Andrés, creo que algo muy serio se podría estar cociendo detrás de todo esto. Esperando que me digas algo lo antes posible, me despido con un saludo cordial,
Ángel María
– Yo había pensado que la secuencia de ideas que le viene a la cabeza a partir de conocer a Teresa fuera eclipsando su propósito inicial de escribir la novela. Su texto se vería así transformado en otro en el que apenas se habla ya de Gilabert, en el que todo parece orientado a hablar de Teresa y del amor que siente por ella.
– No sé, creo que entonces la historia perdería la escasa coherencia que tiene.
– Pero no pretendo coherencia en ella. La novela que se propone López es sólo un pretexto para que yo pueda escribir su diario, un diario que no ha de ser necesariamente coherente.
– Pero sí ha de ser obsesivo, ¿no?, y lo obsesivo suele tener coherencia, la coherencia reiterativa que supone la propia obsesión. Creo que un cambio de objetivos tan drástico, es decir, que López dejara de escribir pensando en Gilabert y lo hiciera pensando en Teresa, desorientaría demasiado al lector; equivaldría a una transformación excesiva del personaje de López: de un hombre que está intentando convertirse en escritor pasaríamos a una especie de Romeo inverosímil.
– Bueno, pero no está mal que López sea progresivamente inverosímil.
– Entonces conviértalo una mañana en cazador de mariposas o en excursionista de Vallecas.
– Eso no sería un cambio progresivo… En las novelas, normalmente, los personajes mejoran; el personaje no empieza siendo un imbécil y continúa siéndolo al final: cuando leo una novela así nunca la publico. Si López deja de hablar de Gilabert para hablar de Teresa podría parecer que López fuera a salvarse por el amor. Como don Juan. Es decir, que López pasaría de ser un imbécil a secas a ser un imbécil enamorado. Por lo tanto hay que evitar estas tentaciones fáciles: López carece de grandeza incluso para el amor. Teresa es simplemente un azar favorable, un poco de oxígeno, una ilusión que sirve de lenitivo a una vida desdichada…
– Bueno, siempre podríamos pensar en un cambio brusco, dejarlo ciego de repente, por ejemplo, a causa de un accidente; o incluso, que fuera ciego de nacimiento.
– No, porque entonces no podría escribir; entonces, además, tendríamos que cambiar totalmente el principio en el que va conduciendo con el coche al premio; entonces, la novela comenzaría con un ciego en una bañera al que tienen que afeitar y vestir. [23]
– Pero el hecho de que se quedara ciego lo haría todo un poco más trágico, le dotaría de un tono de melodrama barato que podría hacerlo más comercial. Además, la ceguera es un tema interesante: podría ser visto incluso como una metáfora del narcisismo. Narciso sólo puede verse a sí mismo…
– Sería una metáfora demasiado obvia. Por otra parte, López está ciego para la vida, es incapaz de pensar en algo que no sea él mismo, de tener un proyecto, no consigue salir del reducto de su cuarto donde intenta escribir para apagar las dolorosas punzadas de su mediocridad, encendiendo su «querido ordenador» para salir del «doloroso anonimato» al que se cree condenado. Me gusta, es representativo de mucha gente… En mi vida de editor he conocido muchos López, gente sin destino que se acercaban a mí buscando la palabra verdadera… Pero su falta de talento se hacía evidente a las primeras frases; quiero escribir un libro sobre la mediocridad sin esperanza, sobre la vida en el pozo del eterno anonimato.
