Pero a continuación ocurrió algo que me sacó del bloqueo y que me hizo pensar que antes de tomar decisiones drásticas como confesar o tirarme por una ventana habría que esperar, tendría que esperar callada a que ocurriese algo, porque siempre ocurre, sólo hay que tener paciencia.
Lo que ocurrió fue que Fred estaba hablando con Karin en noruego de una manera que me sobresaltó. Fred nunca le levantaba la voz a Karin, Fred era el perro de Karin, por eso me sorprendió tanto. Salí de puntillas de la habitación dorada y rosa a tiempo de ver cómo subían ellos dos. Fred prácticamente empujaba a Karin, y Karin se vencía sobre una cadera y sobre la otra agarrándose a la barandilla como podía. Al principio pensé que era por mí, Karin debía de ser mi protectora y si aún no me habían pillado espiándolos era porque no habían querido o porque yo tenía un don especial que los cegaba o porque según la ley de la probabilidad era muy improbable que una chica que se habían encontrado vomitando en la playa fuese una espía. Pero afortunadamente el enfado no tenía nada que ver conmigo. Fred estaba tan cabreado que casi ni me vio en el pasillo dirigiéndome a mi cuarto desde el suyo.
Karin vino hacia mí medio llorando y cuando llegó a mi altura se me abrazó. Fred nos miró enternecido. Yo me di cuenta de que Karin fingía que estaba medio llorando. Me separé de ella un poco y le pasé la mano por el pelo mirando a Fred, preguntándole con los ojos qué pasaba.
Me lo dijeron. Karin con su fingido medio llanto me dijo que Fred no comprendía lo que significaban para una mujer sus joyas. Fred pretendía que se las diera a Alice.
Asentí tal como pretendía Karin a pesar de que ambas sabíamos que yo era una mujer sin joyas y que jamás se me había ocurrido pensar en ellas.
– Por Dios, Karin -dijo Fred-, hay cosas más importantes que las joyas.
Karin no dijo nada y Fred continuó.
– La vida es más importante, ¿o no? Vida a cambio de joyas.
– Esa zorra… -dijo Karin-. Me está dejando sin nada.
Entendí que las inyecciones que Otto y Alice les daban tenían un precio en joyas.
– Quiero que vayas a su casa -dijo Fred abriendo la caja fuerte empotrada dentro del armario- y que le digas que se te había olvidado entregarle este pequeño presente y que lo sientes. En mi vida he pasado tanto bochorno como cuando Otto me ha llamado al orden.
– ;No puedes ir tú? -dijo Karin.
– No -dijo, sacando la caja-joyero, que yo conocía, de la caja fuerte. Y en ese momento me salí, me pareció prudente no quedarme mirando las joyas de Karin, sobre todo porque no quería verlas.
– Que te acompañe Sandra. Así os dais un paseo.
La sopa olía a quemado y bajé corriendo y entonces empecé a toser como en días pasados. Me corría un sudor frío por la nunca. Separé la sopa del fuego y me tumbé en el sofá prácticamente en el hueco que había dejado Karin un momento antes.
Debían de estar eligiendo qué joyas llevarle a Alice y me dio tiempo a reponerme y a servir la sopa en unos cuencos de madera que había comprado Karin en el centro comercial.
Nos la tomamos con la presencia de la bolsa de plástico que yo había traído de la farmacia y que usó Fred para meter las joyas para Alice y que dejó caer con un chasquido sobre la mesa. Hablaron un poco en noruego reprochándose cosas, quizá que Fred no hubiese llegado a controlar ese producto que tan caro les costaba, hasta que él dijo que iba a llamar a Otto para decirle que Karin iba a ir a ver a Alice porque tenía mucho interés en hacerle un regalo.
Se levantó, llamó y dijo que nos esperaba a las cinco. Precisamente la hora acordada con Julián para vernos en el Faro.
– ¿No creéis que deberíais ir vosotros? No me siento cómoda, la verdad, involucrándome en un asunto tan privado.
