– ¿Deseará el señor un aperitivo o algo para picar mientras espera?
Pidió una cerveza que le trajeron a los pocos minutos acompañada por unas aceitunas. Poco después apareció Silvia y él se levantó y le dio un beso cariñoso. Llevaba la melena recogida en una coleta. Sin apenas maquillaje, sus ojos parecían brillar en simétrica combinación con unos diminutos pendientes. Un suéter oscuro, que no llegaba al luto, marcaba sus senos prominentes y la línea de sus caderas ligeramente ensanchadas. Antes de sentarse, en un rápido gesto casi violento, se estiró para alcanzar un cenicero de la mesa más próxima. Su forma algo desgarbada de sentarse transmitió a Luis una ambigua sensación que oscilaba entre la incitación erótica y la ordinariez.
– A lo mejor no tienes mucha hambre, es muy pronto -dijo Silvia contemplando la hilera de mesas vacías.
– No te preocupes, yo siempre tengo hambre.
El placer de la comida, el erotismo y las sonrisas eran todavía elementos algo vedados a la conversación. En ninguno de los dos estaba el ánimo, sin embargo, de imponer un tono demasiado grave, aunque fuera la primera vez que se veían a solas para charlar después de la muerte de Antonio. Ella pidió otra cerveza a un camarero que dejó sobre la mesa una extensa carta donde destacaban los platos vascos. Más todavía que su hermano, Luis era un claro engullidor que odiaba los afeminados esteticismos de la nouvelle cuisine . Le gustaba fantasear con cada plato de la carta imaginándose los distintos sabores. Para ello se concentraba hasta reproducir cada sensación precisa en la lengua y en el paladar; el olor y la textura de una salsa, la temperatura y el color de un vino de crianza, la combinación perfecta entre un primer y un segundo plato. Pensó que, para empezar, los puerros a la vinagreta y las habas tiernas salteadas con ajetes, no estaban nada mal, pero qué decir de las angulas de Aguinaga, los cogollos de Tudela con anchoas de Cadaqués o las coles de Bruselas con salchichas. Aguinaga, Tudela, Cadaqués, Bruselas; asoció mentalmente cada uno de esos lugares a los diferentes sabores, como si éstos fueran el resultado cultural de un clima, una fertilidad determinada o un mar concreto. Los segundos platos indicarían la opción del vino; un Pesquera le iría de maravilla al muslo de cabrito asado con patatas, mientras que un Faustino del 87 no decepcionaría acompañando al conejo salteado al ajillo o al solomillo de buey con aceitunas a la mignonet. Los vinos blancos del Penedés se trabajarían bien unas cocochas a la vasca, y no harían menos con unos salmonetes de la costa, o con el besugo (pieza) del norte asado al limón.
– A Antonio le gustaba mucho venir a comer aquí -recordó Silvia mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.
– Sí, siempre pedía angulas. Le encantaba el picante; decía que le pusieran doble ración de guindillas.
Vino el camarero dispuesto a tomar nota y Luis se adelantó a pedir las angulas de Aguinaga, uno de los platos más caros de la carta. Le pareció que con su cuñada se debía mostrar espléndido y por ello la invitó a que ella pidiera lo mismo.
– Bueno -dijo Silvia en un tono en el que cabía la ironía tanto como la tristeza-, lo pediremos en honor de Antonio; pero las angulas -le dijo al camarero-, no las hagan muy picantes, que a mí luego me da ardor de estómago.
De segundo, ella pidió una merluza en salsa verde con espárragos, mientras que Luis optó por el besugo (pieza) del norte asado al limón. Para beber eligió un Blanc de blancs y el camarero tomó nota con rapidez en su pequeño bloc.
– Ayer encontré a tu madre un poco mejor -comentó Silvia aspirando el humo del cigarrillo.
– No te creas, tiene momentos. Han pasado ya dos meses y todavía la oigo llorar por las noches. Ahora es cuando se lo empieza a creer, cuando comienza a ser consciente de que nunca más volverá a ver a Antonio. -Bebió un sorbo de vino y emitió un leve sonido aprobatorio-. Y tú, ¿cómo estás?
