Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Era Frida quien apareció entre el jardín y la calle.

Aguanté su mirada tosca de persona que hace lo que le mandan y dije que venía a ver a Alice.

– Está en yoga -dijo Frida-, pero puedes esperarla.

– ¿Sabe Alice que estoy aquí? -pregunté imaginando que la habrían llamado por teléfono.

– Sí, vendrá dentro de veinte minutos. Puedo prepararte un té.

– De acuerdo -dije mientras nos encaminábamos a las columnas-.; Y Otto?

– Está en su despacho. No se le puede molestar.

– No hay ninguna necesidad -dije yo.

Nada más abrir la puerta de la casa, salieron a recibirnos los revoltosos perrillos de Alice. Como ella no estaba, no me molesté en hacerles carantoñas. Eran graciosos, pero no sentía nada por ellos. Y me senté en el salón mientras me mordisqueaban las botas. A pesar del calor no me quité el anorak. Mientras Frida me servía el té, me pasé la mano por la barriga y le pregunté por el baño. Me indicó el aseo de cortesía al lado de la escalera. Me metí en el aseo, era pequeño y con un lavabo muy bonito de porcelana rústica de la zona. No sabía qué hacer, ni por dónde empezar a buscar y además me iban a pillar, era demasiado arriesgado con Frida y Otto en la casa.

Fred me había pedido o mejor dicho ordenado que buscara cajas de inyectables con líquido incoloro y sin ningún nombre grabado ni en las ampollas ni en la caja. Podría encontrarlas en el dormitorio, en el primer piso. Nada más entrar a la derecha vería una cómoda, puede que allí guardasen algunas cajas porque Alice se las inyectaba continuamente. También podrían estar en los armaritos del cuarto de baño principal y en la caja fuerte con toda seguridad, pero era impensable que yo pudiera abrirla. No era capaz de inventar ninguna excusa para subir al primer piso.

Me miré en el espejo, tú no estás hecha para esto, que lo haga Fred si quiere. Salí del baño y me dirigí a la puerta de salida, llevaba todo conmigo, no necesitaba volver al salón, pero cuando tenía la mano en el pomo Frida me dio el alto, la rubia Frida a la que me imaginaba bastante bien gaseando a la gente sin pestañear.

– No puedo esperar, no me encuentro bien -dije.

Pintonees apareció Otto quitándose las gafas de cerca y poniéndose las de lejos y me tendió un pequeño paquete, la mitad del que solía llevar Martín, pero un paquete al fin y al cabo.

– Toma, llévale esto a Karin, le hace falta. Llamaré dentro de diez minutos para saber que has llegado.

– De acuerdo -dije-. Saludos a Alice.

Me monté en la moto completamente desconcertada. No había tenido que buscar ni que robar nada en casa de Alice, me lo habían entregado por las buenas. Me consideraban uno de ellos y había estado a punto de meter la pata por culpa de Fred. Fred me había dicho que la amistad con Otto y Alice se había resentido por mi culpa, que la Hermandad no había visto con buenos ojos que me metieran en su casa. Yo no preguntaba, no preguntaba lo que ya sabía, y había estado a punto de pedirle que no me contara más.

Aunque Otto había dicho que llamaría a los diez minutos me sentí tentada de parar un momento y abrir la caja. Al fin y al cabo lo había pasado mal intentando ser una ladrona de guante blanco. En serio, lo había pasado mal, nunca me había encontrado en una situación semejante y creí que me merecía ver las famosas ampollas, contemplarlas de cerca.

Sabía que era imposible que el paquete quedase exactamente como antes y que se notaría que lo había abierto, pero la curiosidad podía más que nada y me desvié por una calle apartada del camino. Detuve la moto, me bajé, puse el paquete sobre el sillín e inicié la operación de deshacer el cordón, desenvolver el papel y abrir la caja rezando para que no se me cayese y las ampollas se hicieran añicos. También recé para que ninguno de los coches que pasaban lentamente a mi lado fuese de la Hermandad. Fue difícil deshacer el nudo de la delgada cuerda que ataba la caja, tuve que afilarme las uñas por así decir, y cuando lo conseguí aún había que abrir el papel que la envolvía, despegar con mucho cuidado el celo que pegaba los bordes y luego tendría que tratar de envolverlo igual y que casaran los pliegues del papel y pegar el celo en el mismo sitio.

