Rafael Argullol - La razón del mal

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Premio Nadal 1993
Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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Esta conversación sostenida por Max Bertrán fue lo primero que le vino a Víctor a la mente cuando a principios de septiembre se anunciaron notables cambios en la dirección de la ciudad. El Consejo de Gobierno había sufrido una profunda modificación, eliminando a algunos de sus miembros y fijándose como objetivo prioritario la erradicación del mal. Se difundió una declaración de principios, redactada en tonos belicosos, en la que se advertía que a partir de aquel instante las autoridades actuarían con la máxima dureza, sin excluir el procesamiento de los encubridores, fuera cual fuera su rango. El llamamiento final a los ciudadanos buscaba ratificar la solemnidad que la ocasión exigía. Sin embargo, esta declaración quizá habría pasado desapercibida, confundiéndose con otras precedentes que prometían igual energía, si no hubiera ido acompañada, como colofón, por un nombramiento excepcional: a Rubén, al que el texto oficial reconocía como el Maestro, le había sido concedido el cargo de consultor del Consejo.

La comunicación gubernativa no informaba sobre las atribuciones del nuevo consultor ni nadie supo, tras su lectura, el valor que podía otorgarse a un cargo que nunca había existido. Rubén tampoco hizo nada por aclararlo. A pesar de ello cuando éste, después del retiro que se había tomado, reapareció en público sus intervenciones reflejaron muy pronto un talante que excedía con mucho las meras funciones consultivas. Mantuvo, como antes, las sesiones de la Academia de Ciencias, pero delegó en sus ayudantes la supervisión de las concentraciones nocturnas de la Plaza Central. A cambio, dedicó mucho tiempo a entrevistas periodísticas y a alocuciones televisivas. Por un conducto u otro los ciudadanos estaban siempre sometidos a la presencia de Rubén.

A Salvador Blasi, como director del diario más influyente, le correspondió la iniciativa de presentarle como la figura oficial que ya era. Hasta entonces Rubén había tenido fuerza pero no legitimidad. Desde los cambios recientemente sancionados poseía una y otra, y esta combinación resultaba impresionante, en especial a los ojos de los periodistas, acostumbrados a ocupar la mayor parte de sus horas en averiguar quién detentaba la ley y quién el poder. Blasi, que siempre había presumido de una particular agudeza para tales averiguaciones, estaba encantado con la posibilidad de interrogar del modo más incisivo a Rubén. Trató de contratar a Víctor para que éste realizara el reportaje gráfico.

– Será una entrevista sin tapujos. La tengo bien preparada. Veremos si escapa de mis redes. Hazlo. Será una oportunidad histórica. También para ti.

Víctor declinó la oferta, junto con la oportunidad histórica. Ya había visto a Rubén en acción y no le tentaba repetir la escena. Como observador pensó que podría limitarse a leer la entrevista. Ésta apareció en El Progreso , con un despliegue extraordinario. Cubría varias páginas del periódico. La precedía una presentación del personaje escrita en un estilo acentuadamente apologético, en la que se le encumbraba al rango de salvador de la ciudad. Se deducía en ella que la aparición del Maestro era un auténtico regalo de la fortuna dado las circunstancias adversas que se estaban viviendo. El destino se había mostrado generoso proponiendo al hombre adecuado en el momento justo. Tras tales elogios Víctor buscó en vano mayores precisiones sobre la identidad de Rubén hasta que, por fin, tuvo que rendirse ante la evidencia de que el texto que estaba leyendo era tan vago como el discurso que le había oído a aquél. En uno y otro brillaba lo accesorio, y este brillo disimulaba la total oscuridad que rodeaba a lo esencial.

La entrevista corroboraba detalladamente esta confluencia. Las preguntas de Blasi eran plataformas idóneas para los quiebros de Rubén, de manera que el rumbo de la conversación se orientara hacia el terreno que a éste le resultara propicio. De vez en cuando se producía algún escarceo, siempre soslayado con rapidez. En general, sin embargo, interrogantes y respuestas encajaban a la perfección, como si se tratara de dos voces distintas para un solo monólogo. Esta impresión era más acentuada a medida que se avanzaba en la entrevista, con la peculiaridad de que las intervenciones de Blasi se hacían paulatinamente más breves y las de Rubén más amplias. El Maestro, al extenderse en sus contestaciones, daba rienda suelta a sus largos juegos verbales, hablando del amor a la verdad, de la fraternidad entre los hombres o de las señales del cielo que guiaban su actividad. Sometida como estaba la ciudad al combate entre el mal y el bien no dudaba en colocarse a la cabeza de este último. Como había sucedido con todas las demás, Salvador Blasi también compartía esta opinión.

