Ayer, en un momento de incontrolable entusiasmo, se me ocurrió una idea para comenzar mi segunda novela: un hombre sueña que su mujer planea matarle en compañía de su amante y, cuando se despierta, ella no está durmiendo a su lado. Inmediatamente va a la cocina y toma un cuchillo, pero su mujer y su amante aparecen y, disparándole con una pistola, lo matan. Sólo el lector sabrá que, antes de morir, el hombre tuvo un sueño que prefiguraba su muerte. Además, el lector también sabrá, algunas páginas más adelante, que otra noche la mujer sueña con el fantasma de su marido que viene a hacer justicia. Cuando sobresaltada se despierta y alerta a su amante, que duerme ahora a su lado, éste tiene la cara de su marido. Todo ha sido un mismo sueño articulado en varios subsueños.
Mi tercera novela podría comenzar con un hombre que gana un premio literario y muere de un ataque cardíaco al conocer el fallo del jurado. En ella se alternaría la historia de la novela ganadora con la historia de todo lo que ocurre después de la muerte del protagonista. El lector leería dos novelas, aunque la que escribió el ganador del certamen implicaría un plano de ficción mayor al ser la ficción de una ficción. Estas dos novelas confluirían al final al mezclarse los personajes y las propias tramas. Un título podría ser Indicios de realidad postergada .
Intuyo que mi cuarta obra literaria será una pieza teatral con tres personajes y en tres actos. En el primero, un actor (que para hacer más baratos los costes de producción podría ser el mismo actor para los tres personajes) representa tres casos sucesivos de pacientes que filosofan sobre su vida en un diván. Los tres transmiten al espectador un clima pesimista in extremis . En el segundo acto, en sus casas (que para hacer más baratos los costes de producción podría ser la misma casa del psiquiatra con el diván anterior convertido ahora en aburguesado sofá para ver la televisión), los tres personajes se suicidan después de tres sucesivos monólogos que prolongan asfixiante-mente los tres monólogos del primer acto. De forma sorprendente, unos minutos antes de morir -yaciendo ya en el suelo ensangrentados con las venas abiertas- sus voces se ven enmarcadas en férreos endecasílabos. El tercer acto transcurre en La Arcadia -tierra de pastores poetas-, donde los tres personajes despiertan, se conocen, se abrazan y lloran. La escena final reproduce una conversación que, en torno a un asado de cordero, mantienen riendo los tres protagonistas (el olor del asado debería inundar la sala hasta la última fila de espectadores). Liberados del peso de toda métrica, han pasado ahora a la vulgaridad de un lenguaje obsceno y agresivo contra el autor, al que consideran responsable de su propia naturaleza de personajes confusos e ilusorios. También hablan mal de Dios, renegando desdeñosamente de Él y culpándole de haber creado al idiota que los creó. Un título provisional que se me ocurre es El cordero de los giros . Otro, La secularización del bucolismo .
A veces me pregunto por qué quiero escribir una novela -empecemos por una y luego ya vendrán las demás-. ¿Por un afán de notoriedad? Miro mi cara ansiosa en el espejo y mi respuesta es afirmativa: tengo necesidad de reconocimiento por parte de los demás, quiero que ellos me aplaudan y me consideren, quiero aparecer en los periódicos porque cuando los leo nunca hablan de mí, porque ya no soporto por más tiempo este doloroso anonimato, esta carencia humillante de gloria e inmortalidad. Silvia dice que soy un caso extremo de egocentrismo. Por ello no le he hablado nunca de mi proyecto literario, para no implicarla más en «mis cosas» y para no contaminarme de su falta de fe en mí. Por lo demás, creo que todo el mundo es egocéntrico. El egocentrismo es consubstancial al ser humano. ¿Quién no desea secretamente ser halagado? Hasta Jesús de Nazaret, en su fastidiosa humildad, vino al mundo para ser cubierto de piropos (también el propio Dios se autofelicitó las seis noches de la semana en que tardó en crear el mundo). El que dice que no le gustaría ser incluso vitoreado por los demás es un tipo sospechoso. Todos somos infinitamente jactanciosos y vanidosos. Exigimos el homenaje y el aplauso