En el centro comercial, a la media hora de estar en la sección de jardinería, le dije que se me habían hinchado los pies y que la esperaba en el coche haciendo punto. Ella insistió en que me quedase, insistió en que precisamente andando de un lado para otro sería como se me deshincharían los pies, insistía porque le gustaba ir comentando lo que veía. Pero yo no estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer y me marché al todoterreno y me encontré muy bien sin oír la voz de Karin. Saqué el punto, hacía días que no lo había tocado y me embebí en esta tarea, casi se me olvidó pensar en Alberto. El ausente Alberto. Abrí la ventanilla para que entrara el aire y el traqueteo de los carros metálicos hacia los coches. La vida podía ser tan sencilla, una vida apacible de jubilados cansados de guerrear empujando los carros de la compra y disfrutando de las pequeñas cosas.
A las dos horas vi a Karin a los lejos entre brillos metálicos y salí a ayudarla. Dejó que yo empujase el carro, no me preguntó si me encontraba mejor, no me habló. Tuve la impresión de que durante todo este tiempo, al no tener con quien hablar, le había dado por pensar en mí y que lo que había pensado no era muy bueno. Tragué saliva. Abrí el maletero, coloqué las cosas y le alabé unas macetas de terracota. Me dijo que se había hecho daño al levantarlas para meterlas en el carro, menos mal que una morena (¿se referiría a que era negra?) al final había venido a socorrerla. Dijo morena con desprecio y dijo socorrer con la intención de que yo sintiese que la había abandonado. Estuve a punto de decirle que no era necesario que comprase las macetas si no podía cargar con ellas, pero esto habría empeorado las cosas, yo le caería peor, pensaría mal de mí y acertaría. Así que opté por decir que lo sentía.
– Lo siento mucho, ha habido un momento en que tenía el estómago revuelto.
¿Se ablandó con estas palabras? Yo no lo llamaría ablandarse, no pensaba en mí, pensaba en que yo no había dejado de quererla, pensaba que me gustaba estar con ella y que sólo una indisposición podría apartarme de su lado.
– Cuando lleguemos a casa podrás ver todo lo que he comprado.
Le dije que estaba deseando ver aquellas cosas tan bonitas y seguimos camino hacia el gimnasio. Hoy tocaba por la mañana y por fortuna tampoco a esta hora solía haber aparcamiento cerca y ella se tenía que bajar en la puerta y yo continuaba para buscar uno. Y rezaba por que también ahora fuese así, por poder acercarme al hotel a ver a Julián o a dejarle una nota. De lo contrario, me obligaría a subir con ella y no podría negarme, y si me marchaba mientras ella estaba con los ejercicios se enteraría y tendría que justificarlo.
Una vez más el que la calle estuviera de bote en bote de coches me venía bien, más que bien. Ella misma dijo que me iba a ver negra para encontrar sitio.
Me fui derecha al hotel. Un monovolumen dejaba un hueco libre prácticamente en la puerta cuando llegué. Pregunté por Julián en recepción y llamaron a su habitación, no estaba. No estaba y yo no quería regresar con las inyecciones, antes que regresar con ellas encima las tiraría, pero antes de tirarlas tenía que intentar entregárselas a Julián.
¿Dónde estaría? ¿Qué hacía cuando no estaba conmigo en el Faro? Todo tenía que hacerlo yo. Estaba harta, ¡harta! Salí deprisa y bajé al Paseo Marítimo, allí había puestos de flores. Me acerqué al primero que encontré y compré el ramo más barato que había. Eran flores de temporada, por supuesto de invernadero, no olían a nada, lo que mejor olían eran los tallos cortados y mojados. La florista china los sacó chorreando de un cubo y los envolvió en papel transparente. Le pedí un poco de aquel papel extra y que se diese prisa, aunque ya que lo compraba tampoco quería que el ramo quedase hecho un adefesio. También me dio un sobre con tarjeta para que escribiese algo.