Sólo había cuatro ampollas, eran bastante grandes, y eran incoloras y sin ningún nombre, como me había dicho Fred. ¿Y si cogía una y la guardaba para dársela a Julián y que pudieran analizarla en un laboratorio? Esta idea casi me vuelve loca. ¿Qué hacía? ¿Me arriesgaba un poco más? Quizá la dosis fuese de cuatro ampollas y Fred notase inmediatamente que yo había quitado una. Lo que era seguro es que se lo comentaría a Alice y Otto y que enseguida sabrían que yo la había cogido. Pero si no me quedaba con esta muestra ¿para qué servía todo lo que estaba haciendo? ¿Para qué servía que me estuviera jugando el pellejo? Pero ¿y si se trataba de una prueba? Era muy raro que me hubiesen confiado la caja. La podría haber llevado Otto o la misma Frida. Algo no encajaba, por lo que volví a envolverlo todo lo mejor que pude. El cordón, si uno se fijaba, se notaba que había sido desatado y atado dos veces, pero al menos estaban las cuatro ampollas.

Cuando llegué, Fred salió medio corriendo a abrirme la puerta con sus propias manos. Volvió a correr detrás de la moto. En el garaje le di el paquete.

– Otto ha llamado hace diez minutos. Me dijo que ya tendrías que estar aquí.

– Me he tenido que parar a orinar, no podía aguantar.

A Fred esta explicación le dejó satisfecho y a mí también. Entramos en la casa. Karin estaba tumbada en el sofá vestida con unos vaqueros anchos, horrorosos, que se ponía para estar cómoda. Seguramente se había preparado por si tenía que marcharse al hospital. Fred abrió la caja en mi presencia, sacó una jeringa de una bolsa de las que se usan para guardar cosméticos, rompió una ampolla, pasó el líquido a la jeringa y se la clavó a Karin en el muslo encima de la tela, luego Karin se recostó y cerró los ojos con un suspiro. Fred tiró la jeringa y la ampolla rota al cubo de la basura y miró dentro de la caja con más detenimiento.

– ;Sólo te ha dado esto?

Me encogí de hombros.

– Lo quiere todo para ella -dijo, y nada más decirlo se arrepintió-. Si quería desahogarse podría haberlo dicho en noruego, pero necesitaba compartir su enfado con alguien.

– Olvida todo lo que te he dicho sobre este asunto -dijo Fred-. Era una exageración. Es un medicamento que aún se está ensayando, no está patentado aquí, nos viene del extranjero a través de un amigo de Otto y de pronto tuve miedo de que no fueran a suministrárnoslo nunca más. Me puse nervioso. Lo siento.

– Bueno, no pasa nada -dije yo quitándole importancia-. Lo importante es que ahora Karin se pondrá bien.

– Creo que no hace falta que te diga que es algo que no se debe contar.

Le hice un gesto de que no se preocupara.

– Eres muy extraña. Me has dejado muy sorprendido aceptando ir a casa de Alice con el encargo de robar.

– Sí, yo tampoco sé por qué lo he hecho, quizá no quería ver sufrir a Karin.

Fred me observaba con sus ojos de águila. Quizá tampoco él sabía qué veía en mí exactamente. Y yo me preguntaba de dónde vendrían esas inyecciones y qué llevarían dentro.

Por fin pude deshacerme de la pareja feliz y acudir a mi cita con Julián en el Faro, entre palmeras salvajes. Dije que debía ir a la farmacia a comprar algo para el catarro, porque aunque no preguntasen era mejor adelantarse y no dar ocasión a suposiciones. Cada día anochecía antes y hacía frío y pronto tendríamos que citarnos siempre bajo techo. Circulé todo lo deprisa que pude por aquellas curvas deseando con todas mis fuerzas que Julián me hubiese esperado, si no sentado en el banco ni en la heladería, resguardado en el coche. Ojalá hubiese tenido la paciencia de esperarme los aproximadamente tres cuartos de hora que me estaba retrasando, tenía tanto que contarle, era tan sabrosa la información que me bullía en la cabeza. En el fondo daba gracias a Dios por estar metida en esta aventura. Sabía cosas que ninguno de los habitantes de este pueblo podría imaginar. Aunque ¿realmente sabía, o imaginaba que sabía con la ayuda de Julián?

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