De repente, en este día gris en el que me encuentro muy deprimido y pesimista, ha resurgido en mí, con la hostilidad de una bala certera en el pecho, una inquietante pregunta: ¿quiero escribir mi novela -como dicen tópicamente algunos escritores- para responder a una necesidad compulsiva parecida a la sexual? Desde luego, si he de ser sincero conmigo mismo (y tengo que serlo: si no, ¿qué sentido tendrían estas reflexiones preparatorias que escribo para mí?) creo que no pienso en mi novela como en algo placentero; por el contrario, me produce más bien un sentimiento doloroso que tal vez se incremente cuando comience (si algún día comienzo) a escribirla de verdad. Es posible que este sentimiento negativo hacia el acto mismo de escribir sea ya una prueba suficiente para saber que no soy un escritor. Pero ¿realmente habrá escritores que escriban con el mismo placer inmediato del sexo? ¡Qué dilatado polvazo hubiera pegado entonces Tolstoi con Ana Karenina! ¡Qué ignoradas noches sodomitas hubieran entrelazado al gran Manco con la tosca cadera del gobernador de la ínsula de Barataria! No, desgraciadamente, no creo que los dioses tengan reservados para mí ese tipo de felicidades onanistas… Por otra parte, pienso que hay mucha hipocresía entre los escritores que comparan el acto de la escritura con el sexual, porque, mientras que el único destinatario inmediato del sexo es uno mismo, no hay escritor que escriba sin la mínima pretensión de ser leído, y, eso, ya de por sí, equivale a otras aspiraciones más mundanas como las de ser publicitado, comprado, aplaudido o premiado. De hecho, hasta en el sexo (aparentemente tan íntimo, tan sincero, tan antimetafísico, tan en sí y para sí), encontramos constantes casos de donjuanes que darían la vida para que sus conquistas fueran convertidas en seriales televisivos…
Muchas noches sueño que me conceden el premio Nobel de literatura, pero cuando estoy en Estocolmo, en el mismísimo momento de mi discurso, veo entre el público al psiquiatra que se mató en las costas de Garraf y me despierto otra vez en esta cruda realidad a la que me condena mi anonimato. Abatido, me desplazo hasta llegar al espejo y ensayo posibles fotos de mi cara. Me dilato entonces en muecas favorecedoras tras las que imagino un estadio abarrotado por una multitud enfervorecida que me aplaude, que aplaude mi cara multiplicada hasta el vértigo en inmensas pantallas luminosas, que aplaude mi carisma apabullante, mi mensaje cifrado, mi heroicidad. Durante un rato soy un extraordinario jugador de fútbol. Luego me convierto en un bello actor de cine o en un cantante definitivo. Algunas veces, cuando me emociono hasta llorar, he llegado a ser un astronauta, un héroe que ha salvado a miles de niños o un enviado de Dios. Entonces tengo alucinaciones acústicas y escucho con claridad el himno nacional. También, organizando ritos que yo mismo invento como para jugar, he sabido que me encanta leer mi nombre, que me encanta ser el que Soy. Ello me hace fantasear con la imagen de una portada de diario en la que sobresalen esos dos grupos de letras que tanto se refieren a mí: Antonio López. El mero hecho de escribirlas -de pulsar las teclas precisas en mi ordenador- me produce ya una felicidad casi palpable. Algunas tardes enloquezco y me entrego a mi nombre con una devoción de jaculatoria: Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López.
