Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Antes de recostar la cabeza en la persistente oquedad del gran almohadón blanco, sacó un billete del bolsillo, lo dejó sobre la mesa de noche y con gestos le indicó que quería dormir. Pero ella no le comprendió o no pareció hacerle caso; torció los labios con indiferencia, tomó el billete, lo guardó en el cajón de la mesita y se tumbó a su lado sin apagar la luz del techo.
De esa noche y del tiempo que permaneció en esa casa había de recordar poco más que el inmisericorde y metálico gemido de los muelles del somier y los grandes ojos de la mujer, que permanecieron fijos en los suyos hasta que, agotado ya, los cerró. Debió de echar entonces una cabezada porque cuando los abrió de nuevo apenas pudo reconocer el escenario. Apartó a la mujer que yacía a su lado y se levantó. Ella se sentó a los pies de la cama y comenzó a gesticular, y él al verla abrir y cerrar la boca, aunque era consciente de que estaba hablando, incluso gritando, no le oía la voz, como si sólo estuviera en ese lugar con parte de sus sentidos y otra parte hubiera salido de la casa para abrirle el camino. Tenía mechones de pelo negro pegados a la frente y la combinación que le estrangulaba las axilas mostraba un cuerpo que parecía ensamblar las mitades de dos personas distintas. Y pensó aún con una cierta ternura: nunca he visto un ser tan extraño. Dejó unos dólares más sobre la mesa y la expresión de la mujer se dulcificó: siguió hablando pero ya no tenía esas líneas largas y profundas que un momento antes le cruzaban el rostro. Con ambas manos se echó hacia abajo la combinación que apenas se movió y el pelo de la frente hacia atrás, cogió la pañoleta del suelo y se cubrió con ella recomponiendo la imagen que, sin embargo, no adquirió significado. Él fue hacia la puerta pero ella le detuvo y le abrió el camino hasta el portalón por el pasillo oscuro. Oyó chirriar de nuevo los goznes y salió a la calle, que no logró aligerar el peso y el calor que tenía pegado a la piel.
Esta vez no le costó encontrar el muelle siguiendo la calleja estrecha a su izquierda que la mujer le había señalado. El calor no había amainado y pensó que al llegar al mar correría el aire pero el agua seguía espesa, viscosa y negra como aceite y tan inmóvil que sobre ella el Albatros se desdoblaba y se reproducía en una sombra igual a sí mismo. Hacía horas que debían de haberse apagado las luces del café de Giorgios y no había más que una bombilla colgada de un alambre frente al estanco del otro lado de la plaza.
Bajo la escueta luz del palo mayor advirtió a Andrea acucurrada y envuelta en sí misma, que con un gesto de frío impensable bajo aquel bochorno pegajoso se protegía las rodillas en un abrazo como si quisiera abarcar su cuerpo entero. Así ovillada parecía todavía una niña aterrada y confundida que no se atreve a moverse a sabiendas del castigo que le espera. Y por primera vez en su vida dominó el impulso de correr hacia ella, como tantas otras veces, armado con el ultraje de su inútil traición que habría de recomenzar -o quizá sólo continuar- ese ciclo sin fin que se alimentaba en sí mismo.
Confundido al comprobar finalmente el exiguo ámbito al que había quedado reducida su querencia, tan evidente por primera vez como que ese atisbo de luz opaca que asomaba tímidamente por el horizonte habría de confundirse dentro de poco con el amanecer, se sentó en el suelo del muelle a una cierta distancia del Albatros con las piernas colgando sobre el agua. Lucharon en vano por brotar las lágrimas de algún lugar recóndito y oscuro de sí mismo y sólo un velo húmedo se posó en las pupilas sin caer ni resbalar, cegándolas. Habría querido llorar por sí mismo y por ella, por su transformación, por su complicidad convertida en encadenamiento, por el infierno de añoranza de lo que había dejado de ser, o por la felicidad pretérita que de un modo u otro se las arregla siempre por esfumarse y desaparecer.
