Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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El tío Rupert era propietario de un buen pedazo de terreno y una casa grande, acondicionada como pensión, con muchos cuartos, toda de madera oscura construida y amueblada con sus propias manos al estilo Heidelberg, a pesar de que él nunca había puesto los pies en esa ciudad. La copió de una revista. Su esposa cultivaba fresas y flores y tenía un gallinero del cual obtenía huevos para toda la aldea. Vivian de la crianza de perros, la venta de relojes y la atención de turistas.

La existencia de Rolf Carlé dio un vuelco. Había terminado el colegio, en la Colonia no podía seguir estudiando y, por otra parte, su tío era partidario de enseñarle sus mismos oficios para que lo ayudara y tal vez lo heredara, pues no perdía la esperanza de verlo casado con una de sus hijas. Le tomó cariño desde la primera mirada. Siempre quiso tener un descendiente varón y ese muchacho resultó tal como lo había soñado, fuerte, de carácter noble y manos hábiles, con el pelo rojizo, como, todos los hombres de su familia. Rolf aprendió con rapidez a manejar las herramientas de la carpintería, armar los mecanismos de los relojes, cosechar fresas y atender a la clientela de la pensión. Sus tíos se dieron cuenta de que podían obtener todo de él si le hacían creer que la iniciativa era suya y apelaban a sus sentimientos.

– ¿Qué se puede hacer con el techo del gallinero, Rolf? Le preguntaba Burgel con un suspiro de impotencia.

– Echarle alquitrán.

– Mis pobres gallinas se van a morir cuando empiecen las lluvias.

– Déjemelo a mí, tía, esto lo resuelvo en un minuto. Y ahí estaba el joven tres días seguidos, revolviendo un caldero con brea, equilibrándose sobre el techo y explicándole a quien fuera pasando sus teorías sobre impermeabilización ante las miradas admirativas de sus primas y la sonrisa disimulada de Burgel.

Rolf quiso aprender la lengua del país y no descansó hasta conseguir quien se la enseñara de forma metódica. Estaba dotado con buen oído para la música y lo empleó en tocar el órgano de la iglesia, lucirse ante los visitantes con un acordeón y asimilar el castellano con un amplio repertorio de palabrotas de uso cotidiano, a las que recurría sólo en raras ocasiones, pero atesoraba como parte de su cultura. Ocupaba sus ratos libres en la lectura y en menos de un año había consumido todos los libros del pueblo, que pedía prestados y devolvía con puntualidad obsesiva.

Su buena memoria le permitía acumular información -casi siempre inútil e imposible de comprobar- para deslumbrar a la familia y a los vecinos. Era capaz de decir sin la menor vacilación cuántos habitantes tenía Mauritania o el ancho del Canal de la Mancha en millas náuticas, en general porque lo recordaba, pero a veces porque lo inventaba al vuelo y lo aseguraba con tanta petulancia, que nadie osaba ponerlo en duda.

Aprendió algunos latinajos para salpicar sus peroratas, con los cuales adquirió un sólido prestigio en esa pequeña comunidad, aunque no siempre los usaba correctamente. De su madre había recibido modales corteses y algo anticuados, que le sirvieron para conquistar la simpatía de todo el mundo, en particular de las mujeres, poco acostumbradas a esas finuras en un país de gente ruda. Con su tía Burgel era especialmente galante, no por afectación, sino porque en verdad la quería. Ella tenía la virtud de disipar sus angustias existenciales reduciéndolas a esquemas tan simples, que más tarde él se preguntaba cómo no se le había ocurrido antes esa solución. Cuando caía en el vicio de la nostalgia o se atormentaba por los males de la humanidad ella lo curaba con sus postres espléndidos y con sus bromas atropelladas. Fue la primera persona, aparte de Katharina, en abrazarlo sin motivo y sin permiso. Cada mañana lo saludaba con besos sonoros y antes de dormir iba a acomodarle la cobija de la cama, atenciones que su madre nunca hizo, por pudor. Al primer vistazo Rolf parecía tímido, se sonrojaba con facilidad y hablaba en tono bajo, pero en realidad era vanidoso y aún estaba en edad de creerse el eje del universo. Era mucho más listo que la mayoría y él lo sabía, pero la inteligencia le alcanzaba para fingir cierta modestia.