y, si pudiéramos, obligaríamos a los demás a calibrar nuestro genio con palabras de admiración. Nunca nos resultarían ridículas o excesivas porque, para nosotros, el adulador sería el único juez razonable y justo. Toda opinión tímida u objetiva nos parecería siempre una debilidad de carácter; y es que nadie puede escapar a la tentación de imaginar la experiencia fisiológica del halago, ese calor que se impone en las vísceras y en las glándulas. Hasta el amor y el matrimonio son pactos entre dos personas para piropearse (sin méritos demostrables) durante un tiempo… Los divorcios se producen precisamente cuando la esencia del pacto se olvida y uno de los dos miembros deja de ser cursi con el otro. Además, sólo la represión impide al discreto no seguir sus impulsos naturales y salir pregonando sus virtudes. De hecho, si un drástico cambio cultural introdujera la chulada como un nuevo valor universal, las calles de las ciudades se llenarían de liberados hablando solos a gritos y los millonarios invertirían faraónicas sumas de dinero para autopublicitarse en la televisión. La diferencia entre los hombres estriba sólo en que algunos, hartos de esperar oír nuestros logros en boca de los demás, nos lanzamos a una autoadulación que proclama con rotundidad nuestro talento. Estamos enfermos porque creemos seriamente que hemos sido iluminados (con una lucecita apenas visible que tenemos en la frente). Los demás todavía no lo creen -porque no ven aún esa lucecita- y por eso es preciso cogerlos de las solapas y convencerlos a escupitajos: «Entérate bien, pasmado ciudadano medio: si cuando me leas no transformo tu vida, si no consigo horadar en tu alma un agujero tan grande como el universo que te lleve a postrarte ante mí para llorar mi grandeza, tomaré la sal y el fuego y escribiré mi nombre en tu frente. Ya verás cómo así me irás recordando».
Creo que el nacionalismo, que Einstein consideró una enfermedad de la infancia, existe porque sólo algunos nos atrevemos a proclamar nuestro orgullo individual. El nacionalismo es el aullido de todos para crear la ilusión del orgullo de cada uno. Pero el verdadero orgullo no se comparte, porque al hacerlo sólo alcanza a convertirse en simulacro pueril y primario. Enfatizado por los ritos, los himnos y las ceremonias, el nacionalismo es el desgañitado vociferío de las hordas sin identidad. Aunque sentirse español no está del todo mal, teniendo en cuenta que supone pertenecer a un incierto país cuyo mayor personaje literario es un loco lector que decide aventurarse a salir con su caballo y su escudero por el mundo… Sentirse miembro de una comunidad religiosa me parece algo todavía mucho más grave y peligroso. El hombre de fe se hace en la medida en que decrece en él su sentido común. Cualquier persona un poco perspicaz y observadora podría darse cuenta del innegable parecido entre el pithecantropus erectus y un gorila. Ello debería considerarse una prueba definitiva en favor del evolucionismo y en contra de cualquier tipo de creacionismo genesiaco. Pero la inconsistencia de las religiones es también de índole moral: ¿qué sentido ético tiene que una lujuriosa pareja, una tarde en un jardín, condene a todo el género humano, y que el sufrimiento de un judío clavado en una cruz baste para salvarlo? ¿Qué responsabilidad tengo yo en un acto o en el otro si ni siquiera había nacido cuando ocurrieron? Sólo una ética de la humillación y del resentimiento puede inventar semejantes culpabilidades y salvaciones absurdas. Y con el hinduismo, pasa tres cuartos de lo mismo: tener que penar en el fango de las castas inferiores por algo que hicieron otros en encarnaciones anteriores a la mía es una disparatada hipótesis absolutamente inaceptable para cualquiera que conserve un mínimo orgullo individual. Por su parte, Nietzsche, que personalmente debía de ser un tipo al que sin duda yo habría abofeteado a los diez minutos de conocerle, creó, con el superhombre, la utopía más ingenua de la historia de la humanidad: ¿a qué viene, después de haberse mostrado lúcido hablando del cristianismo, esa profecía en la que sólo debió de creer en una noche de borrachera y vómito?
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