Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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El problema de esta zona es que era muy fácil confundirse de sendero. En todas partes había la misma vegetación y para llegar a las casas falsamente rurales había que maniobrar con el coche hasta la desesperación. Me confundí dos veces y a la tercera reconocí la casa de Elfe y ningún coche bajo el cobertizo. El silencio era absoluto y no me atrevía a detenerme mucho, y por otro lado estaba aquí y sabía que había una trampilla por la que se accedía al sótano. Me rasqué el cogote hasta casi arañarme. Evidentemente no podía dejar el coche aquí y llamar la atención en plan suicida, así que me arriesgué y me metí en una huerta machacando lechugas y tomates. Regresé andando a la casa, retiré el macetero y abrí la trampilla. La cerré al bajar. Sobre todo, no quería ponerme nervioso. No quería morir en aquella casa tan triste, que apestaba a alcohol y a vómitos rancios. Tuve que dar la luz en el sótano y me llamó la atención algo en el suelo. Sobre las losetas de barro habían pintado un sol negro, por lo que en este sótano habrían hecho alguna ceremonia. Subí temiendo que la puerta que separaba el sótano de la planta baja estuviera cerrada, pero se abrió, lo que quería decir que no esperaban que se colara ningún intruso.

La cocina y el salón estaban revueltos, mucho más que la vez anterior. Habían abierto los cajones y las puertas de los muebles y no se habían molestado en volver a cerrarlos. Debían de haber estado buscando Dios sabe qué, ¿el álbum que me llevé? Seguro que más cosas. Me aventuré a subir la escalera sin querer pensar que si me pillaban me mataban. Pisaba con cuidado aunque estaba seguro de que no había nadie. A Elfe la habrían liquidado, estaba viviendo una vida que no merecería vivir, en opinión de sus amigos. Me asomé a su habitación, completamente revuelta. No me molesté en buscar porque no habría sabido por dónde empezar. Lo que fuese ellos ya lo habrían encontrado y, si no, yo no sería capaz de verlo. Eché una mirada por encima en el armario. Algunas perchas estaban desnudas y los cajones medio vacíos. Abrí el resto de los cuartos y no me llamó la atención nada en especial, salvo el cerco en la pared de los cuadros que habrían descolgado. A saber si no sería algún Rembrandt y algún Picasso.

Ya era hora de salir a la calle. Ahora hice más deprisa el viaje de regreso. Bajé corriendo la escalera principal y abrí la puerta temiendo darme de bruces con alguien que entrase. Puse el macetón sobre la trampilla y me interné en la huerta donde había dejado el coche. Seguía allí, menos mal. Antes de regresar conduje hasta la llamada casa de Frida (tal vez la rubia que estaba con Heim en estos momentos), donde se podía ver el otro coche de Elfe aparcado.

Se habían deshecho de Elfe, y como de Elfe podrían deshacerse de cualquiera, todavía estaban en activo, y yo aún no había encontrado un lugar donde guardar el álbum ni los cuadernos de notas. En cualquier momento podrían desvalijarme el coche y en la habitación era impensable tenerlos.

Sandra

A veces en los sueños vienen las soluciones porque yo ya sabía lo que tenía que hacer y estaba deseando hacerlo. Me tomé un café con leche a toda velocidad, no quería eternizarme con sus lentos sorbos de té. Les dije que quería buscar clases de preparación al parto, que no había pegado ojo pensando en eso y que me marchaba. No se opusieron, ni siquiera me recordaron que Karin tenía gimnasia por la tarde. Estaban sopesando la situación. Muy bien. Llevaba el recorte en el bolsillo del anorak. Podría haberle pedido consejo a Julián, pero resultaba pueril consultarle cada paso que daba y además la situación se alargaría.

A las dos horas estaba de vuelta. Fred estaba preparando otro té que les servía de comida, y Karin se había sentado fuera aunque ya hacía fresco, lo que pasa es que el concepto de fresco para un noruego es algo diferente que para nosotros. Ni Fred ni Karin usaban todavía manga larga ni zapato cerrado ni necesitaban ningún tipo de calefacción.

