Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– ¡Desgraciado!
La palabra se había desprendido del discurso y flotaba en el aire conjurando la nube de obsesiones que, como un enjambre de moscas, no dejaba en paz su pensamiento.
– ¡Desgraciado! -repitió Andrea y de un manotazo apartó el mantón de las rodillas, que dejó al descubierto las piernas y los pies desnudos, inquietos y temblorosos y se deslizó por cubierta hasta detenerse en un motón. Martín dio un paso para recogerlo y ella, creyendo que había decidido irse, se levantó tambaleándose aterrorizada ante la idea de quedarse ahora sola con su rencor, le agarró con fuerza por la manga de la camisa y en un tono que habría sido un grito de no haberle salido la voz tan ronca, gastada y sombría por la humedad, o acaso forzada adrede por subrayar el carácter inaplazable que quería dar a la orden, le dijo-: No, ahora no te irás, ahora vas a oír todo lo que tengo que decirte.
Había fuego y odio en su mirada azul, y más resplandor en las pupilas aún que bajo el sol, más acero en la intensidad que recogía y multiplicaba en el cristal de las gafas los destellos de la luz del mástil para lanzarlos a la negra noche, como señales de seres extra-terrestres, señales de urgencia, de peligro, de ataque.
– Tanto éxito y tanto orgullo y nunca habrías llegado a nada de no haber sido por mí. ¿O es que creíste alguna vez que tú solo lo habías conseguido? -No calló sino que tomó aliento para continuar-. Es a mí a quien envió el contrato Leonardus, no a ti. ¿Habías reparado en ello? No, tú nunca te enteras de nada, siempre vives convencido de que todo te está debido. Te crees el señor de la tierra adorado por sus méritos, por sus éxitos. ¡Desgraciado! -repitió-. ¡Desgraciado!
Envuelta en el temblor blanco de su vestido se había apartado del balcón de proa para apoyarse en el andarivel y levantaba la cabeza hacia Martín, que agarrado con una mano al estay intentaba mantener imperturbable su propio cuerpo castigado por el pasmo y el estupor. ¿De dónde había sacado esa palabra, dónde escondía esa mujer una tal voluntad de ultraje que, como el collar de ámbar, él no había visto jamás?
– No me mueve el deseo de aniquilarte -dijo respondiendo a su asombro-, pero quiero que sepas que nada vas a poder hacer sin mí porque si he logrado convertirte en un hombre rico y famoso también puedo lograr tu ostracismo, que tu nombre, tu rostro y tu obra, desaparezcan en el abismo de un olvido tan contumaz como si ya se hubiera volcado sobre ti el paso del tiempo.
– Vamos a dormir -dijo él como quien habla al que por los efectos del dolor ha perdido momentáneamente el juicio, y repitió, esta vez sin entonación para no irritarla aún más-: Vamos a dormir.
Pero la voz de ella se levantó sobre el taladro del motor:
– ¿No me crees? ¿Crees que miento? No es tan fácil triunfar, nadie lo logra en tan poco tiempo. No lo olvides: me lo debes a mí.
– Si acaso se lo debo a Leonardus -reconoció Martín.
– A mí -insistió ella-. Fue por mí por lo que Leonardus te ofreció volver a España. Por mí, no por ti ni por tus dotes de cineasta, ni por el ridículo corto que constituía tu currículo. Por mí, sólo por mí -repetía aunque apenas podía hablar ya porque a borbotones luchaban por fluir unas lágrimas que contuvo aún en las pupilas con una extraña mueca del labio superior, y allí permanecieron suspendidas como un prisma que aumentara el espesor de los cristales convirtiéndola por un instante en una cegata.
Sin embargo, de pie en la proa parecía haber olvidado sus vértigos y recuperado el aplomo y la estabilidad con que se movía en la Manuela . No se apoyaba ahora, tenía los pies clavados en la cubierta húmeda, y con un movimiento reflejo rescatado del olvido hacía oscilar su cuerpo al ritmo y contramano del Albatros ; la cabeza alta y el porte altivo exhibían la rotundidad de la afrenta como un inmenso mascarón que se hubiera desplazado desde la roda de un velero mítico.
