La guerra había destrozado los nervios de la patrona. Convencida de que enemigos invisibles la espiaban para hacerle daño, rodeó su propiedad con un alto muro erizado de trozos de vidrio y guardaba dos pistolas en su mesa de noche, esta ciudad está llena de ladrones, una pobre viuda debe ser capaz de defenderse sola, al primer intruso que pise mi casa le disparo entre los ojos. Las balas no estaban reservadas sólo para los bandidos, el día que este país caiga en manos del comunismo yo te mato para que no sufras, Evita, y después me vuelo la cabeza de un tiro, decía. Me trataba con consideración y hasta con cierta ternura, se preocupaba de que yo comiera con abundancia, me compró una buena cama y cada tarde me invitaba al salón para que escucháramos juntas las novelas de la radio. “Ábranse las páginas sonoras del aire para hacer vivir a ustedes la emoción y el romance de un nuevo capítulo…”
Sentadas lado a lado, mordisqueando galletas entre los mosqueteros y el elefante, oíamos tres folletines seguidos, dos de amor y uno de detectives. Me sentía cómoda con esa patrona, tenía la sensación de pertenecer a un hogar. Tal vez el único inconveniente era que la casa estaba situada en un barrio apartado, donde a Elvira le resultaba difícil visitarme, pero así y todo mi abuela emprendía el viaje cada vez que conseguía una tarde libre, cansada estoy de tanto andar, pajarito, pero más cansada estoy de no verte, todos los días yo le pido a Dios que a ti te otorgue fundamento y a mí me dé salud para encariñarte, me decía.
Me hubiera quedado allí mucho tiempo porque mi Madrina no tenía motivos de queja, le pagaban con puntualidad y holgura, pero un incidente extraño terminó con ese empleo.
Una noche de viento, a eso de las diez, escuchamos un ruido prolongado, como un redoble de tambor. La viuda se olvidó de las pistolas, cerró las persianas temblando y no quiso asomarse para averiguar la causa del fenómeno. Al día siguiente encontramos cuatro gatos muertos en el jardín, estrangulados, decapitados o abiertos en canal, y palabrotas escritas con sangre en la pared. Me acordé que había oído por la radio casos similares, atribuidos a pandillas de muchachos dedicados a ese feroz pasatiempo y traté de convencer a la señora de que no había motivo de alarma, pero todo fue inútil. La yugoslava, enloquecida de miedo, decidió escapar del país antes de que los bolcheviques hicieran con ella lo mismo que con los gatos.
– Tienes suerte, te voy a emplear en la casa de un ministro, me anunció la Madrina.
El nuevo patrón resultó ser un personaje anodino, como casi todos los hombres públicos en ese periodo en que la vida política estaba congelada y cualquier asomo de originalidad podía conducir a un sótano, donde aguardaba un tipo rociado con perfume francés y con una flor en el ojal. Pertenecía a la vieja aristocracia por apellido y fortuna, lo que otorgaba cierta impunidad a sus groserías, pero sobrepasó los limites tolerables y hasta su familia acabó repudiándolo. Fue despedido de su puesto en la Cancillería al ser sorprendido orinando detrás de las cortinas de brocado verde del Salón de los Escudos y por la misma razón lo expulsaron de una embajada, pero esa mala costumbre, inaceptable para el protocolo diplomático, no era impedimento para la jefatura de un ministerio. Sus mayores virtudes eran la capacidad para adular al General y su talento para pasar inadvertido. En realidad su nombre se hizo famoso años más tarde, cuando huyó del país en una avioneta privada y en el tumulto y la precipitación de la partida olvidó sobre la pista una maleta llena de oro, que de todos modos no le hizo falta en el exilio. Vivía en una mansión colonial en el centro de un parque, umbroso, donde crecían helechos tan grandes como pulpos y orquídeas salvajes prendidas a los árboles. Por las noches brillaban puntos rojos entre el follaje del jardín, ojos de gnomos y otros seres benéficos de la vegetación, o simples murciélagos que descendían en vuelo rasante desde los tejados. Divorciado, sin hijos ni amigos, el ministro vivía solo en ese lugar encantado. La casa, herencia de sus abuelos, resultaba demasiado grande para él y sus sirvientes, muchos cuartos estaban vacíos y cerrados con llave. Mi imaginación se disparaba ante esas puertas alineadas a lo largo de los pasillos, tras las cuales creía percibir susurros, gemidos, risas. Al principio pegaba el oído y atisbaba por las cerraduras, pero pronto no necesité tales métodos para adivinar universos completos allí ocultos, cada cual con sus propias leyes, su tiempo, sus habitantes, preservados del uso y de la contaminación cotidiana. Puse a las piezas nombres sonoros que evocaban cuentos de mi madre, Katmandú, Palacio de los Osos, Cueva de Merlín, y me bastaba un esfuerzo mínimo del pensamiento para traspasar la madera y penetrar en esas historias extraordinarias que se desarrollaban al otro lado de las paredes.