Víctor abandonó la lectura de la entrevista antes de llegar al final. Sentía hastío. Pensó en salir de casa para emprender una de sus cotidianas expediciones como observador pero un brusco rebrote del cansancio se lo impidió. Le causaba náuseas la sola idea de caminar por las calles para tomar, de nuevo, un baño de absurdo. El roce continuo del absurdo debilitaba más que cualquier agotamiento físico, por abrumador que éste fuera. Ya no encontraba en él ninguna ficción liberadora.

Se echó en la cama, decidido a no dejarla el resto del día, y agradeció el calor húmedo, casi sólido, que amenazaba con embotarle el cerebro. Tendido boca arriba, en completa inmovilidad, el cansancio producía una sensación agradable. En esta posición se difuminaba el presente al tiempo en que iba ensanchándose la onda expansiva de los pensamientos. Como una bandada dispersa acudían hasta él ideas que revoloteaban en su interior antes de marcharse por caminos inconcretos. Una de ellas se posó al fin con la misma gratuidad con que las otras habían escapado. La reconocía aunque había olvidado ya su procedencia. Su irrupción era plástica: veía muchedumbres que acudían desde diversos ángulos para reunirse en una gran explanada. Los grupos eran familiares. Mujeres, que caminaban tomando de la mano a sus hijos, hombres adultos, adolescentes, viejos, cubiertos todos con vestidos de colores chillones. Su andar era tan inexpresivo como sus rostros, en un alarde de uniformidad que acababa desdibujando las siluetas individuales. Mientras confluían en la explanada la escena se ampliaba dejando entrever, en los bordes, la presencia de magníficas pirámides truncadas y, más allá de éstas, una vegetación exuberante que circundaba el conjunto. Muchos de los recién llegados se encaramaban por las pirámides, desparramándose ordenadamente por su superficie escalonada. El resto permanecía abajo, en la enorme plaza polvorienta, con la actitud de aguardar una señal. Finalmente ocupado todo el espacio, cesó la afluencia de multitudes. Entonces, ejecutando un movimiento simultáneo, todos los reunidos se sentaron en el suelo.

Acto seguido el sol tomó el mando de la visión. Un sol blanco, de tamaño mayor al acostumbrado, enseñoreándose del centro del cielo en un mediodía permanente que transgredía el curso de las horas y negaba las noches. Así continuó durante días y semanas, decidido a continuar eternamente. Nadie hacía ademán de marcharse. Nadie ofrecía resistencia. El sol devoraba a sus víctimas entre un silencio total. No hubo lamentos ante el incesante goteo de muertes. Los sacrificados morían disciplinadamente, sin objeción alguna al sacrificio. No se retiraban tampoco los cadáveres que yacían alrededor de los supervivientes. El sol se agrandaba cada vez más, amenazando con cubrir el cielo entero, mientras su calor, como fuego lechoso, secaba la vida.

La idea, todavía visual, trasladó a Víctor a otros escenarios y, como en un carrusel, divisó un vértigo de sacrificios. Animales anfibios para los que no tenía nombre que iban a morir en pendientes arenosas, pájaros que se precipitaban contra la pared vertical de una montaña, plantas que habiendo exudado toda su savia se marchitaban sin dilación: escenarios de una naturaleza determinada a la muerte abandonándose a la laxitud de sus ceremonias terminales. En cualquiera de los casos el sol blanco presidía como un sacerdote impasible. El carrusel, de pronto, se detuvo. Aún durante un instante pudo ver, en rápido retazo, la explanada y sus pirámides, coloreadas por la masa de cadáveres. Pero esta visión fue rápidamente sustituida por otra en la que aparecía con nitidez la ciudad, si bien, al principio, como si estuviera superpuesta al paisaje anterior. Bajo la lámina transparente se adivinaba la selva y, en su corazón, el holocausto voluntario. Luego, desaparecidas las sombras, la imagen se hacía completamente clara. La ciudad estaba disecada, en un intachable estado de conservación pero sin indicio alguno de vida, y el sol blanco, que había usurpado ya todo su cielo, la iluminaba con una extraordinaria intensidad.

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