Isabel Allende - Eva Luna
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Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.
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Las rutinas cambiaban durante los fines de semana. El jueves ventilaban las habitaciones, las adornaban con flores frescas y preparaban leña para las chimeneas, porque en las noches corría una brisa fría y a los huéspedes les gustaba sentarse frente al fuego e imaginar que estaban en los Alpes. De viernes a domingo la casa se llenaba de clientes y la familia trabajaba desde el amanecer atendiéndolos; la tía Burgel no salía de la cocina y las muchachas servían las mesas y hacían el aseo vestidas de fieltro bordado, medias blancas, delantales almidonados y peinadas con trenzas y cintas de colores, como las aldeanas de los cuentos germánicos.
Las cartas de la señora Carlé demoraban cuatro meses y eran todas muy breves y casi iguales: Querido hijo, me encuentro bien, Katharina está en el hospital, cuídate mucho y acuérdate de las cosas que te he enseñado para que seas un hombre bueno, te besa tu mamá. Rolf, en cambio, le escribía con frecuencia, llenando muchas hojas por ambos lados para contarle sus lecturas, porque después de describir la aldea y la familia de sus tíos, no había más que decir, tenía la impresión de que nunca le sucedía nada digno de ser anotado en una carta y prefería sorprender a su madre con largas parrafadas filosóficas inspiradas por los libros. También le enviaba fotografías que tomaba con una vieja cámara de su tío, registrando así las variaciones de la naturaleza, las expresiones de la gente, los pequeños acontecimientos, los detalles que a simple vista pasaban desapercibidos. Esa correspondencia significaba mucho para él, no sólo porque mantenía viva la presencia de su madre, sino porque descubrió cuánto le gustaba observar el mundo y retenerlo en imágenes.
Las primas de Rolf Carlé eran requeridas en amores por un par de pretendientes, que descendían en línea directa de los fundadores de la Colonia, dueños de la única industria de velas de fantasía, cuya producción se vendía en todo el país y más allá de las fronteras. La fábrica todavía existe y es tanto su prestigio, que en ocasión de la visita del Papa, cuando el Gobierno mandó hacer un cirio de siete metros de largo y dos de diámetro para mantenerlo encendido en la Catedral, no sólo pudieron moldearlo a la perfección, decorarlo con escenas de la pasión y aromatizarlo con extracto de pino, sino que también fueron capaces de trasladarlo en un camión desde la montaña hasta la capital bajo un sol de plomo, sin que perdiera su forma de obelisco, su olor de Navidad ni su tono de marfil antiguo. La conversación de los dos jóvenes giraba en torno a los moldes, colores y perfumes de las velas. A veces resultaban algo aburridos, pero ambos eran guapos, bastante prósperos y estaban impregnados por dentro y por fuera con el aroma de la cera de abejas y de las esencias. Eran los mejores partidos de la Colonia y todas las muchachas buscaban pretextos para ir a comprar velas con sus más vaporosos vestidos, pero Rupert había sembrado la duda en sus hijas de que toda esa gente, nacida por generaciones de las mismas familias, tenía la sangre aguada y podía producir vástagos fallados. En franca oposición a las teorías sobre las razas puras, creía que de las mezclas salen los mejores ejemplares y para probarlo cruzó sus perros finos con bastardos callejeros. Obtuvo bestias lamentables de impredecibles pelajes y tamaños, que nadie quiso comprar, pero que resultaron mucho más inteligentes que sus congéneres con pedigree, como se vio cuando aprendieron a caminar sobre una cuerda floja y bailar vals sobre las patas traseras. Es mejor buscar novios fuera, decía, desafiando a su amada Burgel, quien no quería oír hablar de esa posibilidad; la idea de ver a sus niñas desposadas con varones morenos y con un vaivén de rumba en las caderas, le parecía una horrible desgracia. No seas obtusa, Burgel. Obtuso eres tú, ¿quieres tener nietos mulatos? Los nativos de este país no son rubios, mujer, pero tampoco son todos negros. Para zanjar la discusión ambos suspiraban con el nombre de Rolf Carlé en los labios lamentando no disponer de dos sobrinos como él, uno para cada hija, porque si bien existía un parentesco sanguíneo y el antecedente del retardo mental de Katharina, podría jurar que Rolf no era portador de genes deficientes. Lo consideraban el yerno perfecto, trabajador, educado, culto, con buenos modales, más no se podía pedir. Su juventud excesiva constituía por el momento su única falla, pero todo el mundo se cura de eso.