Me senté en un banco mirando al puerto y envolví las dos jeringas sin quitarles el papel higiénico en el papel de celofán que me acababa de dar la china sin comprender ella por qué querría un trozo de papel que no serviría para nada. Introduje este pequeño paquete entre los tallos. No se notaba nada en absoluto, iba además atado por un lazo muy grande que disimularía cualquier cosa. Escribí en la tarjeta:
¡Feliz cumpleaños! Que encuentres siempre entre los tiernos tallos de estas flores la juventud que no se olvida.
En lugar de «la juventud que no se olvida» iba a poner «tu eterna juventud», pero me pareció demasiado explícito en caso de que cayese en manos indeseables. Por supuesto era pura paranoia, pero por una simple frase no me la iba a jugar. Esperaba que después del riesgo que corría quedase alguna gota en buen estado en las jeringas que pudiera ser analizada. Regresé al hotel y dejé el ramo en recepción para que se lo entregaran a Julián en cuanto llegase.
A continuación me metí en un bar cercano y llamé a mi madre.
Casi pegó un grito al oírme y me dijo que estaban preocupados por mí, que dónde me había metido después de que mi hermana me hiciera salir del bungalow. Mi madre cuando se enfadaba con mi hermana llamaba bungalow al chalé, por lo que deduje que debían de haber discutido por mi culpa. Le dije que no se preocupara, que estaba compartiendo un apartamento con unas amigas y que me encontraba encantada de la vida.
– ¿Y no tienes que decirme nada más?
– No. Esto es todo lo que hay.
– ¿Estás segura? -dijo con ese tono inquisitorial que tanto le gustaba usar cuando nos había pillado a alguno en falta.
– ¿Qué quieres decir? -dije.
– Me refiero a…, ya sabes.
– No, no lo sé -dije yo para mortificarla a ella o para mortificarme yo misma.
– ¡Por Dios!, Sandra, soy tu madre. No naciste en una maceta.
¿En una maceta? Cuando estaba fuera de sí decía tonterías como ésta, así que pensé que éste sería un momento tan bueno como cualquier otro para confesar.
– ¿Te refieres a niños, a los niños que vienen al mundo?
– Sí, a eso me refiero. Tu hermana me lo dijo, no podía cargar con ese secreto sobre su conciencia.; Y si te ocurriera algo?
Se puso a llorar, había tardado mucho, para tratarse de lo que se trataba.
– Le dije a tu hermana que no tenía que haber alquilado el bungalow, que tenía que habértelo dejado hasta que volvieras.
– Mamá, necesitará el dinero, déjala, ya te he dicho que estoy fantástica.
Le dije que me había hecho una ecografía y que su nieto iba a ser un niño. Le dije que era un niño muy sano, perfecto y que los paseos por la playa y la vida al aire libre me estaban viniendo de miedo. Se puso a llorar torrencialmente. Nada de lo que yo hacía encajaba en su idea de cómo tenían que ser las cosas.
– ¿Necesitas dinero? -dijo con la voz entrecortada.
– He encontrado un trabajo, vivo bien -dije-. Cuando mis amigas se marchen podréis venir a verme.
En el fondo me encontraba más aliviada y sólo se me había olvidado hacerle prometer que no le diría nada a Santi, pero el tiempo se me había echado encima y debía ir a recoger a Karin. Y no sabía si volver con Karin era volver a la realidad o a la irrealidad más absoluta.
Cuando llegué ya estaba esperando en la puerta con la bolsa de deporte colgada al hombro. Como siempre, su retorcida cara, sobre todo ahora que el sol le hacía contraerla más, expresaba por sí misma un interrogatorio que yo no pensaba contestar. Ni siquiera acudí a la socorrida excusa de haber tenido que dejar el coche en el quinto pino y luego haber estado dando vueltas hasta que salió. Me limité a preguntarle qué tal le había sentado la gimnasia.
– De maravilla -dijo.
Fred y ella usaban el idioma con gran soltura, aunque con acento, y tenía su gracia oírles decir frases hechas.
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