– Y entonces, lo del narcisismo…
– Narciso es un ejemplo claro de mediocridad sin esperanza, el descubrimiento de su belleza, la repentina seguridad que eso le proporciona le aterroriza, sabe que es un mediocre y que no será capaz de sobrellevar esa carga con dignidad, de continuar su vida sabiéndose bello y sin saber qué demonios hacer con esa belleza…
– Pero tal vez López debería mejorar, usted lo dijo antes, creo…
– Sí, y ya mejora, al ganar el premio consigue salir del anonimato, aunque sólo sea por un instante, consigue una victoria final, pírrica, pero una victoria… Consigue su objetivo pero sin ser artífice de su destino. En ese sentido es un personaje clásico, tiene algo de prometeico; recuerda, Beatriz, ciegos sin luz en cárcel tenebrosa…
– Pero el texto de López es una apuesta difícil porque, por un lado, López no puede escribir bien, pero por otro, si escribiera muy mal nadie leería la novela…
– Sí, eso que dices es cierto, por eso la torpeza de López se hace patente con facilidad, escribe lo que piensa, lo que le pasa; quiero que su delirio atraviese mis páginas como un torrente, pero de vez en cuando se da cuenta de que está escribiendo, y entonces hace extraños collages con frases de alguno de estos pe-dantuelos que yo mismo publico… Se siente feliz al incluir frases de algunos de ellos en su texto, son como coletillas finales que cualquier lector mínimamente avisado descubrirá sólo leerlas.
– Pero, ¿qué le queda finalmente a López?
– Nada, o tal vez sí, tal vez le quede la eternidad.
– Señor Gilabert, dígame, parece como si usted odiara a López, habla de él con desprecio, como si lo conociera, como si lo hubiera conocido.
– Sí, tal vez lo odio. A veces pienso que los grandes escritores odiaban a sus protagonistas, imagino que Flaubert sentía un odio intenso por Madame Bovary y Dostoyevski por Raskolnikoff, y Tolstoi por Ana Karenina. También Balzac lanzaba sillas y gritaba a sus personajes, como muy bien supo un día su editor, cuando fue a visitarlo creyendo que estaba solo…
Hoy no me ha ocurrido absolutamente nada. Ha sido una jornada tan vacía y absurda que no puedo, por extraordinaria, dejar de registrarla en mi querido ordenador. Tal vez en el infierno todos los días sean así para siempre y tal vez allí pueda yo encontrar una justificación. Ayer, en cambio, me pasó algo realmente insólito. Antes de tomar el metro que me acercaría a casa, a eso de las nueve de la noche, una mujer de considerable belleza estaba insultando a voces a alguien dentro de una cabina telefónica.
– Sé perfectamente que estás con otra y voy a subir para demostrártelo, cerdo, que eres un cerdo. ¡Un auténtico marrano!
Justo cuando yo pasaba al lado de la cabina, la mujer interrumpió su agresivo monólogo y salió fuera tensando el cable del auricular.
– Me puedes dejar una moneda de cien… es que estoy hablando con mi marido, con este hijo de puta de mi marido.
Fue tan inesperada la forma de salir y de referirse a mí, que al principio no pude dejar de pensar que iba a golpearme por estar espiando su conversación. Le di lo que me pedía y volvió a meterse en la cabina, introdujo la moneda en la ranura y, mientras mantenía la puerta entreabierta, me dijo:
– Ahora verás lo que le voy a decir a ese cabrón mentiroso.
Era como si me estuviera invitando a ser cómplice en un momento culminante de su vida, como si esa presencia anónima que yo era equivaliese a un testigo que ella necesitaba. Siguió insultándole en un tono cada vez más elevado hasta que, transcurridos unos minutos, tuvo necesidad de otra moneda que yo me anticipé a ofrecerle. Parecía como si cada moneda me otorgara el derecho a presenciar un poco más de aquel espectáculo. Absurda y alternativamente pensé en las máquinas de autómatas y en las ranuras del «Peep-show» de las Ramblas.
– Mira que subo y si te haces el sueco y no me abres, hijo de puta, si no me abres, te monto un pollo en la escalera que tienen que venir los bomberos; además, yo también estoy aquí con alguien, sí, con un hombre de verdad, y no con un cobarde como tú, con un hombre que te quiere partir la cara, ¿verdad que le quieres partir la cara a este hijo de puta?
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