– Me siento muy confusa. He leído varias veces la novela, si a eso se le puede llamar novela, y no sé si no entiendo nada o no quiero entender nada. Todo me parece tan extraño. No reconozco a Antonio en esas páginas, a veces me parece un loco. Tengo la sensación de haber estado viviendo con un impostor, con un personaje que él había inventado para convivir conmigo. Además, está claro que el Antonio de la novela es el real, el que yo nunca llegué a conocer. Es muy duro darse cuenta de esto cuando ya ni siquiera puedo hablar con él. Es evidente que llevaba una segunda vida en la que yo no participaba en absoluto… Me siento muy mal y muy triste, humillada, traicionada, inútil…
Indiferente a la comida, parecía demasiado ensimismada como para dejar de fumar el cigarrillo que levantaba ahora, frente a sus ojos, una informe nube de humo.
– La verdad es que la novela -dijo Luis mientras servía vino en las copas-, me dejó también a mí muy impresionado. Todo eso del narcisismo, es una verdadera locura…
– Es horrible, horrible; es como si alguien, de repente, hubiera destapado la máscara del hombre con el que yo he estado viviendo más de diez años. Hay tantas frases hirientes para mí… Además, representa una humillación añadida el hecho de que yo me haya enterado a través de lo que ya se ha convertido en un morboso best seller. Dice el editor, para consolarme, que hay mucho de ficción, que todo son fantasías, que nadie tiene por qué enterarse de nada, pero eso no es verdad, porque todos los periodistas han hablado ya de lo que es muy evidente: esto no es una novela, las novelas están hechas con personajes de ficción y aquí el único personaje de ficción es ese tal Gilabert que apenas tiene importancia.
Luis notó que las palabras de Silvia contenían rabia e indignación. Entendía que se sintiera muy mal. En la novela, quedaba claro que Antonio había estado engañándola con la joven estudiante, pero lo peor no era eso, lo peor eran los duros sentimientos que él había dejado escritos sobre ella. Cada una de esas opiniones, cada uno de esos pensamientos referidos a su mujer, eran verdaderas puñaladas al corazón. Esas frases desvelaban una crueldad que ella nunca hubiera llegado a imaginar. Al sentimiento de pena que sentía por la desaparición del Antonio de los buenos momentos, por la desaparición de aquel hombre que había llegado a amar, se superponía otro no menos intenso que le presionaba con una agria sensación de estafa. Ella no merecía un engaño de tal magnitud.
– Se te van a enfriar las angulas -le advirtió Luis con dulzura.
– Es que es muy bestia, es muy fuerte… Luis, tu hermano se portó muy mal conmigo.
Comenzó a llorar y se acercó la servilleta a los ojos. Luis le cogió la mano y se la apretó, como intentando atenuar una falta irreparable de la que se sentía, como hermano del que la cometiera, algo culpable. Al verla llorar, un camarero que permanecía erguido junto a la puerta, se alejó dejándoles solos.
– Yo también he descubierto a otro Antonio -dijo Luis-, la verdad es que nunca creí conocer tan mal a mi hermano. Dice cosas que me han dejado con muy mal sabor de boca, como lo que cuenta de cuando éramos muy pequeños, cuando estuvo a punto de empujarme por un acantilado…
Le mantuvo la mano apretada durante unos minutos y luego se la soltó. Ella volvió a dar una calada al cigarrillo a pesar de haber comenzado ya a masticar las angulas. El moqueo, el humo y la desazón no le permitían comer con apetito.
Volvió a dejar el tenedor de madera sobre el recipiente de barro y lo apartó. Luego echó un largo trago de vino y, en un tono que contenía más cansancio que odio, dijo:
– Yo, que siempre he considerado estúpida a la gente que permite que se publiquen sus vidas y sus desgracias en la prensa del corazón, me he convertido en el principal pasto del morbo nacional, en la desgraciada más cornuda y apaleada del reino. Han salido fotos mías que yo no sé ni dónde ni cuándo me las han hecho. Hasta me han llamado de un programa de televisión para hacerme una entrevista. ¿Qué esperan que haga, que vaya y que me ponga a llorar delante de todos, y luego diga que Antonio era un hijo de puta?
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