– Digo yo que Montedónico la va a reconocer como hija. Si le da su apellido, ella se puede casar con Rogelio de Salvatierra, suspiraba Elvira con la oreja pegada a la radio.
– Ella tiene la medalla de su madre. Eso es una prueba. ¿Por qué no le dice a todo el mundo que es hija de Montedónico y ya está?
– No puede hacerle eso al autor de sus días, pajarito.
– ¡Cómo que no, si él la tuvo dieciocho años encerrada en un orfelinato!
– Es que él es perverso, sádico que le llaman…
– Mira, abuela, si ella no cambia, estará siempre fregada.
– No te preocupes, todo va a terminar bien. ¿No ves que ella es buena?
Elvira tenía razón. Siempre triunfaban los pacientes y los malvados recibían su castigo. Montedónico caía fulminado por una enfermedad mortal, suplicaba perdón desde su lecho de agonía, ella lo cuidaba hasta su muerte y después de heredarlo se unía en matrimonio con Rogelio de Salvatierra, dándome de paso mucho material para mis propias historias, aunque rara vez yo respetaba la norma básica del final feliz. Oye, pajarito, ¿por qué en tus cuentos nadie se casa? A menudo bastaban un par de sílabas para desencadenar un rosario de imágenes en mi cabeza. Una vez oí una palabra dulce y ajena y volé donde Elvira, abuela, ¿qué es la nieve? Por su explicación deduje que se trataba de merengue helado. A partir de ese momento me convertí en una heroína de cuentos polares, era una abominable mujer de las nieves peluda y feroz, luchando contra unos científicos que me daban caza para destinarme a experimentos de laboratorio. Averigüé cómo era en realidad la nieve el día que una sobrina del General celebró sus quince años y el evento fue tan proclamado por la radio, que a Elvira no le quedó otra alternativa que llevarme a ver el espectáculo de lejos. Mil invitados acudieron esa noche al mejor hotel de la ciudad, transformado para la ocasión en una réplica invernal del castillo de Cenicienta. Podaron los filodendros y los helechos tropicales, decapitaron las palmeras y en su lugar colocaron pinos de Navidad traídos de Alaska, cubiertos con lana de vidrio y cristales de hielo artificial. Para deslizarse en patines instalaron una pista de plástico blanco imitando las regiones del Polo Norte. Escarcharon los vidrios de las ventanas con pintura y desparramaron tanta nieve sintética por todas partes, que una semana después todavía se metían los copos en el quirófano del Hospital Militar, a quinientos metros de distancia. Como no pudieron congelar el agua de la piscina, porque fallaron las máquinas traídas del norte y en vez de hielo se obtuvo una especie de vómito gelatinoso, optaron por echar a navegar dos cisnes teñidos de rosa que arrastraban penosamente una cinta con el nombre de la quinceañera en letras doradas. Para dar más brillo a la fiesta fueron acarreados en avión dos miembros de la nobleza europea y una estrella de cine. A las doce de la noche bajaron a la festejada desde el techo del salón, sentada en un columpio en forma de trineo, cubierta de martas cibelinas, oscilando a cuatro metros de altura sobre las cabezas de los invitados, medio desmayada de calor y vértigo. Eso no lo vimos los curiosos apostados en los alrededores, pero apareció en todas las revistas y nadie se sorprendió ante el milagro de un hotel capitalino sumergido en el clima del Ártico, cosas aún más pasmosas habían ocurrido en el territorio nacional. Nada me llamó la atención, sólo me interesaron unas enormes bateas repletas de nieve natural instaladas en la entrada de la fiesta para que la elegante concurrencia jugara a lanzar bolas y armar muñecos, como habían oído que hacen en los fríos de otras partes. Logré zafarme de Elvira, me escabullí entre los mesoneros y los guardias y me acerqué a tomar ese tesoro en mis manos. Al principio creí que me quemaba y grité de susto, pero luego no pude soltarla, fascinada con el color de la luz atrapado en esa materia helada y porosa. Un vigilante estuvo a punto de cogerme, pero me agaché y corrí entre sus piernas llevándome la nieve apretada contra el pecho. Cuando desapareció entre mis dedos como un hilo de agua, me sentí burlada. Días después Elvira me regaló media esfera transparente, dentro de la cual había una cabaña y un pino, que al agitarse echaba a volar copos blancos. Para que tengas tu propio invierno, pajarito, me dijo.
