Rafael Argullol - La razón del mal

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Premio Nadal 1993
Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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– Lo reconozco. Era de prever, pero eso no quita que me fastidie todo lo que me dices. No ganaremos nada con leyendas siniestras. Nuestra obligación es tratar de luchar contra el dolor que sufre esta gente. Esto no puede durar indefinidamente. Aunque continuara, nuestra obligación sería la misma.

Era obvio que, en medio del seísmo, Aldrey había decidido no moverse ni un ápice. Estaba seguro de cuál era su deber y pensaba obedecerlo estrictamente. No le importaban las habladurías. Vivir en el constante fracaso de sus esfuerzos no le impedía considerar que, en aquellos momentos, su obligación era ser útil. Sus largas jornadas laborales, sostenidas con determinación ascética, habían grabado ya huellas en su rostro. Estaba demacrado y muy pálido. Víctor le preguntó qué sabía de aquellos centros de acogida que daban tanto que hablar.

– No mucho. Estoy todo el día en el hospital y por ahora permaneceré allí. Conozco médicos que han sido destinados a estos centros. Aunque mejor sería decir que han sido movilizados. También lo ha sido el personal sanitario. Se han dado indicaciones a los médicos para que abandonen sus despachos particulares y se ocupen de los centros. Ha habido muchos voluntarios. Los reticentes están recibiendo órdenes terminantes. Por lo que sé no son, desde luego, lugares ideales. Han sido improvisados a toda prisa. Escuelas, hoteles, algún cuartel. No lo sé exactamente. Tampoco sé cuántos hay. Falta de todo. Se dice que pronto llegará ayuda del extranjero. En cualquier caso no pienso que la situación sea peor que en los hospitales.

Tras hablar con Aldrey, Víctor llamó a Blasi. Estaba enfurecido:

– No sabes lo estúpidamente difícil que se ha vuelto hacer un periódico. Nos rompemos la cabeza todos los días tratando de explicar lo que no pasa. Es la absoluta miseria.

Se explayó cantándole las terribles dificultades impuestas por la censura. Todo eran informaciones oficiales. Se podía hablar de lo que pasaba en el exterior pero no de lo que ocurría en la ciudad. Se podía hablar del pasado y del futuro pero no del presente. Los periodistas se habían transformado en cronistas que rastreaban en épocas anteriores o en augures que pronosticaban tiempos prometedores. El presente no existía.

– ¡Y el periodismo es el presente! -exclamó Blasi, entre abatido y orgulloso de su profesión.

Víctor le interrogó por los centros de acogida. Dijo no saber nada más de lo que decían los rumores. Seguía con su ataque de furia:

– ¿Sabes quien dirige la censura?

– No -contentó Víctor.

– ¿Te acuerdas de Penalba?

– ¿El senador de la fiesta de Nochevieja?

– Si -concluyó Blasi -. Este inepto ha entrado en el Consejo de Gobierno y ahora dirige la censura. De vez en cuando viene a husmear por aquí y engorda de satisfacción.

Volvió a marcar el número de El Progreso , pero esta vez para pedirle a la operadora que le pusiera en comunicación con Arias. Tardaron varios minutos en encontrarlo. Cuando, por fin, se puso al aparado, Arias parecía el hombre más alegre de la ciudad. Tarareaba una canción y se empeñaba en seguir haciéndolo mientras Víctor le hablaba.

– ¿Qué te pasa?, ¿te han ascendido? -le preguntó éste.

No lo habían ascendido. Simplemente estaba contento porque, según sus previsiones, muy pronto se podría eliminar la cartelera. Confiaba en que se cerraran todas las salas de espectáculos, observando en ello la posibilidad de su pequeña revancha personal contra el periódico que iba a jubilarle. Víctor dejó que se extendiera en sus planes de desquite. Luego le pidió ayuda para visitar alguno de los centros de acogida. Arias mostró un aparente desinterés. Únicamente cuando le insistió, recordándole sus dotes de periodista a la vieja usanza, el perro callejero aceptó su demanda:

– Veré lo que puedo hacer. No te aseguro nada.

