Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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VII
«Verrà la morte
e abrà i tuoi occhi
Cesare Pavese
Contrariamente a la actitud distante y decidida que se había prometido mantener y que había adoptado desde la noche anterior y durante todo el día, y tal vez movido por un temor o una premonición que no lo habían abandonado desde que Andrea apareciera en cubierta por la tarde vestida y maquillada, o antes quizá, cuando en la cueva azul había pronunciado aquellas enigmáticas palabras, asomó la cabeza por la escotilla. El Albatros casi sin balancearse se abría paso en la noche sobre la leve ondulación de las aguas en alta mar. La calma era completa, lejanas estrellas deslumbradas por la exigua luz que temblaba en lo alto del palo mayor no hacían sino incrementar la inmensidad de su distancia. La trepidación continua del motor engullía el rumor de las olas y el batir del aire sobre la arboladura, y la monotonía de su ritmo dibujaba una línea recta en la interminable tiniebla del mar. Martín sabía dónde estaba Andrea pero tuvo que acomodar la vista para descubrirla en la proa, arrebujada en sí misma, cubiertas las piernas con un mantón. Ella sí podría haberle visto porque llevaba en la misma posición y en el mismo lugar desde antes de la cena y sus ojos se habrían ido habituando a la paulatina penumbra y a la oscuridad, y finalmente a la apocada claridad de la noche, pero no levantó la mirada ni se movió. Tenía la cabeza baja y al cruzarse la luz con su rostro en un vaivén inesperado vio en su mejilla un reguero de lágrimas brillante, aunque seco como el rastro que dejan tras de sí los caracoles.
– Andrea, ven a dormir. Es tarde -dijo en un susurro. Estaba seguro de que le había oído pero por si el motor hubiera apagado sus palabras repitió con más fuerza-: Andrea, anda ven.
Más que desear que fuera al camarote Martín quería obligarla a dejar esa actitud, a decir alguna palabra aunque sólo fuera por borrar y desmentir aquellas otras que habían incrementado y distorsionado en el silencio la amenaza que el eco había estampado contra los muros húmedos y viscosos de aquel escenario wagneriano. Un ámbito de proporciones desmesuradas y casi tan fantasmagórico como el que les había descrito Pepone con pomposos adjetivos y elocuentes aspavientos una vez hubo acabado de contar la historia de la mujer de los harapos. La cueva azul, dijo, es un lugar embrujado que encierra todavía misterios por desvelar y fragmentos de historia por investigar. Se dice, y se agachaba bajando la voz al tiempo que reducía la velocidad para que se oyeran mejor sus palabras, se dice que por un extraño fenómeno que ningún científico ha podido descubrir aún, el agua que encierra la cueva contiene la mayor densidad de sal que se conoce: no viven en ella ni peces ni aves, ni anidan crustáceos en sus bajíos, ni en los escollos se agarran caracolas, ostrones o lapas. Es un agua viscosa, oscura, que deja el aire inmóvil de frío, de un frío compacto que no cala, que permanece como un apósito en la superficie de la piel y transforma el bramido del mar exterior en un eco sordo de concha marina gigantesca, en un sonido aterciopelado, envolvente, que cierra el espacio con mayor contundencia aún que las mismas rocas que lo componen. La bóveda y las paredes lisas, sudadas y rezumadas, de un azul intenso y oscuro, irisado por la refracción del haz de luz que se concentra en la monumental arista horizontal de la entrada, fueron cárceles donde los turcos llevaban a morir a sus prisioneros. Los dejaban en las resbaladizas plataformas de la cueva con grilletes en los pies y cuando tras dos o tres semanas de haber cerrado la salida con sus naves ponían rumbo a la costa, no quedaba en ella más que quietud y silencio. Se dice, y reducía aún más la velocidad al tiempo que bajaba la voz como si fuera a desvelar un secreto oculto durante años, que se mantienen aún incólumes en el fondo de las aguas sin que ser vivo alguno se haya acercado a roerles el rostro o el cuerpo ni a desgarrarles los ropajes, y que en las noches de tempestad si cae el rayo por levante en el momento que por la misma fuerza de su embate una ola se retira y deja la entrada exenta se produce un instante de transparencia tan diáfana que alcanza las simas más profundas, y el pescador perdido en la tormenta que asista por azar al milagro contemplará un ejército de hombres y mujeres que oscilan bajo el agua sujetos al abismo por el peso de los grilletes, con los cabellos y las ropas y los brazos flotando al influjo de la corriente, abiertos aún los ojos con el estupor del último instante.
