Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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Tres años transcurrieron así, suficientes para borrar las pesadillas macabras de Rolf Carlé y remplazarlas por sueños amables. Tal vez las muchachas habrían ganado la pelea contra sus escrúpulos y él se habría quedado junto a ellas para el resto de sus días, cumpliendo con humildad la tarea de amante y de padrote por partida doble, si su destino no estuviera trazado en otra dirección. El encargado de señalárselo fue el señor Aravena, periodista de oficio y cineasta de vocación. Aravena escribía en el diario más importante del país. Era el mejor diente de la pensión, pasaba casi todos los fines de semana en la casa de Rupert y Burgel, donde disponía de una habitación reservada. Su pluma tenía tanto prestigio, que ni la dictadura consiguió amordazarlo por completo y en sus años de profesión ganó una aureola de honestidad que le permitía publicar aquello que sus colegas jamás habrían osado. Hasta el General y el Hombre de la Gardenia lo trataban con consideración respetando una fórmula de equilibrio mediante la cual él disponía de un espacio para moverse sin ser molestado dentro de ciertos límites, y el Gobierno proyectaba una imagen de liberalidad al mostrar sus artículos algo atrevidos. Hombre de evidente inclinación por la buena vida, fumaba grandes cigarros, comía como un león y era un bebedor esforzado, el único capaz de derrotar al tío Rupert en los torneos dominicales de cerveza. Sólo él se daba el lujo de pellizcar a las primas de Rolf en su nalgas portentosas, porque lo hacía con gracia, sin ánimo de ofenderlas sino de rendirles justo tributo. Vengan aquí mis adorables valkirias, dejen que este pobre periodista les ponga las manos en el culo, y hasta la tía Burgel se reía cuando sus niñas volteaban para que él les levantara ceremoniosamente las faldas de fieltro bordado y se extasiara ante esos globos cubiertos por calzones infantiles. El señor Aravena poseía una máquina filmadora y otra de escribir, portátil y ruidosa, con las teclas descoloridas por el uso, con la cual pasaba todo el sábado y medio domingo sentado en la terraza de la pensión escribiendo sus crónicas a dos dedos, mientras consumía embutidos y tragaba cerveza. Me hace bien respirar el aire puro de las montañas, decía mientras aspiraba el humo negro de su tabaco. A veces llegaba con una señorita, nunca la misma, a quien presentaba como su sobrina y Burgel fingía creer el parentesco, esta casa no es uno de esos hoteles indecentes, qué se han imaginado, sólo a él le permito venir acompañado, porque se trata de un caballero muy conocido, ¿no han visto su nombre en el periódico? A Aravena el entusiasmo por la dama de turno le duraba una noche, después se hartaba de ella y la enviaba de regreso con el primer camión de hortalizas que bajara a la capital. En cambio con Rolf Carlé podía pasar días conversando y paseando por los alrededores de la aldea. Le comentaba las noticias internacionales, lo inició en la política local, guiaba sus lecturas, le enseñó a usar la filmadora y algunos rudimentos de taquigrafía. No puedes quedarte en esta Colonia para siempre, decía, esto sirve para que un neurótico como yo venga a componer el cuerpo y desintoxicarse, pero ningún joven normal puede vivir en esta escenografía. Rolf Carlé conocía bien las obras de Shakespeare, Moliere y Calderón de la Barca, pero no había estado jamás en un teatro y no podía ver la relación con la aldea, pero no era el caso discutir con ese maestro por quien sentía una admiración desmesurada.

– Estoy satisfecho de ti, sobrino. Dentro de un par de años puedes hacerte cargo de los relojes tú solo, es un buen negocio, le propuso el tío Rupert el día que el muchacho cumplió veinte años.

– En realidad no quiero ser relojero, tío. Creo que el cine es una profesión más adecuada para mí.

– ¿Cine? ¿Y para qué sirve eso?

– Para hacer películas. A mí me interesan los documentales. Quiero saber lo que ocurre en el mundo, tío.

– Mientras menos sepas mejor, pero si eso es lo que te gusta, haz como quieras.

