Carlos Cañeque - Quién

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Premio Nadal 1997
¿Quién es el auténtico autor y protagonista de esta novela? ¿Acaso el desdichado y jocoso Antonio López, que se sienta todos los días delante de su "querido ordenador" con el fin de escribir un libro que le permita ganar un premio literario y en consecuencia abandonar "su doloroso anonimato"? ¿Tal vez el viejo editor G.H.Gilabert, que todas las tardes se reúne con su directora literaria para imaginar una novela interactiva en CD ROM sobre un fracasado profesor de literatura llamado también Antonio López? ¿O quizás el misterioso traductor que introduce unas notas a pie de página, hilarante parodia de la perversidad erudita de la crítica literaria? En el centro de ese laberinto lleno de referencias a personajes reales e inventados, de ficciones virgilianas y quijotescas, se sitúa el lector, que no tardará en entrar en el juego y ganar la partida al otro lado del espejo. A la sombra de la mirada perdida de Borges, del sarcasmo de Cioran, de la melancolía de Fernando Pessoa, Carlos Cañeque nos conduce por estas páginas donde predomina el humor y el goce por la literatura. Los grandes temas de este fin de siglo, lo fragmentario, la conciencia del fracaso, la dificultad de crear, la soledad, la neurosis, las fantasías de la aldea global, desfilan por estas páginas. Pero finalmente el universo literario, la novela que nadie escribe pero el lector lee, se erige en auténtico protagonista de Quién.

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Ediciones Héctor S.A.

Sr. Antonio López Barcelona, 16 de enero de 1995

Balmes 323, 4.° 2.ª

08029 BARCELONA

Distinguido señor:

Por motivos de espacio y por el aumento constante de los costes de almacenaje, nos vemos obligados a destruir la mayor parte de las existencias de algunos títulos.

Éste es el caso de su libro La morfología de los cuentos de Borges , del que desgraciadamente tenemos que informarle que sólo se han vendido 116 ejemplares desde que se puso en venta hace casi diez años. De acuerdo con el artículo 67 de la Ley de Propiedad Intelectual, se lo comunicamos para que nos diga, antes del día primero de febrero, la cantidad de ejemplares que desea que le reservemos, los cuales no pueden ser destinados en ningún caso a la venta. Quedamos a su disposición y, de no recibir una respuesta en el plazo mencionado, iniciaremos el proceso destructivo correspondiente.

Atentamente

Jaume Amigo.

Al instante he llamado a la editorial para tener unas palabritas con ese verdugo de mi libro llamado, irónicamente, Amigo. Me ha dicho que si quiero salvar de la destrucción (parece que los descuartizan, los trinchan, los reciclan, quién sabe si para convertirlos en papel higiénico…) los dos mil ejemplares previstos, los puedo pasar a recoger por la editorial donde me los «regalarán». Nostálgico, le he dicho que enviaré a un transportista mañana mismo para que los traiga aquí, junto al ordenador que los vio nacer. Pero luego he pensado: ¿qué haré con ellos? Los podría regalar por la calle compitiendo con esos tristes poetas que me abruman a veces en las terrazas de los bares dándome una página con un poema y pidiendo «la voluntad». Sería como uno de ellos pero de lujo. O sea que en diez años sólo se han vendido 116 ejemplares. Me gustaría conocer a esas ciento dieciséis personas que invirtieron su dinero en mi libro. Tal vez debería disculparme y darles las gracias por lo que hicieron por mí. Pienso en ellas como seres reales, con sus respectivos trabajos, con sus respectivos hijos, con sus respectivas vidas. Si los conociera y les preguntase por qué compraron mi libro, seguramente me dirían que lo hicieron porque aparecía Borges en el título. Es muy posible que tan sólo uno o dos hayan aprendido algo de mi trabajo. Hubiera sido más lógico entonces hacerles llegar unas fotocopias del original. Este fracaso personal y este despilfarro de papel y de tinta se hubieran evitado. No es descartable que la presencia aquí de las cajas termine intimidándome y que decida celebrar, en la chimenea, en una noche de exaltación afectiva, un sacrificio dedicado al «lector desconocido». Me da vergüenza contarle a Silvia el ocioso viaje que emprendió hace diez años mi análisis del Gran Parodiador. Aunque ella es muy práctica y diría que sin esa publicación nunca hubiera llegado a ser profesor titular en la universidad. Siguiendo ese criterio, por un instante pienso en los miles de libros que se habrán destruido para acceder a las miles de plazas universitarias. Gilabert, como editor idealista, podría enterarse y denunciar el holocausto diario de todos esos ejemplares inocentes. Los autores que defraudamos a los editores deberíamos ser multados. Sólo de esta forma se dejarían de escribir libros tan innecesarios: «Usted tiene derecho a publicar su obra, pero piense que si no supera unos mínimos tendrá que pagar una multa y se le retirará la licencia para publicar». Y al que reincidiese en más de dos o tres fracasos se le podría incluso meter en la cárcel, desde la cual, el muy imbécil, posiblemente seguiría escribiendo. Llegar a editar un libro sin lectores es una caprichosa extravagancia que evoca, como el agua en el agua, el olvido.

