Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Había llorado y a la luz del día tenía los párpados rojos e hinchados. Pero por primera vez no vio en ellos el brillo que le incitaba a recuperarla una vez más, a convencerla, a reducirla, a hacerle confesar hasta qué punto estaba en sus propias manos y le pertenecía, ocurriera lo que ocurriera, por grande e infame que fuera el ultraje a que la hubiera sometido. Por primera vez no reconoció en ese rostro el de quien todo lo había dejado por seguirle, más bello aún en las líneas de fatiga y dolor, delirio y alcoholismo que él mismo había impreso en sus rasgos sino sólo la cara patética de una mujer que estaba envejeciendo y dejando el alma en el desmesurado esfuerzo de competir consigo misma.
«Todo termina cuando se agota el deseo, no cuando se nubla la esperanza», recordó y la atrajo hacia sí sólo por ver cómo se estremecía, seguro sin embargo de que en un último intento por rendirle iba a fingir una vehemencia que nunca habría podido aflorar espontáneamente ahora, atenazada como estaba por el terror y el orgullo de verse relegada, y porque también ella sabía que esas manos ya no eran las que había visto temblar tantas veces. Y en el juego de simulaciones y distorsiones de un espejo frente a otro reiteraron su doblez hasta el infinito, hasta caer agotados, maltrechos, heridos, ávidos aún y humillados ambos por haber dejado patente ante el otro la futilidad de su inútil pantomima.
El potente silbido de una sirena de una sola nota que se había inmovilizado y horadaba el aire tenía algo extraño, como la insistencia de un cuerno de niebla a pleno sol. Martín abrió los ojos y la memoria dormida aún le lanzó mensajes oscuros e indescifrables que sin embargo le produjeron un dolor agudo y profundo. Alguien había corrido las cortinas y le cegaba la brutalidad de la luz. Debe de ser más de mediodía, pensó. Andrea no estaba y el desorden del camarote, como una imagen de su propio desaliento, le hirió de forma desacostumbrada. Ruidos confusos llegaban del puerto y del muelle y cuando fueron cobrando sentido recordó que hoy llegaba el barco de Rodas, y entre las brumas de sus ansias dormidas dedujo aún: sí así es traerá consigo la pieza que esperamos, con un poco de suerte podremos zarpar esta misma tarde y dejaremos la isla de una vez.
Fue al cuarto de baño y no se duchó sino que se lavó la cara con agua fría porque un papel en el espejo le recordaba que había que ahorrar el agua hasta que el barco pudiera ir a repostar a la manga, en el otro extremo del puerto.
En la cabina no había nadie. Habrían ido a comprar provisiones o a acompañar a Leonardus a llamar por teléfono, como siempre, pensó, nada les gusta más. Subió un par de peldaños de las escaleras de acceso a cubierta y asomó la cabeza. Un destartalado paquebote levantaba sobre el casco pintado de rojo una chimenea obsoleta, demasiado aplastada, con el anagrama blanco y negro de la naviera que aún le mantenía en vida. Había iniciado la maniobra dispuesto a abarloarse en el muelle casi frente al restaurante de Giorgios y dos marineros de opereta, con gorros blancos y jerséis de rayas azules, tenían preparada la pasarela desde la borda. En tierra junto a los dos hombres que esperaban para recoger los cabos, treinta o cuarenta personas permanecían inmóviles observando la lenta maniobra. Giorgios había salido de los confines de su café para llevar al barco un carrito de ruedas con que recoger la mercancía. Detrás de ellos otras personas se acercaban en pequeños grupos. Se movían todos despacio, como si apenas les dejara avanzar el calor suspendido en unos rayos de sol que a fuerza de exhibir su intensidad habían perdido lustre. El mediodía era turbio y pegajoso.
Martín volvió a la cabina, se sirvió una taza de café que encontró aún tibio en un bote sobre el fogón y subió a sentarse en la bañera bajo el toldo.
– Este calor nos matará -dijo en voz alta, pero sabía que no era el calor.
Tras él la voz de Andrea le sobresaltó.
– Ven -le dijo-, es verdad, hace calor.