Las primas tardaron bastante en ponerse a tono con las aspiraciones de sus padres, porque eran doncellas inocentes, pero cuando se despabilaron dejaron muy atrás los preceptos de modestia y recato en que habían sido criadas. Percibieron el incendio en los ojos de Rolf Carlé, lo vieron entrar como una sombra en su habitación para hurgar furtivamente en sus vestidos y lo interpretaron como síntomas de amor. Hablaron del asunto entre ellas, contemplando la posibilidad de amarse platónicamente entre los tres, pero al verlo con el torso desnudo, el pelo de cobre revuelto por la brisa, sudando con las herramientas del campo o de la carpintería, fueron cambiando de parecer y llegaron a la feliz conclusión de que Dios había inventado dos sexos con un propósito evidente. Eran de carácter alegre y estaban acostumbradas a compartir el cuarto, el baño, la ropa y casi todo lo demás, de modo que no vieron malicia alguna en repartirse también al amante. Por otra parte, les resultaba fácil deducir el excelente estado físico del muchacho cuyas fuerzas y buena voluntad alcanzaban para cumplir las pesadas faenas exigidas por el tío Rupert y, estaban seguras sobrarían para retozar con ellas. Sin embargo, la cosa no era tan simple. Los habitantes del pueblo carecían de amplitud de criterio para entender una relación triangular y hasta su padre, a pesar de sus alardes de modernismo, nunca la toleraría. De la madre ni hablar, era capaz de coger un cuchillo y clavárselo al sobrino en la parte más vulnerable.
Pronto Rolf Carlé notó un cambio en la actitud de las jóvenes. Lo atosigaban con los trozos más grandes de carne asada, le echaban una montaña de crema batida a su postre, cuchicheaban a su espalda, se alborotaban cuando él las sorprendía observándolo, lo tocaban al pasar, siempre en forma casual, pero con tal carga erótica en cada uno de esos roces, que ni un anacoreta hubiera permanecido impasible. Hasta entonces él las rondaba con prudencia y disimulo para no faltar a las normas de cortesía ni enfrentar la posibilidad de un rechazo, que habría herido de muerte su propia estima, pero poco a poco empezó a mirarlas con audacia, largamente, porque no quería tomar una decisión precipitada. ¿Cuál escoger? Las dos le resultaban encantadoras con sus piernotas robustas, sus senos apretados, sus ojos de aguamarina y esa piel de infante. La mayor era más divertida, pero también lo seducía la suave coquetería de la menor. El pobre Rolf se debatió en tremendas dudas hasta que las muchachas se cansaron de esperar su iniciativa y se lanzaron en un ataque frontal. Lo atraparon en la huerta de las fresas, le hicieron una zancadilla para mandarlo al suelo y se le fueron encima para hacerle cosquillas, pulverizando su manía de tomarse en serio y sublevando su lujuria. Hicieron saltar los botones de su pantalón, le arrancaron los zapatos, le rompieron la camisa y metieron sus manos de ninfas traviesas por donde él nunca imaginó que alguien lo exploraría. A partir de ese día Rolf Carlé abandonó la lectura, descuidó a los cachorros, se olvidó de los relojes cucú, de escribirle a su madre y hasta de su propio nombre. Andaba en trance, con los instintos encendidos y la mente ofuscada. De lunes a jueves, cuando no había visitantes en la casa, disminuía el ritmo de trabajo doméstico y los tres jóvenes disponían de algunas horas de libertad, que aprovechaban para perderse en los cuartos de los huéspedes, vacíos en esos días de la semana. Pretextos no faltaban: airear los edredones, limpiar los cristales de las ventanas, fumigar las cucarachas, encerar la madera de los muebles, cambiar las sábanas. Las muchachas habían heredado de sus padres sentido de equidad y de organización, mientras una se quedaba en el corredor vigilando para dar la voz de alarma si alguien se aproximaba, la otra se encerraba en el cuarto con Rolf. Respetaban los turnos rigurosamente, pero por fortuna el joven no se enteró de ese detalle humillante. ¿Qué hacían cuando estaban a solas? Nada nuevo, los mismos juegos de primos que la humanidad conoce desde hace seis mil años. Lo interesante comenzó cuando decidieron juntarse por las noches los tres en la misma cama, tranquilizados por los ronquidos de Rupert y Burgel en la habitación contigua. Los padres dormían con la puerta abierta para vigilar a