Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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– ¿Y qué pasó en la arena? -pregunté, aunque ya no me fiaba de Julián al cien por cien, por la sencilla razón de que tenía una manera diferente de ver las cosas y unos objetivos más claros que los míos. Ahora mi objetivo era Alberto.

– Cuando estaba en la arena llegó una chica y estuvieron dando una vuelta.

El corazón me dio un salto.

– ¿Sólo una vuelta?

– No sé qué decirte, ahora los jóvenes sois de otra manera. Los amigos os besáis como si fueseis novios. No sabría decirte qué relación tienen. No llegó ni a una hora lo que estuvieron juntos.

Qué ridícula. Mil veces ridícula. Yo no significaba nada para él y por eso no había vuelto a aparecer, no quería comprometerse conmigo, puede que incluso se hubiese arrepentido.

No pude evitar sentirme triste, y la tristeza puso las cosas en su sitio. El mundo de pronto dejó de tener esa capa de merengue que lo había cubierto desde lo del puerto y el beso. Volvía a ser real y serio. Y en el mundo real ocurren cosas terribles, como que matasen a Elfe. Se podría decir que la muerte de Elfe acudió en mi ayuda, un bálsamo para mi alma.

Salí del coche de Julián y me metí en el todoterreno. Tantas precauciones para qué. Estaba harta. No miré la hora. Cuando llegué al gimnasio, Karin estaba esperando con cara de pocos amigos, pero de peor humor estaba yo. No le abrí la puerta ni la ayudé a subir, dejé que se las arreglara mientras yo veía volar a los pájaros y a la gente que pasaba y mi vida que se me iba. Mi hijo me dio una patada. Por lo menos lo tenía a él y toda la compasión del mundo por mí misma. Notaba la mirada retorcida y difícil de Karin en mi perfil. Ya no podía hacerme daño. Su daño no era nada al lado del de Alberto.

6 La eterna juventud

Sandra

Karin sufría unos bajones preocupantes, cuatro días bien y cinco mal, hasta que llegaba Martín con un paquete del tamaño de una mano que Karin se llevaba a su habitación. Al principio no me fijé en la relación que había entre el paquete y la salud de Karin, pero poco a poco una cosa llevó a la otra. Los ojos veían que el paquete llegaba y que Karin mejoraba y luego la mente hacía su trabajo hasta que no tuve más remedio que sospechar que había gato encerrado. ¿Qué había en el maldito paquete? Nunca lo dejaban al alcance de mi mano. Si Karin estaba en la cama cuando Martín llegaba, se lo subía él mismo o Fred, o bajaba ella. Si estaban fuera, abría la salita-biblioteca con una llave que sacaba del bolsillo, lo dejaba allí y se guardaba de nuevo la llave. Lo que al principio me parecían simples costumbres se habían ido convirtiendo en auténticos misterios: el uniforme, el paquete, la cruz de oro, la puerta cerrada. Quizá había estado tan ocupada buscando la cruz de oro que no me había percatado de algo tan sencillo. A esto se debía de referir Julián cuando me decía una y otra vez que tuviera los ojos bien abiertos y que uno se cree que no está viendo nada cuando está viendo muchas cosas. Seguro que, como el paquete, habría muchas más señales interesantes, por lo que ellos siempre tendrían la mosca tras la oreja sobre qué podría haber descubierto yo. Cuando me metieron en su casa, en la mismísima boca del lobo, ni se les pasaba por la cabeza que alguien tan joven como yo, tan alejada de su mundo, alguien despistado que no sabía qué hacer con su vida, que vomitaba en la playa más sola que la una cuando la encontraron, alguien que ni siquiera había ido a la universidad, no se les pasaba por el magín que ese alguien se fuese a tropezar con otro alguien como Julián y que este Julián descorriese un velo y que detrás de ese velo estuviese la verdad.

A principios de noviembre, Karin llevaba varios días bajo mínimos, con la artrosis por las nubes y muy fatigada, no podía ni subir la escalera y Fred dijo que tendrían que ir pensando en instalar una silla mecánica, algo a lo que siempre se había negado Karin por la sensación de decrepitud que daban esas sillas. Se pasaba el día en la cama. Yo tampoco me encontraba bien, tosía, estornudaba y a veces me notaba como si tuviese décimas.