Si algún día me envalentono y consigo domeñar el tenue pudor que sobrevive en mí, tal vez incluya en mi novela algún personaje que se llame como yo. Dante tuvo la osadía de alzarse a sí mismo como protagonista de su obra maestra, situándose, además, al lado de Virgilio, que era para él el dios de la poesía. Me pregunto en qué ignorada arena podría yo iniciar un periplo semejante de la mano del Gran Parodiador. Pero sería difícil hallar esa senda excelsa, porque nada puede alcanzar el refinamiento del florentino. Nadie ha sido capaz de crear, en toda la historia de la literatura, un personaje tan potente como el de Beatriz. Es una invención espectacular, un escándalo de la imaginación. Sólo el Yahvé de la Torah o el Cristo humanizado de Marcos consiguen ser representaciones tan insólitas de Dios. A diferencia de estos ejemplos, sin embargo, Dante consigue hacer de Beatriz una divinidad femenina y erótica al mismo tiempo, cuya última función es nada menos que la de salvarle (o lo que es muy parecido, conducirle hasta la visión inefable de Dios con la que termina el poema). En esto consiste precisamente el escándalo de Dante, en haber erotizado y parodiado las Confesiones de san Agustín. (Como Dante, el Gran Parodiador es también un teólogo que lee y escribe al servicio de la literatura; por ello, la Beatriz Viterbo de El Aleph es un guiño que le envía un parodiador al otro.) Creo que el segundo gran escándalo de Dante es haberse autoproclamado el gran héroe del amor; porque si la Divina Comedia es un viaje que tiene mucho de épico (parecido al que se emprende en la Odisea ) su héroe no tiene nada que ver con un guerrero como Ulises. El móvil de Dante no es la violencia y el valor sino la poesía, la poesía que conduce al amor. Por eso veo a Dante como una mezcla de hippie y don Juan. De hecho, de no ser porque es muy cursi -ya se sabe la mariconería del italiano moderno-, él podría haber dicho perfectamente aquello de fare l'amore e non la guerra.
A lo mejor, como Dante, algún día, yo seré consciente de mi grandeza y podré situarme en el centro de una mirada poética afirmativa y sublime. Entonces, como Joyce con su Ulises , no dudaré en hacer referencias a los clásicos desde el mismísimo título. En el título podemos medir ya el valor que le echa un autor a su obra. Titulando mi novela La Lopeceida me emparentaría un poco con Virgilio; titulándola Don Lopezote de la Mancha , con Cervantes. En El gran López , todo dios vería en mí al menos una huella de Fitzgerald, mientras que con López y yo nadie dudaría en situarme en la misma onda del Gran Parodiador. [21]
Se me acaba de ocurrir un improbable cuento. Un joven estudiante es tan narcisista, tan narcisista, tan narcisista, que decide escribir su tesis doctoral sobre sí mismo. El día de la lectura sorprende al tribunal diciendo que la única bibliografía de la tesis es la propia tesis. El objeto y el método de la investigación coinciden también en ese voluminoso texto que versa sobre sí mismo. A veces, la tesis discrepa con partes de la propia tesis. Por ejemplo, el capítulo tres no coincide con «las preconciliares asunciones teológicas» del capítulo siete. Por su parte, el uno acusa de «peligroso esoterismo» las alegrías dialécticas del dos. Otra grave discrepancia interna se produce en las conclusiones finales, en las que se insinúa que en el capítulo noveno -temerariamente titulado «La metáfora del ojo de la caverna»- se ha tomado a Platón por lo que en realidad es una secta de heresiarcas judíos llamados los infiltrados. Finalmente, la introducción es tal semillero de símbolos, ambivalencias y concesiones que más parece una constitución política que un acervo de principios coherentes. Con la gravedad propia de este tipo de ceremonias y tras sus respectivas intervenciones, los cinco miembros del tribunal deciden suspender al joven narcisista que, en su último turno de defensa y con toda la razón del mundo, acusa a los catedráticos de saber mucho menos de la materia de la tesis que él. Luego se produce un intercambio de insultos y agresiones físicas y tiene que intervenir la policía y el cuerpo general de psiquiatras del Valle de Hebrón. Irreprimiblemente vanidoso y retador, el joven narcisista convoca una rueda de prensa a la que acuden los más cualificados periodistas y las más importantes cámaras de televisión. Encantado con el poder que le concede el escándalo, el doctorando comienza a besar -en directo y delante de todo el país- a una hermosa periodista que «me miraba con los ojos del deseo». El relato termina con un plano del presidente de los Estados Unidos viendo en la televisión las imágenes de ese beso. La noticia ha recorrido el mundo y el joven narcisista es ya un hombre famoso del que se escribirán libros y se imprimirán pósters.
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