No la había visto cuando se asomó a cubierta ni después, debía de estar tumbada en un sofá de la cabina.
– Ven -repitió, y le puso una mano sobre las rodillas-, en el camarote hace más fresco.
Martín, inmóvil, se puso en guardia.
– No, estoy bien aquí -dijo, y esperó su airada reacción.
Pero Andrea no insistió. Pasó frente a él y fue a sentarse sobre el tambucho apenas protegida del sol por el ángulo del toldo que Tom había amarrado en la cornamusa al costado del palo mayor y como si de repente hubiera perdido el interés por él, se dedicó a contemplar el desembarco de gentes y paquetes aunque tenía el gesto despectivo y malhumorado.
En el balcón, el matrimonio había recuperado su lugar porque el sol alto aún en el cielo metálico había iniciado un leve descenso y el alero proyectaba sobre él una franja de sombra. La mujer llevaba la bata de flores y él la chaqueta del pijama. Sentados uno frente a otro seguían en la misma tesitura y posición que el día anterior, con ese talante irritado, cuajado por los años en la expresión y en la insolencia con que mantenían ambos el cuello levantado y la cara en direcciones opuestas evitándose; él con las manos cruzadas sobre la mesa estaba atento al barco de Rodas, ella enfrente sin querer verle pero pendiente de lo que hacía suspiraba de vez en cuando y le miraba de soslayo.
Como nosotros, pensó Martín. Los humanos nos parecemos demasiado.
– ¿Hay café hecho? -preguntó Andrea sin levantar la vista.
– Sí, queda un poco.
– ¿Puedes traerme una taza?
Martín fue a la cocina, le sirvió una taza, puso una servilleta de papel sobre la bandeja y fue a llevársela. No quería sentarse con ella pero tampoco sabía cómo irse sin provocar una reacción violenta que no deseaba, ni quería de ningún modo iniciar la conversación de la noche anterior. Se quedó de pie apoyado en el palo mayor y pensó que en cuanto se hubiera tomado el café podría irse con el pretexto de llevarse la taza otra vez. Ella le miró y comenzó a beber a pequeños sorbos como si el café estuviera hirviendo.
La aversión se manifiesta a veces imprevisiblemente en minucias que acumulan en sí tanta carga como la de las ocultas razones que la motivan. Andrea terminó el café, se secó los labios con la servilleta de papel, la arrugó y la metió dentro de la taza antes de tendérsela, y sin saber por qué, Martín la odió por esto.
Se fue de nuevo a la cabina, dejó la taza en el fregadero y, como un niño que escapa a la atención del maestro, subió las escaleras procurando no hacer ruido, se deslizó por la bañera y ya iba a saltar a la pasarela cuando oyó los gritos:
– ¿No tienes nada que decirme? ¿No decías que hoy me lo contarías todo?
Pero no se volvió, continuó por la pasarela y a toda prisa, sin entretenerse en saber si ella le llamaba, siguió el muelle en dirección contraria a la de la plaza frente a la cual estaba amarrado el barco de Rodas. Caminó deprisa por el malecón que por esa parte se iba reduciendo a medida que desaparecían las construcciones hasta deshacerse en un camino cubierto de ruinas y pedruscos, parcialmente invadido por el mar. No había barcas ni gente y un poco más allá la central eléctrica silenciosa y desierta a esta hora condenaba el paso hacia un promontorio que protegía del viento y cerraba la caleta de aguas mansas y turbias donde flotaban y se pudrían los escombros del albañal. Un pontón amarrado de firme que debía servir de almacén mantenía inmóvil sobre sí una nube de moscas grandes y negruzcas. El puente se había desmoronado parcialmente y los maderos carcomidos y deshechos por la intemperie invadían el sollado entre sacos y cajones. No había más camino que la vuelta, y como no quería volver al barco a quedarse a solas con Andrea o pasar por delante y exponerse a que ella le llamara se sentó en el suelo de modo que desde allí no se le pudiera ver y se entretuvo mirándolo para matar el tiempo. Era un barco muy viejo que debió de haber sido una barcaza de pesca, había perdido hacía mucho la última capa de pintura y rezumaba humedad.
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