– Yo le domaré el carácter, aseguró la patrona.
– A golpes cualquiera entiende, agregó mi Madrina.
– Mira al suelo cuando te dirijo la palabra, mocosa. Tienes los ojos endemoniados y yo no te voy a permitir insolencias, ¿me has comprendido? me advirtió la doña.
La miré fijamente sin parpadear, luego di media vuelta con la cabeza muy alta y me fui a la cocina, donde Elvira me esperaba espiando la conversación a través de la puerta.
– Ay, pajarito… Ven aquí para ponerte compresas en los magullones. ¿No te habrán roto un hueso?
La solterona no volvió a maltratarme y como nunca mencionó el cabello perdido, acabé considerando ese asunto como una pesadilla que se filtró en la casa por alguna rendija. Tampoco me prohibió mirar el cuadro, porque seguramente adivinó que, de ser necesario, yo le habría hecho frente a mordiscos. Para mí esa marina con sus olas espumantes y sus gaviotas inmóviles llegó a ser fundamental, representaba el premio a los esfuerzos del día, la puerta hacia la libertad. A la hora de la siesta, cuando los demás se echaban a descansar, yo repetía la misma ceremonia sin pedir permiso ni dar explicaciones, dispuesta a todo por defender ese privilegio. Me lavaba la cara y las manos, me pasaba el peine, estiraba mi delantal, me calzaba las zapatillas de salir y me iba al comedor. Colocaba una silla frente a la ventana de los cuentos, me sentaba con la espalda recta, las piernas juntas, las manos en la falda como en misa y partía de viaje. A veces notaba que la patrona me observaba desde el umbral de la puerta, pero nunca me dijo nada, me había cogido miedo.
– Así está bien, pajarito, me animaba Elvira. Hay que dar bastante guerra. Con los perros rabiosos nadie se atreve, en cambio a los mansos los patean. Hay que pelear siempre.
Fue el mejor consejo que he recibido en mi vida. Elvira asaba limones en las brasas, los cortaba en cruz, los ponía a hervir y me daba a beber esa mixtura, para hacerme más valiente.
Varios años trabajé en la casa de los solterones y en ese tiempo muchas cosas cambiaron en el país. Elvira me hablaba de eso. Después de un breve período de libertades republicanas, teníamos otra vez un dictador. Se trataba de un militar de aspecto tan inocuo, que nadie imaginó el alcance de su codicia; pero el hombre más poderoso del régimen no era el General, sino el Hombre de la Gardenia, jefe de la Policía Política, un tipo de modales afectados, peinado a la gomina, vestido con impecables trajes de lino blanco y capullos en el ojal, perfumado a la francesa y con las uñas barnizadas. Nadie pudo acusarlo nunca de una vulgaridad. No era un marica, como dijeron sus numerosos enemigos. Dirigía en persona las torturas, sin perder su elegancia y su cortesía. En esa época refaccionaron el Penal de Santa María, un recinto siniestro en una isla en medio de un río infestado de caimanes y pirañas, en los límites de la selva, donde los presos políticos y los delincuentes, tratados como iguales en la hora de la desgracia, perecían por hambre, golpizas o enfermedades tropicales. Elvira mencionaba a menudo estos asuntos, de los cuales se enteraba por rumores en sus días de salida, puesto que nada de eso se escuchaba en la radio o salía publicado en la prensa. Me encariñé mucho con ella, abuela, abuela, la llamaba, nunca nos vamos a separar, pajarito, prometía ella, pero yo no estaba tan segura, ya entonces presentía que mi vida sería una larga serie de despedidas. Como yo, Elvira había comenzado a trabajar cuando niña y a lo largo de tantos años el cansancio se le había introducido en los huesos y le afectaba el alma. El esfuerzo acumulado y la pobreza perpetua le quitaron el impulso para seguir adelante y empezó a dialogar con la muerte. Dormía por las noches en su ataúd, en parte para acostumbrarse de a poco y perderle el miedo, y en parte para irritar a la patrona, quien nunca pudo tolerar con naturalidad ese féretro en su casa. La mucama no fue capaz de soportar la visión de mi abuela dentro de su lecho mortuorio en el cuarto que compartían y se fue sin avisar ni aun al patrón, quien se quedó esperándola a la hora de la siesta. Antes de partir marcó todas las puertas de la casa con cruces de tiza blanca, cuyo significado nadie logró descifrar y por lo mismo no nos atrevimos a borrarlas. Elvira se portó conmigo como una verdadera abuela. Con ella aprendí a canjear palabras por otros bienes y he tenido mucha suerte, porque siempre encontré alguien dispuesto a esa transacción.
