Isabel Allende - Eva Luna

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Una niña solitaria se enamora del amante de su madre y practica misteriosas ceremonias rituales; una mujer permanece medio siglo encerrada en un sótano, víctima de un caudillo celoso; en el fragor de una batalla, un hombre viola a una muchacha y mata a su padre… Estas son algunas de las historias reunidas en este volumen que recupera, con pulso vibrante, los inolvidables protagonistas de la novela Eva Luna: Rolf Carlé, la Maestra Inés, el Benefactor… Veintitrés relatos de amor y violencia secretamente entrelazados por un fino hilo narrativo y un rico lenguaje que recrea azarosas peripecias en un mundo exuberante y voluptuoso.
Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.

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– Es mi marido, dijo por último.

– Es mi padre, añadió Rolf Carlé, tratando de mantener la voz serena.

– Lo siento mucho. Esto es muy desagradable para ustedes… balbuceó el médico sin entender la causa de su propio bochorno. Volvió a cubrir el cuerpo y los tres se quedaron de pie, en silencio, mirando desconcertados la silueta bajo la sábana. No he realizado la autopsia todavía, pero parece que se trata de un suicidio, en verdad lo lamento.

– Bueno, supongo que eso es todo, dijo la madre.

Rolf la tomó del brazo y salió con ella sin prisa. El eco de sus pasos en el suelo de cemento quedaría asociado en su recuerdo a un sentimiento de alivio y de paz.

– No fue un suicidio. A tu padre lo mataron tus compañeros del liceo, afirmó la señora Carlé al llegar a la casa.

– ¿Cómo lo sabe, mamá?

– Estoy segura y celebro que lo hicieran, porque si no lo habríamos tenido que hacer nosotros algún día.

– No hable así, por favor, murmuró Rolf espantado, porque siempre había visto a su madre como una persona resignada y no imaginaba que en su corazón almacenara tanto rencor contra ese hombre. Creía que sólo él lo odiaba. Ya todo pasó, olvídese de esto.

– Al contrario, hijo, debemos recordarlo siempre, sonrió ella con una nueva expresión.

Los habitantes de la aldea se empecinaron tanto en borrar la muerte del Profesor Carlé de la memoria colectiva, que si no fuera por los propios asesinos, casi lo consiguen. Pero los cinco muchachos habían reunido el coraje para ese crimen durante años y no estaban dispuestos a callarse, pues presentían que ésa sería la acción más importante de sus vidas. No deseaban que se esfumara en la bruma de las cosas no dichas. En el entierro del maestro cantaron himnos con sus trajes de domingo, depositaron una corona de flores en nombre del colegio y mantuvieron la vista en el suelo, para que nadie los sorprendiera intercambiando miradas de complicidad. Las primeras dos semanas se quedaron mudos, esperando que una mañana despertara el pueblo con la evidencia suficiente para mandarlos a la cárcel. El miedo se les metió en el cuerpo y no los abandonó por un tiempo, hasta que se decidieron ponerlo en palabras, para darle forma. La ocasión se les presentó después de un partido de fútbol, en el vestuario de la cancha deportiva donde se aglomeraron los jugadores, mojados de sudor, excitados, quitándose la ropa entre bromas y empujones. Sin ponerse de acuerdo se demoraron en las duchas hasta que todos los demás se fueron y entonces, todavía desnudos, se colocaron delante del espejo y se observaron mutuamente, comprobando que ninguno de ellos tenía huellas visibles de lo ocurrido. Uno sonrió, disolviendo la sombra que los separaba y volvieron a ser los mismos de antes, se palmotearon, se abrazaron y jugaron como los niños grandes que eran. Carlé lo merecía, era una bestia, un psicópata, concluyeron. Repasaron los detalles y percibieron con asombro tal reguero de pistas que resultaba increíble que no hubieran sido detenidos, entonces comprendieron su impunidad y supieron que nadie alzaría la voz para acusarlos. A cargo de cualquier investigación estaría el comandante, padre de uno de ellos, en un juicio el abuelo de otro sería el juez y el jurado estaría compuesto por parientes y vecinos. Allí todos se conocían, estaban emparentados, nadie deseaba remover el fango de ese asesinato, ni siquiera la familia de Lukas Carlé. En realidad sospechaban que su mujer y su hijo habían deseado por años la desaparición del padre y que el viento de alivio provocado por su muerte llegó primero a su propia casa, barriéndola de arriba abajo y dejándola limpia y fresca como nunca antes lo estuvo.