– Por eso quiero que vayas -dijo Fred-, porque quiero que comprendan de una puta vez -Fred dio un puñetazo en la mesa que me dejó pasmada- que eres de la familia y que te mereces entrar en la Hermandad, que te lo mereces más que muchos de los que han hecho méritos haciendo gamberradas por la calle.
Karin miró con admiración a su marido y luego me sonrió.
– Tiene razón -dijo.
Me asustaba que quisieran compartir tantas cosas conmigo. Me asustaba que Fred pudiese rebelarse contra su tribu por mí, esto era algo con lo que no contaba. Seguramente llevaban tanto tiempo guardando secretos y tramando asuntos entre ellos que necesitaban desesperadamente que entrase un tercer jugador para no aburrirse. La Hermandad les proporcionaba seguridad, pero ninguna diversión. Las fiestecitas de antaño estaban bien pero les sabrían a poco. Y más que nada me estaba poniendo muy nerviosa la idea de no poder encontrarme con Julián.
– Tengo cita a esa hora para apuntarme en un curso de preparación para el parto. Podemos ir más temprano a lo de Alice o mejor, mañana.
Fred y Karin negaron con la cabeza.
– Más temprano -dijo Fred- Alice está acostada, es imposible verla desde las dos hasta las cinco. Por que retrases un día la preparación para el parto no creo que ocurra nada.
– Es que se pueden acabar las plazas, ése es el problema -dije.
– No te preocupes -dijo Karin con su diabólica sonrisa-. En mi gimnasio también preparan para el parto, sólo tengo que hablar con el director. Así, mientras yo hago mis ejercicios, tú haces los tuyos. Mañana mismo hablo con él.
Era imposible. Les resultaba imposible no hacer lo que querían en cada momento. Les violentaba tener que amoldarse a las necesidades de otro.
A las cinco en punto aparcaba el todoterreno en la puerta de Alice. Llamamos al timbre y tardaron unos cinco minutos en abrirnos, lo que estaba humillando a Karin. Yo sin querer (qué más me daba Karin que Alice), me puse de su parte. Vivía en casa de Karin, tenía más roce con ella, la conocía mejor. Aunque llegado el momento las dos pensasen en quitarme de en medio, era imposible no tomar partido.
No dije nada para no mortificarla más, ni siquiera la miraba de frente.
– Esta Alice me las va a pagar -dijo mientras se abría la puerta lentamente.
Y mientras andábamos hacia las columnas dóricas me pregunté quién sería peor de las dos, quién podría más contra la otra. Por lo pronto Alice tenía más juventud y fuerza y era quien controlaba el líquido, por lo que
Karin no tenía mucho que hacer, sino aguantar y tragar saliva.
Nos recibió Frida, que por las tardes debía de limpiar esta mansión y tuvimos que esperar un poco más en el salón. Yo estaba ansiosa por reconocer en la cara de Frida si había descubierto el robo de las inyecciones usadas, pero apenas me miró. Ahora que reparaba más en ella me daba cuenta de que me consideraba una intrusa en la Hermandad y que mi presencia en casa de los Christensen debía de haberla irritado mucho.
– ¡Qué mal gusto! -dijo Karin en voz baja paseando la vista por relojes de bronce, por candelabros de plata, por espejos enmarcados en oro, por tapices antiquísimos, por cuadros de museo.
– ¿Son auténticos? -pregunté.
– Si lo son, como si no lo fueran -dijo Karin con desprecio.
Le pregunté si había cogido la bolsa con las joyas y se tocó el bolso en señal de confirmación. Tampoco es que Karin tuviera un gusto exquisito pero era algo más personal y le gustaban las cosas bonitas aunque no fueran caras ni lujosas. Lo de Alice era puro lujo, el abarrotamiento del lujo, que impedía que destacase nada en especial. Me sentía como en una tienda de antigüedades, donde uno va reparando en cada una de las cosas e imaginándosela en un lugar diferente. Yo nunca había comprado una antigüedad, no tenía dinero para comprarla ni casa donde colocarla, pero de lo que estaba viendo me gustaba un jarrón chino que debía de tener dos mil años.
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