– ¡Basta! -había chillado Chiqui que se había unido a los demás para escuchar la historia.
Andrea en cambio no se había alterado, y cuando más tarde aprovechando la bajamar Pepone había deslizado la barca al interior de la cueva con un golpe de remo, Martín había sentido por primera vez esa inquietud que confundió entonces con una nueva arremetida del mismo miedo a volver al puerto y ser descubierto, pero aun así no había apartado los ojos de ella. Andrea había contemplado el azul irisado con extrema frialdad, sin inmutarse ni admirarse, y había sonreído irónicamente a los gritos de Chiqui al echarse al agua, que retumbaron en las bóvedas azules, húmedas y espectrales como había dicho Pepone. Y mientras los demás jugaban con la luz y las voces y se desplazaban con ayuda de los remos y del bichero buscando en vano la transparencia del agua que había de descubrirles el secreto de sus oscuras cavidades, ella, en un momento de confusión, se había situado a su espalda. No recordaba exactamente las palabras que murmuró pero la conocía lo bastante para saber que, aunque no explícitamente, le había venido a decir, y no porque lo creyera sino porque así quería y había decidido que fuese, que nuestra suerte está echada y que por una serie encadenada de errores inevitables vamos configurando nuestro propio destino hasta adquirir poco a poco la certidumbre de que no hay salvación ni redención ni siquiera rectificación. Y no habría podido deslindar dónde acababa el consejo y dónde comenzaba la amenaza al añadir: «Y yo me cuidaré de que así sea».
Ya no había dicho una palabra más, ni en la cueva ni en la barca de Pepone de vuelta al puerto. Había subido al Albatros , esta vez con la ayuda de Tom que estaba acabando de limpiar las pisadas y las manchas de grasa negra que los mecánicos habían dejado en todas partes y se había encerrado en el camarote. A la media hora larga había aparecido en cubierta con las sandalias en la mano, vestida con un traje blanco que no se había puesto en todo el viaje, un collar de grandes bolas de ámbar que Martín no había visto jamás, el pelo sin recoger, rizado y abultado, sin pañuelo ni sombrero, contenido únicamente por la cinta elástica azul de las gafas que, los ojos maquillados tras los cristales, daban a su mirada una expresión más inocente pero más segura, como la ratificación de la sentencia inapelable que había dejado en suspenso en la cueva azul.
Al verla Leonardus, que estaba sentado en el banco de popa haciendo tintinear el hielo de su vaso, sonrió -quedaban todavía en el cielo los tonos rosados que con el fin del verano se inmovilizan en el horizonte a la caída de la tarde y demoran el crepúsculo, y a esa luz el blanco de su vestido adquirió tonos de fosforescencia sobre la calidad mate del atardecer- y con la calma de un ave de vuelo lento dejó el vaso sobre la mesa, apartó de sus rodillas con cuidado la cabeza de Chiqui, se levantó, se acercó a ella que se había detenido en lo alto de la escalerilla y sin tomarle la mano, ni agarrarla por los brazos o los hombros le dio un beso superficial en los labios aunque largo y premioso. Ella le dejó hacer y si cerró los ojos, pensó Martín que asistía a la escena sin comprenderla, no fue tanto por concentrarse en lo que estaba ocurriendo cuanto precisamente por quedar al margen de ello.
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