Karin soltó una parrafada en alemán y luego se quedó pensativa.
– No creo que tenga paciencia para enseñarte, es mejor que vayas a una academia. Conozco una muy buena.
A lo tonto a lo tonto, Karin había pagado el ticket y yo lo había cogido y lo había tirado en una papelera, habíamos bajado el primer piso y ya estábamos abriendo el capó y metiendo allí la compra de Karin. Esta vez, además de sus típicos caprichos, había comprado cosas prácticas como fruta y leche. Fue entonces cuando miró a su alrededor y dijo que no habíamos aparcado aquí. Le dije que sí, lo que pasaba es que ahora en lugar de las escaleras mecánicas habíamos cogido el ascensor.
Volvió a echar otro vistazo alrededor y no dijo nada. Podría haberle dicho que al volver a comprobar si me había dejado las luces me había dado cuenta de que estábamos aparcadas en una plaza reservada a los inválidos y que había tenido que moverlo, pero opté por el camino más corto. Si se lo creía, bien y, si no, tampoco se habría tragado lo otro.
– ¿Nos vamos ya a casa? -pregunté para sacarla de sus pensamientos.
– Iremos más por ti que por mí, yo no me canso.
Le pregunté, para sacarla de nuevo de sus pensamientos, si no le importaba que antes pasáramos por casa de mi hermana para comprobar que todo estuviera en orden y para recoger una carpeta que me había olvidado allí, una carpeta que por supuesto no existía.
Estuve esperando en el Faro una hora y Sandra no apareció. Era muy fácil que le surgiese cualquier contrariedad y no pudiera acudir a la cita. Cuando ocurría esto no sabía si esperar más o marcharme. Me daba pena que inventara cien mil historias para poder venir y que yo me hubiese ido. Y lo que me parecía realmente peligroso es que apareciera otra vez por el hotel. Sobre todo quería avisarla de que no fuera por allí a buscarme, de que cuando necesitara comunicarse conmigo lo hiciera aquí mismo, en el Faro. Nuestro problema hasta ahora había sido dónde podría dejarme mensajes y yo a ella. A veces había estado tentado de hacerme con un móvil de aquí y darle dinero a ella para que pudiera llamarme, pero las llamadas acaban delatando, las llamadas son indiscretas, nunca puedes saber en qué situación se encuentra la persona a la que llamas. Era mejor así. Cuanto menos pudieran localizar nuestras vías de contacto, mucho mejor. Por eso la pareja noruega no usaba móviles y muchos de los invisibles tampoco tenían teléfono fijo. Por lo general usaban el de alguien conocido o de bares cerca de casa. Fue entonces cuando me vino a la mente el que podría ser el buzón para nosotros más sencillo: el sitio que mejor conocíamos, el banco de piedra donde tantas veces nos habíamos sentado. Ése era el lugar donde podríamos dejarnos los mensajes y mientras en la heladería me tomaba un descafeinado y un bollo a rebosar de mantequilla y azúcar le dibujé un pequeño plano del lugar. Era muy elemental, pero si no se podía relacionar una cosa con otra no era tan fácil descifrarlo.
Doblé el papel y puse: «Entregar a la chica del pendiente en la nariz».
Conduje despacio hacia la casita para que Karin se fuese distanciando de lo del parking antes de llegar a Villa Sol. En cuanto dejamos el pueblo atrás el paisaje se hizo precioso, oscuro con pequeñas luces aquí y allá, las sombras de los árboles se movían y el cielo nos tragaba. Y estaba compartiendo este momento con un ser que había matado a cientos de personas sin pestañear, sin remordimientos y con sadismo. Me llegaba su perfume y abrí la ventanilla.
– Eres muy romántica, ¿verdad, Karin? Te gustan mucho las historias de amor.