Aparte de los choferes y los guardaespaldas, que ensuciaban el parquet y se robaban los licores, en la mansión trabajaban una cocinera, un viejo jardinero, un mayordomo y yo.
Nunca supe para qué me contrataron ni cuál fue el arreglo comercial entre el patrón y mi Madrina, pasaba casi todo el día ociosa, correteando por el jardín, escuchando la radio, soñando con las habitaciones clausuradas o contando historias de aparecidos a los demás empleados a cambio de golosinas. Sólo dos funciones exclusivas eran mías: lustrar los zapatos y retirar la bacinilla del amo.
El mismo día que llegué hubo una cena para embajadores y políticos. Nunca había presenciado preparativos semejantes. Un camión descargó mesas redondas y sillas doradas, de los arcones del repostero salieron manteles bordados y de los aparadores del comedor la vajilla de banquete y los cubiertos con el monograma de la familia grabado en oro. El mayordomo me entregó un paño para que le sacara brillo a la cristalería y me maravilló el sonido perfecto de las copas al rozarse y la luz de las lámparas reflejada como un arcoiris en cada una. Trajeron un cargamento de rosas, que fueron puestas en jarrones de porcelana distribuidos por los salones. Surgieron de los armarios fuentes y garrafas de plata bruñida, por la cocina desfilaron pescados y carnes, vinos y quesos traídos de Suiza, frutas en caramelo y tortas encargadas a las monjas. Diez mesoneros con guantes blancos atendieron a los invitados mientras yo observaba tras las cortinas del salón, fascinada con ese refinamiento que me daba nuevo material para adornar los cuentos. Ahora podría describir fiestas imperiales, refocilándome en detalles que jamás se me habrían ocurrido, como los músicos vestidos de frac que tocaron ritmos bailables en la terraza, los faisanes rellenos con castañas y coronados por penachos de plumas, las carnes asadas que presentaron rociadas con licor y ardiendo en llamas azules. No quise irme a dormir hasta que partió el último invitado. Al día siguiente hubo que limpiar, contar la cuchillería, botar los ramilletes marchitos y devolver cada cosa a su sitio. Me incorporé al ritmo habitual de la casa.
En el segundo piso estaba el dormitorio del ministro, una sala amplia con una cama tallada con ángeles mofletudos, el artesonado del techo tenía un siglo de existencia, las alfombras habían sido traídas del Oriente, las paredes lucían santos coloniales de Quito y de Lima y una colección de fotografías de él mismo en compañía de diversos dignatarios. Frente al escritorio de jacarandá se alzaba un antiguo sillón de felpa obispal, de brazos y patas doradas, con un orificio en el asiento. Allí se instalaba el patrón a satisfacer los apremios de su naturaleza, cuyo producto iba a parar en un recipiente de loza colocado debajo. Podía permanecer horas instalado en ese mueble anacrónico, escribiendo cartas y discursos, leyendo el periódico, bebiendo whisky. Al concluir tiraba del cordón de una campana que repicaba en toda la casa como un anuncio de catástrofe y yo, furiosa, subía a retirar la bacinilla sin comprender por qué ese hombre no usaba el baño como cualquier persona normal. El señor siempre tuvo esa manía, no hagas tantas preguntas, niña, me dijo el mayordomo como única explicación. A los pocos días yo sentía que me ahogaba, no lograba respirar bien, tenía un sofoco perpetuo, cosquillas en las manos y los pies, un sudor de adrenalina. Ni la esperanza de asistir a otra fiesta o las fabulosas aventuras de las habitaciones cerradas podían apartar de mi mente el sillón de felpa, la expresión del patrón cuando me indicaba con un gesto mi deber, el trayecto para vaciar aquello. El quinto día escuché la convocatoria de la campana y me hice la sorda por un rato distrayéndome en la cocina, pero a los pocos minutos la llamada retumbaba en mi cerebro. Por fin subí, paso a paso escalera arriba, en cada peldaño más y más acalorada. Entré a ese cuarto lujoso impregnado de olor a establo, me incliné por detrás del asiento y retiré la bacinilla. De la manera más tranquila, como si fuera un gesto de todos los días, levanté el recipiente y le di vuelta sobre el ministro de Estado, desprendiéndome de la humillación con un solo movimiento de la muñeca. Por un largo momento él se mantuvo inmóvil, los ojos desorbitados.
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