– Lo hizo por mí, porque sólo con esta condición acepté ir a Nueva York cuando Carlos presentó la demanda de separación… En ese momento, en el mismo momento que comenzó la frase, se manifestó lo que había sabido desde siempre. No le hizo falta oír la relación exacta de los hechos que ocurrieron y que la llevaron con él, ni necesitaba conocer ahora los detalles. Vio finalmente al marido adoptar su papel, que nada tenía que ver con el que él mismo, y también ella, le habían adjudicado, ella para redondear la grandeza y veracidad de su pasión, él por dejarse llevar una vez más de ella. Y no porque sus palabras le dijeran algo, que nada decían como nada habían dicho aquella primera vez que la oyó hablar sentada a la mesa de su casa de la playa, sino porque el canto de su voz agriada por la hostilidad, como la cantinela de la vieja del paseo, se había vuelto extrañamente más explícito que las palabras y aportaba en sí mismo la solución exacta a las viejas sospechas y conjeturas; escondidas y prensadas dentro de sí mismo se revelaban ahora ante el rencor como las bolas de papel chinas se expanden al contacto con el agua y sólo en ella adquieren su forma cabal y su verdadera dimensión. Y le pareció comprender entonces que el llanto interminable no había sido el llanto de la tristeza ni el de quien no puede luchar contra una pasión que le obliga a tomar decisiones que por fuerza han de herir a otro ser amado, ni el desgarro de haber de decidir entre dos amores igualmente posesivos, ni el de quien se consume de añoranza por los hijos que quedaron al borde del camino, sino el llanto del perdedor, el llanto del que ha cometido un mal cálculo y ha caído en sus propias redes, o trampas, del que ya nunca tendrá reposo ni consuelo porque sabe que no hay vuelta atrás en el error, el llanto que debió verter Adán al ser expulsado del paraíso. No hay más que tomar el autobús en otra parada y a una hora distinta para que cambie el rostro de la ciudad en que vivimos, y ahora desde ese ángulo insospechado apenas reconocía su entorno ni la extraña figura que lo había presidido. De tal modo que se preguntó horrorizado cómo había podido vivir durante años con un ser de cuya mirada no había sido capaz de deslindar la transparencia del engaño, ni la espontaneidad de la cautela o la astucia o la premeditación, sin atreverse jamás a franquear el umbral de la incertidumbre.
– ¿Te sorprende? -decía Andrea con desafío en la voz y en el porte, mucho más firme, más erguido aún, quizá para compensar esa inadvertencia que se le había escurrido en el discurso, y continuó acentuándola más aún-: Fue él quien quiso separarse, claro que sí -y lo dijo a conciencia ahora-: Fue él quien a mi vuelta del primer viaje a Nueva York me acusó de abandono del hogar y de adulterio. No yo, ¿a santo de qué?, fue él quien consiguió las pruebas y se hizo con los documentos que demostraban mi culpabilidad. Y ganó el pleito. Entonces era fácil para un hombre tener las de ganar ante la justicia. Y ahora también -añadió para sí-. Y no porque le importara mi adulterio sino porque era él quien quería irse con otra. -El tono había perdido todo rastro de agresión, y dijo en un susurro-: Se enamoró de una de esas niñas que os sorben el seso a los hombres. -Y entonces sí, bajo la cabeza y su cuerpo perdió la firmeza, vencida ante el agravio que aún ahora, tantos años después, seguía lacerando su ultrajado corazón, pero continuó-: Presentó testigos de todos nuestros encuentros. Abandono de hogar, de esto me acusó, de mal comportamiento, de adulterio. Todo le fue muy fácil, era abogado y estábamos aún bajo las leyes de la Iglesia y la dictadura. Además él ya había pactado con las fuerzas políticas que se preparaban para el relevo. Mira en lo que quedó aquel hombre liberal que tú y yo conocimos. ¿Qué podía hacer yo? -y añadió como si Martín ya no fuera su oponente-: Todos se pusieron de su parte, todos, incluso mis propios padres que aún hoy no me han perdonado.
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