sus hijas y eso permitía a las hijas vigilar a los padres. Rolf Carlé era tan inexperto como sus dos compañeras, pero desde el primer encuentro tomó precauciones para no preñarlas y puso en los juegos de alcoba todo el entusiasmo y la inventiva necesarios para suplir su ignorancia amatoria. Su energía era alimentada sin tregua por el formidable regalo de sus primas, abiertas, tibias, frutales, siempre sofocadas de risa y bien dispuestas. Además, el hecho de hacerlo en el mayor silencio, aterrados por los crujidos de la cama, arropados bajo las sábanas, envueltos en el calor y el olor compartidos era un incentivo que ponía fuego en sus corazones. Estaban en la edad precisa para hacer el amor incansablemente. Mientras las muchachas florecían con una vitalidad estival, los ojos cada vez más azules, la piel más luminosa y la sonrisa más feliz, Rolf olvidaba los latinajos, andaba tropezando con los muebles y durmiéndose de pie, servía la mesa de los turistas medio sonámbulo, con las rodillas temblorosas y la mirada difusa. Este niño está trabajando mucho, Burgel, lo veo pálido, hay que darle vitaminas, decía Rupert, sin sospechar que a sus espaldas el sobrino devoraba grandes porciones del famoso guiso afrodisíaco de su tía, para que no le fallaran los músculos a la hora de ponerlos a prueba. Los tres primos descubrieron juntos los requisitos para despegar y en algunas oportunidades llegaron incluso a volar muy alto. El muchacho se resignó a la idea de que sus compañeras tenían mayor capacidad de goce y podían repetir sus hazañas varias veces en la misma sesión, de modo que para mantener su prestigio incólume y no defraudarlas aprendió a dosificar sus fuerzas y su placer con técnicas improvisadas. Años después supo que los mismos métodos se empleaban en la China desde los tiempos de Confucio y concluyó que no hay nada nuevo bajo el sol, como decía su tío Rupert cada vez que leía el periódico. Algunas noches los tres amantes eran tan felices, que olvidaban despedirse y se dormían en un nudo de miembros entrelazados, el joven perdido en una montaña blanda y fragante, arrullado por los sueños de sus primas. Despertaban con los primeros cantos del gallo, justo a tiempo para saltar cada uno a su cama antes de que los padres los sorprendieran en tan deliciosa falta. Al principio las hermanas tuvieron la idea de rifarse al infatigable Rolf Carlé lanzando una moneda al aire, pero durante esos memorables combates descubrieron que estaban unidas a él por un sentimiento juguetón y festivo, totalmente inadecuado para establecer las bases de un matrimonio respetable. Ellas, mujeres prácticas, consideraron más conveniente desposar a los aromáticos fabricantes de velas, conservando a su primo de amante y convirtiéndolo, en lo posible, en padre de sus hijos, evitando así el riesgo del aburrimiento, aunque tal vez no el de traer hijos medio tarados a este mundo. Ese arreglo jamás pasó por la mente de Rolf Carlé, alimentado por la literatura romántica, las novelas de caballería y los rígidos preceptos honorables aprendidos en la infancia. Mientras ellas planeaban audaces combinaciones, él sólo lograba acallar la culpa de amarlas a las dos pretextando que se trataba de un acuerdo temporal, cuya finalidad última era conocerse más antes de formar una pareja; pero un contrato a largo plazo le parecía una perversión abominable. Se debatía en un conflicto insoluble entre el deseo, siempre renovado con poderosos bríos por esos dos cuerpos opulentos y generosos, y su propia severidad que lo inducía a considerar el matrimonio monógamo como el único camino posible para un hombre decente. No seas tonto, Rolf, ¿no ves que a nosotras no nos importa? Yo no te quiero para mí sola y mi hermana tampoco, sigamos así mientras estemos solteras y después de casadas también. Esta proposición fue una sacudida brutal para la vanidad del joven. Se hundió en la indignación durante treinta horas, al cabo de las cuales pudo más la concupiscencia. Recogió su dignidad del suelo y volvió a dormir con ellas. Y las adorables primas, una a cada lado, risueñas, desnudas, lo envolvieron otra vez en su niebla estupenda de canela, clavo de olor, vainilla y limón hasta enloquecer sus sentidos y anular sus secas virtudes cristianas.
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