– No podría vivir sin eso, ahora ya soy vieja, pero hay historias que me lo recuerdan. Disfruto mucho. Es la sal de la vida, el amor, la conquista, la seducción. No puedes imaginarte cómo era Fred cuando le conocí. Era un hombre espectacular. Alto, guapo, con determinación, era tal como lo había soñado. Era un atleta, hacía toda clase de deportes, montaba a caballo, esquiaba, era montañero, un hombre superior…, completo. Me enamoré nada más verle. Era digno de estar en una novela o en una película. Ahora somos dos viejos. ¿Qué edad tienen tus padres?
– Mi madre cincuenta y mi padre cincuenta y cinco -dije pensando que la descripción que me hacía Karin de su Fred era como la que me había hecho Julián, sólo que ésta menos idealizada. Para Julián, Fred era la materia prima que Karin necesitaba para escalar posiciones y yo añadiría que para moldear sus sueños romanticoides. Por lo que había deducido hasta aquí, Karin podía ser terriblemente práctica y también fantasiosa.
– ¿Y tus abuelas?
– Ya no viven. Conocí muy poco a mis abuelas, a veces no sé si las recuerdo o las imagino.
– Ahora me tienes a mí -dijo.
Y sin querer le sonreí satisfecha; incluso sabiendo que era una escenificación por parte de ambas me sentí reconfortada. Karin ni en los momentos de mayor debilidad ni en los que lograra sentirse más humana daría más de lo que recibiese a cambio, no estaba acostumbrada a la generosidad, no entraba en su comportamiento.
En la casita, como la llamaba Julián, había luz. Detuve el todoterreno y le dije a Karin que si quería me esperase allí, pero tal como me imaginaba no quiso. Cuando se encontraba bien no estaba dispuesta a perderse nada.
Bajó del coche sujetándose en mí y esperó conmigo a que nos abriesen. En el fondo la traje aquí para que tuviese muchas cosas en la cabeza y se hiciese un lío. Pensé que en su cabeza este detalle tendría más importancia que el haber parado en el Faro o que hubiera dudado del piso en que habíamos aparcado en el súper. De contarle algo a Fred, tendría que contarle su conversación con Alice. A Fred sólo lo pondría en mi contra cuando no me necesitase o yo le fallara, mientras tanto estaba dispuesta a escenificar.
Salió un hombre en pantalón corto y con los pelos revueltos, el tipo de hombre que cuando está en casa está hecho un cerdo. Abrió la cancela cansinamente, iba descalzo a pesar del frío que hacía, el tipo de hombre para el que entrar en su casa es como entrar en la cama. Era profesor de instituto. Sabía por mi hermana que había pedido el traslado a un lugar de playa huyendo de un divorcio. Le dije que venía a ver si necesitaba algo y a recoger una carpeta que me había olvidado. Se hizo a un lado para que diéramos los cuatro pasos que nos ponían en el umbral. No quería ni pensar cómo me encontraría el salón.
– ¿Una carpeta, dices? -y se rió como un loco.
Como me temía, todo estaba inundado de carpetas, papeles y dos dedos de polvo.
– Si me dejas mirar, la reconoceré.
– Haremos una cosa, me dejas que yo la busque y mañana te pasas por aquí -y volvió a reírse, el divorcio le había trastornado, o su mujer se había divorciado de él porque estaba trastornado.
– ¿Vives solo? -dije por romper la tensión.
– Mucho cuidado con lo que preguntas -dijo acercándoseme de una manera intimidatoria-, luego no te quejes de mi contestación.
¡Dios santo! Estaba fatal.
– Muy bien -intervino Karin con su acento extraño-. Mañana a esta hora mandaremos a alguien a recoger la carpeta.
Y a continuación soltó una frase en alemán con una seriedad y una cadencia que no sólo dejó desconcertado al profesor sino también a mí.
– No he entendido nada -dijo el profesor.
– He dicho -dijo Karin mirándole muy seriamente con su difícil cara- que te metas la lengua en el culo y que te duches, esto huele a estiércol.
Me sentí muy avergonzada por Karin, por el loco profesor, por la humanidad entera y muy aliviada porque un percance así era lo que necesitaba para que Karin no pensara en que yo hacía cosas extrañas.
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