Los muchachos se propusieron mantener vivo el recuerdo de su hazaña y lo lograron tan bien, que la historia pasó de boca en boca, enaltecida por detalles agregados con posterioridad, hasta transformarla en un acto heroico. Formaron un club y se hermanaron con un juramento secreto. Se reunían algunas noches en los límites del bosque para conmemorar ese viernes único en sus vidas, manteniendo alerta el recuerdo del piedrazo con el cual lo aturdieron, del nudo corredizo preparado de antemano, de la forma como treparon al árbol y pasaron el lazo por el cuello del maestro todavía desmayado, de cómo éste abrió los ojos en el instante en que lo izaban y se retorció en el aire con espasmos de agonía. Se identificaban con un circulo de tela blanca cosido en la manga izquierda de la chaqueta y pronto todo el pueblo adivinó el significado de esa señal. También lo supo Rolf Carlé, dividido entre la gratitud por haber sido liberado de su torturador, la humillación de llevar el apellido del ejecutado y la vergüenza de no tener ánimo ni fuerza para vengarlo.

Rolf Carlé comenzó a adelgazar. Cuando se llevaba la comida a la boca veía la cuchara transformada en la lengua de su padre, desde el fondo del plato y a través de la sopa lo observaban los ojos despavoridos del muerto, el pan tenía el color de su piel. Por las noches temblaba de fiebre y en el día inventaba pretextos para no salir de la casa, atormentado por la jaqueca, pero su madre lo obligaba a tragar alimentos y asistir a clases. Soportó veintiséis días, pero la mañana del día veintisiete, cuando en el recreo aparecieron cinco de sus compañeros con las mangas marcadas, tuvo un acceso de vómitos tan agudo, que el director del colegio se alarmó y pidió una ambulancia para mandarlo al hospital de la ciudad vecina, donde estuvo el resto de la semana echando el alma por la boca. Al verlo en ese estado, la señora Carlé intuyó que los síntomas de su hijo no correspondían a una indigestión común y corriente. El médico de la aldea, el mismo que lo vio nacer y extendió el certificado de defunción de su padre, lo examinó con atención, le recetó una serie de medicamentos y recomendó a la madre que no le hiciera mucho caso, pues Rolf era un muchacho sano y fuerte, la crisis de ansiedad pasaría y en poco tiempo estaría haciendo deportes y persiguiendo a las jovencitas. La señora Carlé le administró los remedios puntualmente, pero como no viera ninguna mejoría, duplicó las dosis por iniciativa propia.

Nada surtió efecto, el muchacho seguía sin apetito, atontado por el malestar. A la imagen del padre ahorcado se sumaba el recuerdo del día en que fue a enterrar a los muertos en el campo de prisioneros. Katharina lo miraba insistente con sus ojos sosegados, lo seguía por la casa y por último lo llevó de la mano y trató de meterse con él debajo de la mesa de la cocina, pero ambos estaban ya demasiado crecidos. Entonces se acurrucó a su lado y comenzó a murmurar una de esas largas letanías de la infancia.

El jueves temprano entró su madre a despertarlo para ir al liceo y lo encontró volteado hacia la pared, pálido y exhausto, con la decisión evidente de morirse, porque ya no podía soportar el asedio de tantos fantasmas. Ella comprendió que se consumiría en el ardor de la culpa por haber deseado cometer él mismo ese crimen y, sin decir palabra, la señora Carlé se dirigió al armario y empezó a hurgar. Encontró objetos perdidos desde hacía años, ropa sin uso, juguetes de sus hijos, radiografías del cerebro de Katharina, la escopeta de Jochen. Allí estaban también los zapatos de charol rojo con tacones de estilete y se sorprendió de que evocaran en ella tan pocos rencores, ni siquiera tuvo el impulso de lanzarlos a la basura, los llevó a la chimenea y los colocó junto al retrato de su difunto marido, uno a cada lado, como un altar. Por fin dio con la bolsa de lona usada por Lukas Carlé durante la guerra, un saco verde con firmes correas de cuero, y con la misma pulcritud excesiva con que ejecutaba todos los oficios de la casa y del campo, acomodó dentro del saco las ropas de su hijo menor, una fotografía suya el día de su boda, una caja de cartón forrada con seda donde guardaba un rizo de Katharina y un paquete de galletas de avena horneadas por ella el día anterior.

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