Enseguida se dio cuenta de que lo último que había dicho era un poco excesivo delante de Luis. Pero no se disculpó, porque la ira y la vergüenza que sentía eran ahora superiores a cualquier formalidad familiar.
En el fondo de la sala, dos ejecutivos ocuparon una de las mesas próximas y, al percatarse de la gravedad de la conversación y de las lágrimas en los ojos de ella, se quedaron en un silencio expectante e incómodo. La llegada del camarero y sus comentarios sobre la carta disminuyeron esa tensión, permitiendo a los ejecutivos comenzar una conversación rutinaria y fluida. Silvia apagó el cigarrillo y encendió inmediatamente otro. Dio una calada profunda. El humo tenía el sabor rancio de las noches demasiado largas.
Luis fijó su mirada en la forma sensual en que ella fumaba el cigarrillo, sus curvas prietas en el interior del suéter, sus ojos verdes. Pensó que ahora, en ausencia de su hermano, tal vez fuera el momento para que ellos tuvieran una relación; una relación que -por otra parte- se había insinuado muchas veces antes. Se imaginó por un momento desnudo en casa de Silvia, rodeado de fotos de su hermano que presidían desde la mesilla de noche un acto del todo inmoral. Se recriminó esos pensamientos perversos y trató de alejarlos de sí. Pero ella estaba tan atractiva llorando que hasta el brillo de sus pupilas parecía un aditivo más a su encanto. Animados por el vino, los ejecutivos consiguieron meterse en el problema comercial que planteaba algún inepto del escalafón inmediatamente inferior al suyo. El elevado tono de su voz les distanciaba ahora, lo que permitió a Silvia y a Luis volver a conversar con comodidad.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó ella.
– No lo sé, mañana tendré que volver a Valencia, aunque a lo mejor dentro de un tiempo vengo a vivir aquí.
– ¿A Barcelona? -exclamó ella con incredulidad.
– Sí, hace unas semanas me dijeron en el banco que a lo mejor les interesa que me instale aquí. Si me lo confirman, es posible que venga dentro de uno o dos meses. La verdad es que me gustaría mucho volver, estoy un poco harto de Valencia, de ver siempre a la misma gente. Además, estaría más cerca de mamá. Si vengo, viviría un tiempo con ella y luego me buscaría algo.
– Podrías vivir en el apartamento de tu abuela, en el que se encerraba Antonio para escribir -pronunció esta última palabra con un soniquete irónico.
– Lo he pensado, aunque no sé si me gusta la idea. El otro día pasé por allí. Todo está como él lo dejó: el ordenador, su querido ordenador, la raqueta de tenis, los montones de libros por el suelo, el que escribió sobre Borges; por cierto, había cuatro cajas enormes con ejemplares de ese libro.
– ¿Y qué hacen allí?
– No sé, tal vez la editorial se los devolvió. ¿Pero tú nunca ibas a verle?
– No le gustaba nada que fuera allí, era su refugio. Ahora entiendo el principal motivo, esa Teresa que me sustituye en la novela; bueno, en la novela y en la realidad. La semana pasada me llamó la tía esa y yo, claro, la mandé a freír espárragos, ¿qué tengo yo que hablar con esa puta?
Esa Teresa Gálvez de la que la prensa hablaba por haber sido la amante de su marido, se había convertido para Silvia en un personaje enigmático, en alguien que conoció mucho mejor a Antonio que ella. Teresa Gálvez, Teresa Gálvez; era un nombre que llevaba rebotando dentro de su cabeza desde la misma noche del premio en la que Antonio murió en sus brazos.
– Yo creo que lo que hizo esa chica es ilegal -dijo Luis, mientras volvía a llenar las copas-, incluso lo han dicho algunos periodistas. Uno no puede presentar un texto de alguien a un premio sin que el otro lo sepa. Imagínate que yo voy a tu casa, estoy allí una tarde, cojo todas tus cartas, las junto y las envío a un premio de novela.
Silvia dio una nueva calada y sonrió por primera vez. Lo que Luis acababa de decir le trajo a la memoria el montón de cartas que todavía guardaba en un cajón. La mayoría eran cartas de amor, de novios adolescentes que había conocido en una etapa muy anterior a la de Antonio. Durante unos instantes pudo avivar el recuerdo de esos jóvenes. Uno se le aparecía con granos en la cara, otro subido en una ruidosa moto de trial. Luego se entristeció al pensar en las cartas que le enviaba Antonio cuando estaba estudiando en Buenos Aires. Eran cartas de una ingenuidad maravillosa que la sumergían ahora en recuerdos tan dulces como remotos.
– De hecho, la novela estuvo a punto de no publicarse -dijo ella cuando dejó de evocar ese epistolario de imágenes-. Ojalá no se hubiera publicado, ojalá no me viera yo ahora convertida en esta pieza apetitosa para la prensa del corazón.
– La verdad es que como novela -dijo Luis bajando un poco la voz- yo no entiendo qué le vieron los del jurado del premio. Me parece un texto literariamente malísimo; de haberse muerto Antonio un día antes, todo el mundo hubiera creído que el tribunal, presionado por la editorial, aprovechaba la muerte de uno de los concursantes para premiar y lanzar una novela insólita. Esto es lo que decía el que escribió la crítica en La Vanguardia . Yo creo que el único interés de ese texto, que para nada es una novela, está en el hecho de que se trata de un testimonio de una autenticidad angustiante en el que se puede apreciar un gradual proceso de enloquecimiento.