Los domingos por la mañana llegaban gentes de la ciudad a ver el espectáculo en la escuela de tío Rupert. Rolf los guiaba hasta un gran patio con pistas y obstáculos, donde los perros realizaban sus proezas ante los aplausos del público. Ese día se vendían algunos animales y el joven se despedía de ellos apesadumbrado, porque los había criado desde su nacimiento y nada lo conmovía tanto como esas bestias. Se echaba en el jergón de las perras y dejaba que los cachorros lo olisquearan, le chuparan las orejas y se durmieran en sus brazos, conocía a cada uno por su nombre y hablaba con ellos en términos de igualdad. Tenía hambre de afecto, pero como había sido criado sin mimos, sólo se atrevía a satisfacer esa carencia con los animales y fue necesario un largo aprendizaje para que pudiera abandonarse al contacto humano, primero al de Burgel y luego al de otros. El recuerdo de Katharina constituía su fuente secreta de ternura y a veces, en la oscuridad de su cuarto, ocultaba la cabeza bajo la sábana y lloraba pensando en ella.

No hablaba de su pasado por temor a suscitar compasión y porque no había logrado ordenarlo en su mente. Los años de infortunio junto a su padre eran un espejo roto en su memoria. Alardeaba de frialdad y pragmatismo, dos condiciones que le parecían sumamente viriles, pero en verdad era un incorregible soñador, el menor gesto de simpatía lo desarmaba, la injusticia lograba sublevarlo, padecía ese idealismo candoroso de la primera juventud, que no resiste el enfrentamiento con la grosera realidad del mundo. Una infancia de privaciones y terrores le dio sensibilidad para intuir el lado oculto de las cosas y de las personas, una clarividencia que se le presentaba de pronto como un fogonazo, pero sus pretensiones de racionalidad le impedían prestar atención esos misteriosos avisos o seguir la conducta señalada por sus impulsos. Negaba sus emociones y por lo mismo éstas lo volteaban en cualquier descuido. Tampoco admitía el reclamo de sus sentidos e intentaba controlar la parte de su naturaleza que se inclinaba hacia la molicie y el placer. Comprendió desde el principio que la Colonia era un sueño ingenuo donde se sumergió por casualidad, pero que la existencia estaba llena de asperezas y más valía ponerse una coraza si pretendía sobrevivir. Sin embargo, quienes lo conocían podían ver que esa protección era de humo y un soplo la desbarataba. Iba por la vida con los sentimientos desnudos, tropezando con su orgullo y cayendo para volver a ponerse de pie.

La familia de Rupert eran gentes sencillas, animosas y glotonas. La comida revestía una importancia fundamental para ellos, sus vidas giraban en torno a los afanes de la cocina y la ceremonia de sentarse a la mesa. Todos eran gordos y no se resignaban a ver al sobrino tan delgado, a pesar de la preocupación constante por alimentarlo. La tía Burgel había creado un plato afrodisíaco que atraía a los turistas y mantenía a su marido siempre en llamas, mírenlo, parece un tractor, decía con su risa contagiosa de matrona satisfecha. La receta era simple: en una olla enorme freía bastante cebolla, tocino y tomate, sazonado con sal, pimienta en grano, ajos y cilantro. A eso le agregaba por capas trozos de carne de cerdo y de res, pollos deshuesados, habas, maíz, repollo, pimentón, pescado, almejas y langostinos, luego espolvoreaba un poco de azúcar mascabada y vaciaba dentro cuatro jarros de cerveza. Antes de taparlo y cocinarlo a fuego suave, le arrojaba un manojo de hierbas cultivadas en los maceteros de su cocina. Ese era el momento crucial, pues nadie conocía la composición de este último aliño y ella estaba decidida a llevarse el secreto a la tumba. El resultado era un guiso oscuro, que se extraía de la olla y se servía en el orden inverso en que se colocaron los ingredientes. Al final se presentaba el caldo en tazas y el efecto era un formidable calor en los huesos y una pasión lujuriosa en el alma. Los tíos mataban varios cerdos al año y preparaban los mejores embutidos del pueblo: jamones ahumados, longanizas, mortadela, enormes latas de grasa; compraban leche fresca en toneles para hacer crema, batir mantequilla y fabricar quesos. Desde el amanecer hasta la noche emanaban vapores fragantes de la cocina. En el patio encendían braseros de leña donde se colocaban las cacerolas de cobre con dulces de ciruela, de albaricoque y de fresa, con que acompañaban el desayuno de los visitantes. Con tanta vida entre ollas aromáticas, las dos primas olían a canela, clavo de olor, vainilla y limón. Por las noches Rolf se escabullía como una sombra hasta su habitación para hundir la nariz en sus vestidos y aspirar esa fragancia dulce que llenaba su cabeza de pecados.

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