Burgel casi se enferma cuando supo que partiría a vivir solo en la capital, ese antro de peligros, droga, política, enfermedades, donde las mujeres son todas unas zorras, con perdón de la palabra, como esas turistas que llegan a la Colonia bamboleando la popa y echando la proa hacia delante. Desesperadas, las primas intentaron disuadirlo negándole sus favores, pero en vista de que el castigo era tan doloroso para ellas como para él, cambiaron de táctica y lo amaron con tanto ardor que Rolf bajó de peso en forma alarmante. Los más afectados, sin embargo, fueron los perros, que al husmear los preparativos perdieron el apetito y vagaban con el rabo entre las piernas, las orejas

gachas y una insoportable mirada de súplica.

Rolf Carlé resistió todas las presiones sentimentales y dos meses más tarde partió a la Universidad, después de prometer a su tío Rupert que pasaría los fines de semana con ellos; a su tía Burgel que se comería las galletas, los jamones y las mermeladas que introducía en su equipaje, y a las primas que permanecería en castidad absoluta para volver con renovadas energías a jugar con ellas bajo el edredón.

5

Mientras estas cosas sucedían en la vida de Rolf Carlé, a poca distancia yo salía de la infancia. En esa época comenzó la desgracia de la Madrina. Me enteré por la radio y vi su retrato en los pasquines comprados por Elvira a espaldas de la patrona, y así supe que dio a luz un monstruo. Científicos calificados informaron a la opinión pública que la criatura pertenecía a la Tribu III, es decir, se caracterizaba por la fusión de dos cuerpos con dos cabezas; género xifodimo, por lo tanto presentaba una sola columna vertebral; clase monofaliana, con un ombligo para los dos cuerpos. Lo curioso fue que una cabeza era de raza blanca y la otra negra.

– Dos padres tiene el pobrecito, eso es seguro, dijo Elvira con una mueca de asco. A mi entender estas desgracias vienen por dormir con dos hombres en el mismo día. Más de cincuenta años tengo y nunca he hecho eso. Yo, por lo menos, nunca dejé que se mezclaran los humores de dos hombres en mi barriga, porque de ese vicio nacen renacuajos de circo.

La Madrina se ganaba la vida limpiando oficinas por las noches. Estaba desmanchando la alfombra en un décimo piso cuando se manifestaron las primeras molestias, pero siguió trabajando porque no supo calcular el tiempo de su parto y porque estaba furiosa consigo misma por haber sucumbido a una tentación, pagándolo con ese embarazo bochornoso. Pasada la media noche sintió un líquido caliente correr entre sus piernas y quiso ir al hospital, pero ya era tarde, le fallaron las fuerzas y no pudo bajar. Llamó con todo el aire de los pulmones, pero en el edificio solitario no había nadie para socorrerla. Resignada a ensuciar lo que acababa de limpiar, se echó en el suelo y pujó desesperada hasta expulsar a su hijo. Al ver al extraño ser bicéfalo que había parido, su desconcierto no tuvo límites y su primera reacción fue deshacerse de aquello lo antes posible. Apenas pudo tenerse en pie cogió al recién nacido, fue al pasillo y lo lanzó por el bajante de la basura, luego regresó jadeante a lavar de nuevo la alfombra. Al día siguiente, cuando el conserje entró al sótano, encontró el minúsculo cadáver entre los desperdicios arrojados de las oficinas, casi intacto porque cayó sobre papel picado. A sus gritos acudieron las mesoneras de la cafetería y en pocos minutos la noticia alcanzó la calle y se desparramó por la ciudad. Al mediodía el escándalo se conocía en todo el país y hasta vinieron periodistas extranjeros para fotografiar al niño, porque esa combinación de razas nunca se había visto en los anales de la medicina. Durante una semana no se habló de otra cosa, opacando incluso la muerte de dos estudiantes baleados por la Guardia en la puerta de la Universidad por agitar banderas rojas y cantar la Internacional. Llamaron desnaturalizada a la madre del bebé, asesina y enemiga de la ciencia porque no quiso entregarlo para investigación en el Instituto de Anatomía, sino que insistió en enterrarlo en el cementerio de acuerdo a los preceptos católicos.

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