Durante esos años yo no cambié mucho, seguí siendo más bien flaca y chica, con los ojos bien abiertos para fastidiar a la patrona. Mi cuerpo se desarrollaba con lentitud, pero por dentro algo corría desbocado, como un río invisible. Mientras yo me sentía mujer, el vidrio de la ventana reflejaba la imagen borrosa de una chiquilla. Crecí poco, pero lo suficiente para que el patrón se ocupara más de mí. Debo enseñarte a leer, hija, me decía, pero nunca tuvo tiempo de hacerlo. Ya no sólo me pedía besos en la nariz, también me daba unos centavos por acompañarlo cuando se bañaba y pasarle una esponja por todo el cuerpo. Después se echaba sobre la cama y yo lo secaba, lo empolvaba y le ponía la ropa interior, como a un recién nacido. A veces él permanecía horas remojándose en la bañera y jugando conmigo a las batallas navales, en otras ocasiones pasaba días sin prestarme ninguna atención, ocupado en sus apuestas o aturdido, con la nariz color berenjena. Elvira me había advertido con incuestionable claridad que los hombres tienen entre las piernas un monstruo tan feo como una raíz de yuca, por donde salen los niños en miniatura, se meten en la barriga de las mujeres y allí se desarrollan. No debía tocar esas partes por ningún motivo, porque el animal dormido levantaría su horrible cabeza, me saltaría encima y el resultado sería una catástrofe; pero yo no la creía, eso sonaba como otra de sus estrafalarias divagaciones. El patrón sólo tenía una lombriz gorda y lamentable, siempre mustia, de la cual jamás salió nada parecido a un bebé, al menos en mi presencia. Era similar a su pulposa nariz y descubrí entonces -y comprobé más tarde en la vida- la relación estrecha entre el pene y la nariz. Me basta observar la cara de un hombre para saber cómo se verá desnudo. Narices largas o cortas, finas o gruesas, altivas o humildes, narices ávidas, husmeadoras, atrevidas o narices indiferentes que sólo sirven para soplar, narices de todas clases. Con la edad casi todas se engruesan, se ponen fláccidas, bulbosas y pierden la soberbia de penes bien plantados.
Cuando me asomaba al balcón, calculaba que habría sido mejor quedarme al otro lado. La calle era más atractiva que esa casa donde la existencia transcurría tediosa, repitiendo rutinas siempre al mismo paso lento, los días pegados unos con otros, todos del mismo color, como el tiempo de los hospitales. Por las noches miraba el cielo e imaginaba que lograba hacerme de humo para deslizarme entre los barrotes de la reja cerrada. Jugaba a que un rayo de luna me daba en la espalda y me brotaban alas de pájaro, dos grandes alas emplumadas para emprender vuelo. A veces me concentraba tanto en esa idea, que lograba volar sobre los techos de la ciudad; no pienses tonterías, pajarito, sólo las brujas y los aviones vuelan de noche. No volví a saber de Huberto Naranjo hasta mucho después, pero pensaba a menudo en él, poniendo su rostro moreno a todos los príncipes encantados. Intuí el amor temprano y lo incorporé a los cuentos, se me aparecía en sueños, me rondaba. Atisbaba las fotos de la crónica policial, tratando de adivinar los dramas de pasión y muerte que encerraban las páginas de los periódicos, estaba siempre pendiente de las conversaciones de los adultos, escuchaba detrás de las puertas cuando la patrona hablaba por teléfono y atosigaba a Elvira con preguntas, déjame en paz, pajarito. La radio era mi fuente de inspiración. En la cocina había una encendida desde la mañana hasta la noche, único contacto con el mundo exterior, que proclamaba las virtudes de esa tierra bendita por Dios con toda clase de tesoros, desde su posición en el centro del globo y la sabiduría de sus gobernantes, hasta el pantano de petróleo sobre el cual flotábamos. Con esa radio aprendí a cantar boleros y otras canciones populares, a recitar los avisos publicitarios y this pencil is red, is this pencil blue? no that pencil is not blue, that pencil is red siguiendo un curso de inglés para principiantes, media hora al día, conocía los horarios de cada programa, imitaba las voces de los locutores. Seguía todos los folletines, sufría lo indecible con esos seres vapuleados por el destino y siempre me sorprendía que al final a la protagonista se le acomodaran tan bien las cosas, porque durante sesenta capítulos se había conducido como una cretina.
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