que Gal vivió aquí la tira de años. También me acordé de ti, porque te pasaste lo tuyo escribiendo la novela. ¿Cuánto tiempo echaste? Un par de años, sí. Costó trabajo convencerte de que aceptaras un sueldo, ¿te acuerdas? Lástima que al final te quisieras largar. Bueno, lo importante era que terminaras el libro. ¿Te acuerdas, al principio, cuando bajabas con las cajas y echábamos los papeles que no valían al fuego? Cuando te dije que parecíamos el cura y el barbero y a ti te entró la risa. Reconoce que te quedaste extrañado cuando te dije que me había leído el Quijote de cabo a rabo. A Gal le pasó lo mismo, porque yo no he sido nunca de mucho leer. Fue un empeño de mi padre, don José Otero, que en paz descanse. Cuando perdió la vista hacía que le leyeran el Quijote en voz alta. Nos turnábamos para leerle capítulos. Mi madre, mis hermanas, y yo. Lo mejor era ver con que ganas se reía, daba gusto. Al final le cogí el tranquillo también yo. Supongo que si de mí hubiera dependido no lo habría hecho, pero en su lecho de muerte, el viejo me hizo prometerle que lo leería entero, y claro, cumplí mi promesa. Todavía tengo el ejemplar que me regaló. Cuando me pediste que te ayudara con las cajas me acordé de la quema de los libros. Es lo que tiene el libro ese, que uno encuentra en él las cosas que nos pasan en la vida.

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