No comprendía aún cabalmente lo que le había ocurrido, qué extraño camino había recorrido esa noche ni a dónde le llevaría, pero angustiado por la clarividencia con que se le presentaba esa convicción presionándole con una exigencia ineludible que no sabía de dónde procedía, vislumbró en un instante la carrera de escollos y tropiezos a los que tendría que hacer frente. Y de repente le invadió una pereza infinita que le dejó el alma vacía y hambrienta de un descanso y una paz que, comprendió, no había de encontrar en mucho tiempo.
Cantó el gallo desafinando en el bochorno, asomó la primera luz en el horizonte, el chasquido de un motor alejó una barca todavía invisible, en el aire temblaba la asfixia como las ondas del lago al echarle una piedra y la luna de papel se escondía tras la roca.
Se levantó y cansinamente se dirigió al Albatros , sin temor a pasos ni gritos ni crujidos ni risas. Tom había retirado la pasarela, así que cobró el cabo de popa y al tiempo que lo soltaba dio un gran salto hasta cubierta. El barco se balanceó y Andrea levantó la cabeza. Al pasar por su lado le revolvió brevemente el cabello ensortijado sin mirarla ni querer percatarse de que ese gesto tan inofensivo había teñido sus ojos con el brillo de la humillación y el despecho. Sin detenerse se dirigió a las escalerillas, bajó a la cabina, abrió la nevera, bebió agua y se metió silenciosamente en el camarote cerrando la puerta sin hacer ruido.
Se quitó la camisa y los zapatos y se tumbó en la cama a oscuras. No reparó en el calor sofocante del camarote y cerró los ojos cansados y doloridos por las lágrimas que no habían podido brotar. Y en la oscuridad violeta de los párpados apareció entonces la gran mancha de su vestido blanco envolviendo la figura vencida, la cabeza coronada de largos rizos menudos y tercos cuyo volumen había multiplicado la pegajosa humedad de una noche a la serena, y el profundo reproche de su mirada.
Azul, como el azul del mar al atardecer, como la hora azul del crepúsculo o las sombras superpuestas de los telones de la Capadocia frente al sol; azul como la brisa que cae sobre la tierra cuando entra el viento de mar por el horizonte, azul como el descanso, como las fuentes, como las sábanas frescas, azul como la luz del alba, como las velas al viento, como los ojos azules de las muchachas en flor. Y sin embargo.
VI
El camino de salida es la puerta. ¿Por qué será que nadie utiliza ese procedimiento?
Confucio
Se abrió la puerta de golpe y Andrea encendió la luz. Había dejado caer las gafas sobre el cuello y los surcos de la cara se le habían acentuado por el cansancio y la vigilia. De pie en el quicio de la puerta abierta, era evidente que no venía en son de paz:
– ¿No vas a decirme dónde has estado?
Cantó de nuevo el gallo en cuatro notas agudas que terminaron en un chirrido y en la lejanía las explosiones de un motor rompieron el silencio del alba.
– Te he esperado durante toda la noche -añadió.
– No debías haberlo hecho. -Martín se desperezó y desvió la pantalla hacia el techo. El camarote quedó a media luz-. Ven a dormir -dijo suavemente-. Es tarde -añadió y sin incorporarse alargó el brazo hacia ella.
– Sé lo tarde que es, te he estado esperando.
Hubo un silencio.
– ¿No me has oído? ¿Qué estuviste haciendo?
Martín hizo un gesto de cansancio:
– ¿Qué más da lo que hiciera?
– Tengo derecho a saberlo, ¿no?
– ¿Para qué? -preguntó sin demasiado interés.
– Soy tu mujer, ¿lo has olvidado? -Cerró la puerta y se sentó en la cama. Estaba crispada y no tenía intención ninguna de dormir.
– No, no lo he olvidado -repuso aunque apenas recordaba el paso por el juzgado, casi recién llegados de Nueva York, sin más testigos que Leonardus, pocos meses después de promulgarse la ley de divorcio. Sí tenía memoria en cambio de su repentina insistencia y de la prisa con que organizó la escueta ceremonia aunque nunca hasta entonces la había preocupado, y sólo más tarde comprendió que tanta premura bien podía tener por objeto llevarle la delantera a Carlos que después de haber acabado con los trámites del divorcio había anunciado por sorpresa su propia boda para fin de año.
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