Hace unos minutos se ha ido Fátima. Me ha dicho que ha comenzado el Ramadán y que no puede comer desde que se levanta hasta la caída del sol. Recuerdo que hace unos días le pregunté si era religiosa y me respondió que no. Es posible que no entienda por religión lo mismo que yo; o considere el concepto tan intrínsecamente ligado a su existencia personal, que ni siquiera haya conseguido distanciarse lo suficiente de él como para entreverlo. Nombrar y definir el marco semántico es una forma de dotarlo de existencia. San Juan comienza su evangelio diciendo: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Es como si la Palabra de Dios pasara a ser realidad física y temporal de forma inmediata. Diciendo «Luz», Dios creó la luz; diciendo «Estrellas», las estrellas y el sol; diciendo «Agua», los mares, los ríos y los lagos. Para la marroquí que ordena y limpia este pequeño santuario de mi soledad, la religión debe de ser algo inseparable de su vida y de sus costumbres y, en consecuencia, no existe como tal. «Religión» es un concepto genérico y relativo que no es comprensible cuando se piensa desde una absoluta y única realidad. Lo más probable es que ella entienda por religión «las otras» religiones y, en ese caso, mi pregunta hubiera sido equivalente a: «¿Eres católica, judía o hindú?». Para ella, la suya no es una religión, porque eso implicaría que hay otras y, para ella, sólo hay Una y está como pegada al Mundo. La idea que relaciona el nombre con la existencia abunda en los textos del Gran Parodiador. Así, al pensar en el ejemplo concreto de Fátima no puedo eludir el patio y los niños jugando a algo que Averroes no es capaz de nombrar. De hecho, anoche, imaginando en la cama el patio de Averroes, se me ocurrió la posibilidad de articular mis pensamientos dentro del sistema de símbolos del Gran Parodiador, de forma que mi novela se construyese en base a sus procedimientos narrativos. Como Almotasim, yo buscaría el alma de Gilabert a través de los delicados reflejos que ha dejado en otras. De El sur , podría plagiar la valiente muerte de Juan Dahlmann, con lo que Gilabert, muriendo humillado por los tubos y las inyecciones del hospital de Bellvitge, creería que muere en realidad defendiéndose heroicamente frente a un grupo de navajeros de la calle Escudellers. Tres versiones de Judas dotaría a mi personaje de unos valores morales tan diametralmente opuestos a los cristianos, que una obra buena sería para él toda traición bien urdida y perpetrada. Ello llevaría a Gilabert a granjearse innumerables enemigos que, lejos de mostrar interés por asistir a sus sombrías misas de exaltación del cuerpo y la sangre de Judas, planearían su muerte. Entraría así Gilabert en un estado permanente de paranoia que le llevaría a confundirse con el personaje de La espera. Más difícil, aunque no imposible, resultaría conciliar a los pacíficos Ireneo Funes y Pierre Menard con toda esta serie de gángsters y compadritos, aunque siempre podrían coexistir dos planos de realidad: el de los soñadores, que como Funes y Menard sólo recuerdan o escriben, y el de los héroes de la acción, que consiguen sobrepasar con el cuchillo su condición de meras apariencias. Escribir una novela que utilizase como marco de referencia la obra del Gran Parodiador es una empresa ardua y tal vez imposible, mucho más ardua que «tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara». Porque mientras el relato breve permite centrar la trama en una situación y en dos o tres símbolos básicos, la novela obliga al desarrollo psicológico de los personajes y a un cambio gradual, historiado. Algunas novelas, como El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde o La metamorfosis, se parecen mucho y hasta podrían ser cuentos alargados del Gran Parodiador. Precisamente por ello son novelas breves, porque no resisten que la trama abandone apenas un instante al protagonista y se desplace hacia otros personajes. En la novela de Stevenson, la posibilidad de que conociéramos a las familias de las víctimas y la relación detallada que los miembros de éstas mantienen entre sí, plantearía una insuperable ruptura narrativa, porque nos alejaría de la pulsión del