Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Andrea esperaba aún a que él hablara. Pero él no dijo más que: «Tengo sueño», y alargó el brazo para apagar la luz.
– No -gritó ella y saltó sobre la cama para impedirlo. Tenía la cara congestionada de encono y sudor. El aire del camarote era sofocante.
– Entonces voy a poner el ventilador -dijo Martín pacientemente. Buscó el interruptor bajo el cristal de la escotilla y lo puso en marcha. Un rítmico zumbido llenó el camarote.
– Apaga esto -chilló ella.
Él alargó el brazo de nuevo, volvió a darle al interruptor y cruzó las manos sobre la cintura. Cerró los ojos y pensó: cuando muera me pondrán en esta posición.
– No me estás escuchando -dijo Andrea-. Nunca lo haces, te refugias en ti mismo, no hablas, no dejas un resquicio donde yo pueda entrar. Desde tu torre altiva permaneces al margen de todo y actúas sin saber ni el daño que haces ni a qué se deben las lágrimas que provoca.
¿Cómo podría saberlo? ¿Cómo podía comprender, si ella no se lo explicaba, aquel llanto incontrolado con el que había llegado a Nueva York para quedarse con él? ¿Cómo podía dejar de dar importancia a unas lágrimas que por sí solas desmentían el propósito de su presencia allí? Durante semanas enteras estuvo llorando sin que lograra calmarse más que de vez en cuando, cuando él o quizás los dos, tomando como modelo lo que habían sido, se acercaban temblando el uno al otro para convencerse de que los mismos síntomas ocultan iguales pasiones. Y siguió llorando a veces a escondidas, otras repentinamente sin motivo alguno durante días, años, hasta ahora incluso, como si todo ese llanto que había ido cediendo en frecuencia e intensidad, sustituido paulatinamente por extrañas enfermedades o indescifrables dolencias que aparecían con fuerza incontenible y desaparecían suplantadas por nuevos síntomas, vértigos, jaquecas, dolores en la espalda, cansancios tan persistentes que la obligaban a guardar cama y a permanecer días enteros a oscuras, no fueran sino una vena, un manantial de dolor inagotable cuyo origen y persistencia no acertaba a comprender.
Cerró los ojos.
– No te duermas -levantó la voz ella zarandeándole.
Él recompuso la posición y le dijo:
– No chilles, vas a alertar a los demás. -Y torció la cabeza en dirección al camarote contiguo.
– ¿Qué me importa a mí que despierten? ¿O crees que no saben que has estado toda la noche fuera?
Un soplo de aire truncado o una ola que se desplazaba desde mar abierto producida tal vez por una embarcación que salía a la pesca, chocó contra el casco del barco y les procuró el anticipo de una brisa que no había de llegar.
– Ven a dormir. Mañana hablaremos. Estoy cansado.
– Y mañana con cualquier pretexto tampoco hablarás.
– Mañana sí -dijo-, mañana te lo contaré todo.
– Mañana -repitió ella con sorna-, mañana. No has hablado en toda la tarde, ni en toda la cena, pero mañana sí.
– Nunca hablo mucho, ya lo sabes.
Se hizo de nuevo el silencio.
Andrea se echó el pelo hacia atrás y alargó el brazo para tomar del estante la botella de whisky, que destapó y se llevó a la boca con un gesto voluntariamente desgarrado.
– ¿Qué es lo que te ocurre? -dijo persiguiendo con el reverso de la mano las gotas que se escurrían por la barbilla-. ¿Estás harto del barco? -Y sin esperar respuesta-: Ya falta poco, en cuanto traigan la pieza mañana, zarpamos. Tienes otro contrato mejor incluso que los anteriores, ésa es la verdad. Mira la parte buena. Yo se la veo a lo tuyo, ¿no?
– ¿Qué es lo mío?
– Todo.
– ¿Qué quiere decir todo?
– Desde que te conozco no he hecho más que lo que tú querías.
Martín no respondió, ni la miró siquiera.
– ¿No me ocupo de tus asuntos? ¿No veo una y otra vez los copiones? ¿No he viajado por tus tierras?
– De eso hace mucho tiempo. Creí que te gustaba.