Le citó, tres días después, en un escuálido bar situado enfrente del edificio de la Bolsa. Víctor llegó con antelación y, en lugar de esperar a Arias en el bar, optó por dirigirse al palacete neoclásico que albergaba el mercado de valores. Hacía años había hecho un reportaje fotográfico en aquel sitio. La excitación del dinero ofrecía abundante materia prima para un cazador de imágenes. Desde entonces no había vuelto a entrar.

El escenario era el mismo pero el ambiente había cambiado. Estaba medio vacío, sin aquella frenética gimnasia de gestos que revelaba las fluctuaciones de la ambición. Tenía nítidamente grabada en la memoria aquella gimnasia única: los cuerpos contraídos en su máxima tensión, las caras oscilantes y ansiosas, los dedos nerviosos apuntando hacia tesoros intangibles. Un coro denso de voces roncas que se perdían en el estruendo general. Todos contra todos en un combate aritmético, sin sangre, en el que los vencedores sufrían el mismo desgaste que los vencidos y en el que el botín, por el que habían luchado con tanto ardor, se desvanecía bajo el alud aséptico de los números. Pero eso no importaba a aquellos adoradores de cifras. Parecía, más bien, que los estimulaba como una droga secreta cuyo goce los profanos ignoraban.

Esta vez, sin embargo, la Bolsa estaba lejos de su esplendor. A Víctor le pasó por la cabeza que se asemejaba mucho a un casino que, fuera de temporada, intenta mantener su magnificencia, con la mayoría de las mesas cerradas y con los apostadores demasiado precavidos. Imperaba la discreción. Todos los servicios funcionaban haciendo caso omiso de la escasez. Los paneles electrónicos transmitían las operaciones mercantiles del mundo entero, empeñados en mostrar la fraternidad del dinero. Pero los mercaderes locales se movían con la cautela de quienes, súbitamente, habían sido arrastrados a la condición de hermanos separados. Se negociaba sin alardes, se vendía mal y se compraba poco. Las voces, antes desafiantes, habían perdido energía y los ojos, depredadores hasta hacía muy poco, emitían destellos de añoranza.

A la salida de la Bolsa, Víctor divisó a Arias mientras cruzaba el umbral del bar. Tomaron un café rápido y, a continuación, se dispusieron andar sobre los restos de nieve ennegrecida. pese al frío Arias se empeñó en ir caminando, ya no estaba de buen humor, y su delgada figura, enfundada en un abrigo demasiado grande, parecía que podía romperse en cualquier momento. Anduvieron en silencio hasta llegar a una construcción con apariencia de escuela. Estaba rodeada de un amplio patio, pobremente ajardinado, por donde deambulaban aburridos algunos policías. Por la inscripción frontal Víctor pudo comprobar que se trataba, en efecto, de una escuela.

Los trámites para entrar fueron breves. Arias tenía preparadas sus conexiones y éstas demostraron ser asombrosamente fluidas. Un teniente de la policía les franqueó el paso. Ya en el interior Arias le informó:

– Somos funcionarios del departamento de sanidad y ésta es una visita de inspección.

Pero nadie se interesó por ellos. Nadie vigilaba ni nadie preguntaba. El desorden y la improvisación habían impuesto su propia lógica de modo que, habituados ya a la confusión, los individuos que trabajaban allí se movían de un lado a otro con indiferente eficacia. Hombres y mujeres vestidos con el uniforme blanco que les distinguía como guardianes cotidianos de la enfermedad. Sin embargo, en sus caras no se apreciaba ninguna secuela del continuo roce con el mal. Simplemente convivían con él buena parte de su existencia diaria. Como conocedores íntimos del dolor habían dejado atrás, en el camino, su capacidad de sorprenderse ante sus veleidades.

Y, no obstante, aquél era un dolor refinado. Se participaba en su seno, sin alardes ni ostentaciones. No permitía la brillantez del desgarro ni la grandeza de la resistencia. Ni siquiera, combatido, dejaba vislumbrar el valor de una actitud o la dignidad de una conducta. Arrasaba, por contra, con brutalidad igualitaria, hundiendo a sus elegidos en un pantano de inanición.

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