Esperé a que estuviésemos sentados a la mesa para levantarme y sacar de mi mochila algo envuelto en papel de regalo. Se lo tendí a Karin diciendo que nunca les había regalado nada y que esperaba que les gustase. Karin lo desenvolvió y se quedó sin habla cuando tuvo ante ella la página del periódico con su foto con cristal y un bonito marco dorado, que iría muy bien en su dormitorio.

– Desde que encontré esta foto vuestra guardé el recorte para enmarcarlo, quería que fuese una sorpresa, pero supongo que ya la habéis visto. ¡Sois famosos!, es increíble, sois famosos.

No sabían qué decirme, qué pensar. Yo les miraba con mi mejor sonrisa.

– Gracias -dijo Fred-. Es un detalle muy bonito, no tenías que haberte molestado.

Karin era muy dura, no se sonrojó, no pidió disculpas por hurgar en mis cosas.

– Lo pondremos aquí -dijo colocando la foto sobre la repisa de la chimenea.

– Es un periódico un poco antiguo -añadió.

– Lo vi por casualidad en el gimnasio mientras te esperaba y me lo llevé. Alguien debió de dejarlo allí.

Por fin les mentía. Lo más normal es que me descubriesen, eran expertos en interrogatorios y en hablar con gente desesperada capaz de lo que sea por salvarse, era normal que no creyesen semejantes mentiras, pero tampoco podían estar completamente seguros de que no dijera la verdad porque a veces la verdad parece mentira y al revés.

– Ha sido casualidad -concluí llevándome un panecillo a la boca-. No podía imaginar que aquí se publicaran periódicos en noruego. Por cierto, ¿qué dice?

– He estado pensando qué dibujo se le podría poner al jersey del bebé -dijo Karin con una expresión que daba por concluido el asunto. Había decidido creer en mí.

Julián

No sabía si contarle o no a Sandra lo que había descubierto sobre la Anguila (si es que era quien yo suponía).

Había descubierto que evitaba verla. El jueves por la tarde, cuando iba a echar un vistazo a casa de Otto y Ali-ce por si iba por allí Sebastian Bernhardt o por si salían y podía seguirles, un coche que me resultaba familiar se detuvo en la plazoleta del Tosalet con dos chicos dentro. Mientras me metía por la primera calle a la derecha y aparcaba ante un muro de piedra rosada, caí en la cuenta de que era uno de los coches de Elfe, el más nuevo. Por el retrovisor podía ver lo que ocurría. Pude ver a Martín saliendo del coche con un pequeño paquete en la mano. El otro, el que debía de ser la Anguila, se quedó dentro. Por el rumbo que había tomado Martín, iría a casa de los noruegos, sin embargo la Anguila prefería quedarse en el coche antes de ir a ver a Sandra. Probablemente Sandra estaría allí, en esa extraña prisión que ella misma se había impuesto con mi ayuda. Estaría esperando que la Anguila diera señales de vida. Puede que cuando sonase el timbre y oyese unos pasos entrando que no fuesen los de Fredrik ni los de Otto se le llenara el corazón de esperanza. También la Anguila pensaría algo parecido y sin embargo se quedaba aquí, a distancia suficiente para que no pudiera verlo. Me dolía que Sandra lo estuviera pasando mal por este mamarracho.

A los diez minutos más o menos el mamarracho salió a fumarse un pitillo apoyado en el coche. No era gran cosa, era de lo más corriente, a no ser por algo en sus movimientos y en los rasgos que lo hacía sinuoso y temible. Tenía la cara pálida y alargada y entradas en la frente que enseguida le dejarían sin ese delicado pelo castaño claro. Le creía muy capaz de engatusar a una chica como Sandra. No era el primero que había conocido capaz de convertirse de sapo en príncipe, más aún si le besaba la maravillosa boca de Sandra.

Si yo fuese el padre de Sandra y fuese joven le llevaría por una oreja a verla, aunque la realidad es que no se puede librar a nadie de las decepciones. Si le libras de una, llega otra, como si hubiese un cupo reservado para cada mortal. Si a Sandra no la traicionara la Anguila, la traicionaría otro, como ella había traicionado a Santi, y si no hubiese sido ella, habría sido otra. Era mejor que ese ser despreciable no fuese sólo un poco despreciable o despreciable a medias, sino uno completamente despreciable como la Anguila.

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