– Pues no me gusta, no me gustaba.
Lo dijo por herir, él lo sabía. Estaba en uno de esos momentos de furia contenida en los que no se dejaba llevar de la ira y medía las palabras para llegar más allá del insulto: la deserción de una memoria común, la retirada unilateral del recuerdo. No, no podía haber sido todo una mentira, lo sabía, ni siquiera una concesión. Y sin embargo ella negaría ahora incluso el temblor de las hojas de los altísimos chopos que descubrió una tarde tumbada en el suelo con la cabeza apoyada en sus rodillas. Fue un plácido día de verano. Bajo el diáfano e inmóvil cielo azul de Castilla, mientras la brisa oreaba las lomas doradas salpicadas de pacas se le había desvelado -de esos descubrimientos se nutre el amor, dijo entonces- una forma de mirar, de entender, de desentrañar el paisaje, casi de tragarlo y comulgarlo, tan distinta a la indiferencia o la pasividad con que hasta ese momento había asistido a la naturaleza. Yo soy urbana, repetía enardecida cuando la conoció, soy de ciudad. Y añadía: El amor a la naturaleza es de inmovilistas y reaccionarios, una frase que quizá había oído repetir a su marido con una intención polémica que a ella se le escapaba, pero lo decía de una forma tan personal que nadie le exigió nunca una explicación, ni se la acusó jamás de repetir lo que oía porque, decían, era lógico que compartiera con él sus ideas y creencias, ¿qué había de malo en que por su talante apasionado las vociferara con mayor entusiasmo y aplomo aun no siendo suyas? ¿Qué mujer casada con un hombre importante no lo hace?
Como si quisiera ella también recuperar la calma repetía cansinamente:
– Ya falta poco, ya falta poco. -Y añadió en un susurro-: Todo volverá a ser igual.
– No -dijo Martín-, nada volverá a serlo.
– ¿Qué es lo que ha de cambiar? Y ¿por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Crees que no me doy cuenta de que esas ganas de aire que te han tenido ausente tantas horas me atañen más incluso que a ti? Quiero saber qué ocurre. Necesito saberlo, ¿me oyes?
Martín no respondió.
– Te estoy hablando.
– Perdona -dijo.
– Perdona nada. Escúchame, o habla. No me tortures de este modo. No lo merezco, bien lo sabes. -El tono de voz se había dulcificado quizá al añadir-: Todo lo dejé por ti, todo. -Y se cubrió el rostro con las manos como si no pudiera soportar la visión de tan gran error.
– No debías haberlo hecho -dijo con resquemor, y cuando ya se había perdido el eco de la frase, que ella pareció no oír, añadió para teñir de intención lo que acababa de decir-: Yo no te pedí que lo hicieras.
– Esto no es cierto -respondió casi sin darle tiempo a terminar, olvidándose del dolor-, me lo suplicaste un millón de veces, incluso llorando.
– Tienes razón -admitió-, tienes razón, pero ahora ya no tiene sentido. Olvida lo que dije y lo que no dije. -La miró un momento casi con indiferencia, como se mira la torpeza que acaba de cometer junto a nosotros un extraño y pensó, tengo ahora que deshacer el entuerto, no éste, ni el de la noche, sino de toda la vida. Pero le vencía el sueño y el cansancio y para que todo acabara de una vez y le fuera permitido dormir, con la decisión y procacidad y audacia y temeridad del tímido que para una vez que habla se cree con derecho a decirlo todo, susurró-: Es que no te quiero.
Pero no consiguió el efecto deseado. Andrea sonrió irónicamente como ante una persona que no hace más que contradecirse a todas horas.
– ¿Ah no? -y había audacia en su voz-. ¿Ahora te enteras? -Y levantó la cabeza para comprobar cómo él mismo negaba ahora lo que acababa de decir.
– Quiero irme -dijo acorralado-. Quiero irme y me iré.
– Muchas veces te has ido y siempre has vuelto.
– Esta vez ya no será así. No volveré a tu lado. -Y más para sí mismo que para ella añadió-: No, no te quiero, quizá nunca te he querido. Hace tiempo que debería haberlo sabido.
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