– Yo lo notaba cada vez más angustiado -dijo Silvia-, más abstraído, más indiferente conmigo, más abatido; algunas noches nos metíamos en la cama sin apenas haber intercambiado unas palabras de cortesía… Un día le hablé y le dije que ya no podíamos seguir así; me contestó que no pasaba nada, que sólo estaba muy concentrado en un artículo sobre Borges que pronto terminaría. Claro…, luego hemos visto en qué estaba tan concentrado… (el soniquete irónico de Silvia empezaba a instalarse en su forma de hablar de Antonio).
Cuando trajeron la cuenta, Luis reparó en que el restaurante se había ido llenando. Pagó con tarjeta de crédito y, después de firmar y dejar la propina en metálico, pasó primero, abriéndose camino entre las mesas repletas de hombres y mujeres cuya única voz se había convertido en un murmullo animoso y compacto. Fuera, en las Ramblas, el viento de mar hacía vibrar las hojas de los plátanos y sobre la estatua de Colón se cernían unas nubes oscuras que amenazaban lluvia. A la desdentada prostituta de antes se le habían añadido otras de aspecto no menos lamentable: recostadas contra la pared y pintarrajeadas hasta lo grotesco de sus escotes, amedrentaban a los turistas con fellinianas provocaciones. Un vendedor de rosas de tez muy morena hizo el gesto de ofrecer una a Silvia, y Luis, sin pensarlo, la pagó y se la entregó con una sonrisa.
– Gracias -dijo, algo desconcertada-, me encantan las rosas.
Silvia había venido en taxi, por lo que él la acompañaría (una vez consiguiera sacar su coche del cavernoso aparcamiento de enfrente) hasta la misma puerta de su casa. En el trayecto -como para liberarse de conversaciones más trascendentes- ambos se sintieron cómodos hablando de trivialidades; de la lluvia inminente, del tráfico de Barcelona, de Valencia.
– ¿Qué vas a hacer esta tarde? -preguntó Luis, mirándola, cuando el coche se detuvo en un semáforo rojo.
– No lo sé; a lo mejor voy al cine, me gustaría distraerme un poco, ¿y tú?
– Creo que voy a ir a ver a mi madre -improvisó él como alejando una absurda tentación.
Ángel María González Villanueva
Departamento de Veterinaria
Universidad de Barcelona.
14 de enero de 1996
Andrés Miguel Esteve Puig
Facultad de Filología Clásica
Universidad de Barcelona.
Querido Andrés:
Tu secretaria me ha dicho que estarás tres semanas de viaje y que intentará enviarte esta carta -que yo mismo le he entregado en mano- por fax. Verás, el pasado 14 de diciembre te envié un paquete abierto que contenía unas páginas que, como te decía en otra carta adjunta, parecían una novela. Movido por la curiosidad, te confieso ahora que cometí la indiscreción de leerlas. También te confieso que esta curiosidad se desató en mí al leer en la prensa que el argumento de la novela que ganó el pasado premio Gracián correspondía a las partes que, dentro de la novela que te envié, escribe supuestamente Antonio López en forma de diario personal. Pero esta curiosidad de la que te hablo, se convirtió en estupefacción cuando leí, también en la prensa, que López no es un personaje sino la persona real que murió en la noche del premio (ya sabes, este pobre chico, filólogo como tú, que no pudo resistir la emoción que le causó saberse ganador). Al leer con ansiedad la novela de este pobre chico, comprobé que, efectivamente, algunas partes de ella estaban en las páginas que te envié. Es decir, que fragmentos del diario que ganó el premio forman parte de «nuestra» novela, la que tú tienes o deberías tener ahora. Allí aparecen intercaladas entre unas conversaciones que mantiene el personaje Gilabert con el personaje de su directora literaria. Lo raro es que, en estas conversaciones, Gilabert parece estar creando al personaje de López, como si éste hubiera sido tanteado y corregido hasta dar con la persona real, con la que murió en la ceremonia del premio. Para aclarar este dilema, pensé en volver a leer «nuestras» páginas, pero como te las envié sin hacer copia, no pude hacerlo. Aquí, en el laboratorio, la vida parece fluir con una desesperante lentitud; el silencio y la rutina rigen la investigación de las nuevas generaciones -tan ajenas a las efusiones de antes-, por lo que estas cosas que se salen de lo cotidiano, por un lado me estimulan y por otro me inquietan. Tal vez deberíamos dar cuenta a la prensa o a la policía de la existencia de «nuestra» novela (ya sabes la confusión que reinó aquella noche sobre la verdadera autoría del ganador, al decir éste que no se había presentado al certamen). He llegado a pensar que todo podría tratarse de un montaje -con crimen incluido- y que ese hombre que murió podría haber sido víctima de un complot. No intuyo ahora el sentido de ese incierto complot, pero es posible que las páginas que te envié alberguen alguna pista que nos lleve al verdadero autor de la novela. He hecho algunas investigaciones y he averiguado, por ejemplo, que no existe un editor en Barcelona que se llame Gustavo Horacio Gilabert, lo que me hace pensar que lo que te envié, sí era una novela con personajes imaginarios, en la que alguien habría intercalado fragmentos del diario real de López. Como ves, es todo un lío…
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