Yo no estaba en edad de interesarme por la política, pero Elvira me llenaba la mente de ideas subversivas para llevar la contra a los patrones.
– Corrompido está todo en este país, pajarito. Mucho gringo de pelo amarillo, digo yo, cualquier día nos llevan la tierra para otra parte y nos encontramos sentados en el mar, eso digo.
La doña del relicario opinaba exactamente lo contrario.
– Mala suerte la nuestra, que nos descubrió Cristóbal Colón en vez de un inglés; hay que traer gente animosa de buena raza, que se abra camino en la selva, siembre el llano, levante industrias. ¿No se formaron así los Estados Unidos? ¡Y vean dónde ha llegado ese país!
Estaba de acuerdo con el General, quien abrió las fronteras a cuantos quisieron venir de Europa escapando de las miserias de la posguerra. Los inmigrantes llegaron por centenares con sus mujeres, hijos, abuelos y primos lejanos, con sus lenguas diversas, comidas típicas, leyendas y fiestas de guardar, con su cargamento de nostalgias. Todo se lo tragó de un bocado nuestra exuberante geografía. También se permitió la entrada a unos pocos asiáticos, que una vez dentro se multiplicaron con asombrosa rapidez. Veinte años más tarde alguien notó que en cada esquina de la ciudad había un restaurante con demonios coléricos, lámparas de papel y techo de pagoda. Por esa época la prensa informó de un mozo chino que abandonó la atención de los clientes en el comedor, subió a la oficina y le amputó la cabeza y las manos a su patrón con los cuchillos de la cocina, porque éste no guardó el debido respeto a una norma religiosa y colgó la imagen de un dragón junto a la de un tigre. Durante la investigación del caso se descubrió que todos los protagonistas de la tragedia eran inmigrantes ilegales. Cada pasaporte era usado un centenar de veces, porque si los funcionarios apenas podían adivinar el sexo de los orientales, mucho menos podían distinguir uno de otro en la fotografía del documento. Los extranjeros llegaron con ánimo de hacer fortuna y regresar a su lugar de origen, pero se quedaron. Sus descendientes olvidaron la lengua materna y los conquistó el aroma del café, el ánimo alegre y el encanto de un pueblo que aún no conocía la envidia. Muy pocos partieron a cultivar las haciendas regaladas por el Gobierno, porque faltaban caminos, escuelas, hospitales y sobraban pestes, mosquitos y bichos venenosos. Tierra adentro era el reino de los bandoleros, los contrabandistas y los soldados. Los inmigrantes se quedaron en las ciudades trabajando con ahínco y ahorrando cada centavo, ante la burla de los nacionales, que consideran el derroche y la generosidad como las mejores virtudes de cualquier persona decente.
– Yo no creo en maquinitas. Eso de copiar cosas de gringos es malo para el alma, sostenía Elvira escandalizada con el derroche de los nuevos ricos, que pretendían vivir como en las películas.
Los solterones no tenían acceso al dinero fácil porque vivían de sus respectivas pensiones de jubilados, de modo que el despilfarro no entraba en la casa, pero podían apreciar cómo se extendía a su alrededor. Cada ciudadano quiso ser dueño de un automóvil de magnate hasta que fue casi imposible circular por las calles atoradas de vehículos. Cambiaron petróleo por teléfonos en forma de cañones, de conchas marinas, de odaliscas; importaron tanto plástico que las carreteras acabaron orilladas de una basura indestructible; por avión llegaban diariamente los huevos para el desayuno de la nación, produciéndose inmensas tortillas sobre el asfalto ardiente del aeropuerto, cada vez que al descargar se volteaban las cajas.
Читать дальше