personaje central; de igual forma, en la de Kafka, ¿qué lector podría regresar a la mirada del protagonista convertido en insecto si alteráramos un momento el ángulo subjetivo de su angustia? [16]La única posibilidad que yo veo de alargar los cuentos del Gran Parodiador hasta convertirlos en una novela, estaría en utilizar algunos de sus trucos de prestidigitación: la existencia de la literatura dentro de la literatura (que en nuestro caso podría consistir en que Gilabert se creyera real como yo y que incluso pensara en mí como un personaje de ficción), la idea del doble (dos personajes que parecen diferentes son en realidad el mismo), el juego con la identidad de los protagonistas (sus cambios existenciales frente a situaciones culminantes), las alternancias metafísicas de la realidad (que muestran la condición ilusoria del mundo). Estos procedimientos deberían estar articulados dentro de un argumento no borgeano que los hiciera apenas visibles por secundarios y tenues. Un personaje que quisiera dar forma a esa novela podría ser el protagonista idóneo de la mía. Pero a ese personaje, a ese posible e incierto Gilabert, le tendrían que acontecer las cosas normales de la vida en un mundo concreto, en una casa y en una familia concreta, visible, imaginable, real. Esta secuencia gradual de los hechos, esta minuciosa descripción de lo que contextualizaría a Gilabert, le haría pasar de ser un ente abstracto (un mero axioma sobre el que cargar pesadas hipótesis especulativas) a convertirse en un hombre de carne y hueso que hace cosas como los demás; un hombre capaz, por ejemplo, de dormir en sábanas blancas de hilo, de amar el estofado de rabo de toro, de soñar que está cazando en el campo ataviado con un chaleco de cuero y un sombrero tirolés, de recordar con nostalgia «las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos» o «las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho». No menos ímproba sería la tarea de incorporar en mi novela los símbolos del Gran Parodiador: ¿qué inextricable yuxtaposición de sucesos imprevistos justificaría un desierto en la monótona vida de mi viejo editor catalán? ¿Qué perplejas curvas tendría que deparar su destino para que un día se encontrara con el tigre que «marcará su rastro en la limosa margen de un río cuyo nombre ignora»? Los símbolos complementan la insuficiencia verbal de la palabra; son imágenes saturadas de autoridad espiritual que sugieren la totalidad a través de un complejo proceso de analogías y correspondencias. Los símbolos contienen algo de la atemporalidad que hallaremos en el otro mundo: los entendemos de forma simultánea, sin la torpe sucesión cronológica a la que está sujeta toda forma de escritura. Explicar con palabras, por ejemplo, todo lo que contiene el símbolo de la Cruz implicaría a muchas generaciones de hombres afanados en un propósito tan enloquecedor como eternamente inconcluso; porque los símbolos, como decía El Griego, son pequeños escarceos hacia la eternidad, hacia aquel lejano instante de plenitud en el que las cosas serán todo para todos los hombres. De esta excelsa región de formas quietas y esenciales participa también el Gran Parodiador. A Él le fue revelado el Secreto que nos aguarda después de la vida, cuando la última trompeta aniquile para siempre las sentencias de los hombres. Y es que los símbolos del Gran Parodiador viven en el mismo libro en el que escribieron Homero, Virgilio y Dante. Parece mentira que toda esa cantidad de églogas y silogismos afortunados haya podido ser escrita por la misma persona. Recuerdo la tarde en la que lo conocí en Sitges. Lo primero que pensé cuando pude enfrentarme sin miedo a sus ojos luminosos y muertos fue que todos esos mares convexos, todos esos desiertos, tigres, cuchillos y sombras, todos esos laberintos, tropos literarios y bibliotecas, habían surgido de la cabeza de ese viejecito cuya res extensa no ocupaba frente a mí más que una partícula ínfima del universo. Tantas veces lo había visto en fotos con idéntico traje oscuro y bastón, que cuando llegó en su silla de ruedas más me pareció un símbolo de sí mismo que una persona real.

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