Fred estaba muy preocupado por su mujer, su cara de por sí seria se había vuelto mucho más seria aún, como si cada rasgo y cada arruga y pequeño músculo pesaran toneladas de cemento. Se pasaba el día observando el empeoramiento de Karin y subía y bajaba las escaleras constantemente nervioso. Cada diez minutos preguntaba si habían traído algún paquete, de vez en cuando le parecía oír el timbre de la puerta. Supuse que Martín no llegaba con el paquete tal como estaba previsto y que era vital para que Karin se recuperase. El pastel se iba descubriendo y según estaba el ambiente de un momento a otro me enteraría de todo, y yo por una parte quería saber, saciar la curiosidad, pero por otra me daba miedo que ellos supieran que sabía y poniéndome el anorak encima le dije a Fred que me marchaba.

– No puedes irte ahora -dijo con cara de cabreo.

– Tengo que hacer unas cosas. Tengo que ir a la farmacia a comprarme algo para el catarro.

– No te preocupes por el catarro, eso no tiene importancia.

No me gustaba el tono de Fred, su ira contenida que podía estallar de un momento a otro.

– De verdad, lo siento -dije-. Vendré en cuanto pueda.

– ¡No! -dijo Fred. Y añadió algo en noruego o alemán, para el caso era igual, que daba mala espina.

Pensé que si llegábamos al forcejeo yo sería más ágil, pero él era más grande, aunque fuese tan viejo, y tenía fuerza, podía abrir las conservas que yo no podía abrir y si había sido oficial de alto grado de las SS sabría un montón de formas de inmovilizarme. Podría darle una patada en los huevos con mis botas de montaña, pero no estaba segura de acertar y después de haberlo intentado la situación se volvería terrible. Me quedé en el sitio, con el anorak puesto, mirándole y tosiendo, una tos más nerviosa que de catarro.

– Hoy te necesito yo a ti. Hasta hoy nos has necesitado tú a nosotros.

– ¿Cómo? -dije, intuyendo que no sólo se refería a que me hubiesen dado un empleo.

– Sí, pequeña, podrías estar ya en el fondo del mar si Karin y yo no te hubiésemos protegido.

Me dejé caer en el sofá tratando de pensar rápidamente, ¿cómo saldría de ésta?, ya sabían que yo sabía, ¿más o menos de lo que sabía?, ¿merecía la pena seguir haciéndome la tonta?

– No entiendo -dije por si colaba.

– No tengo tiempo de tonterías. El tiempo de las tonterías y de las chicas alegres e ingenuas con piercings y tatuajes se ha acabado. Ahora estamos todos en el mismo barco.

– Quiero saber por qué estoy en peligro y quién quiere matarme.

– No hay tiempo, pero ten por seguro que si te dejo a tu suerte vas a poder montarte en la moto dos veces más como mucho. No estoy para bromas, ni tú tampoco, te lo digo yo. Vas a hacer lo que te diga -continuó, sin que yo pronunciara una sola palabra, no se me ocurría nada que decir-. Karin y yo no queremos que te suceda nada malo y eso no pasará si me haces caso.

Mientras Fred hablaba, me preguntaba si habrían descubierto a Julián. Yo había venido a Dianium huyendo de cualquier tipo de dependencia, había venido por miedo a perder la libertad, a sentirme prisionera de alguien, y ahora mi vida, no sólo mi libertad, estaba en manos de un montón de gente que no conocía.

Me sentía acorralada por Fred, nunca me había hablado así. No encontré otra salida que hacer lo que me pedía. Debía ir a casa de Alice y arreglármelas para robar una de esas cajas que hacían revivir a Karin y que contenía ampollas.

Era más aconsejable la moto que el todoterreno, el todoterreno hacía pensar en Fred y Karin, así que cogí la moto para acercarme a casa de Alice. Me tentó la idea de ir a contárselo todo a Julián o de huir y olvidarme de todo, pero ya estaba metida en esto y no debía de ser tan fácil dejarlo, se me echarían encima, y además en un instante pensé que si la vida me había lanzado este reto por algo sería. Aparqué y llamé a la puerta del número 50 y me santigüé como en los momentos trágicos de la vida. Lo hice de espaldas a las cámaras de vigilancia y respiré hondo. No hacía bien poniendo a mi hijo en peligro, pero haría bien en despejar el mundo, en el que iba a vivir, de gentuza. Nadie contestó al videoportero, lo que casi suponía un alivio. Volví a llamar y cuando me disponía a marcharme se abrió la puerta. A pesar de que hacía frío empecé a sudar, en ese momento me di cuenta de que era cobarde, nunca lo reconocería pero era cobarde y por eso estaba haciendo esto, para fingir que no lo era. Sólo los cobardes son capaces de hacer estas cosas.

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