Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Pero el miedo disloca e invalida todo propósito, todo plan, toda estrategia y nunca se hace cómplice de aquel a quien atenaza. Martín se dejó caer sobre cubierta con tal excitación en el cuerpo que se reproducía en el temblor de las piernas y le discutía el ritmo al corazón, y en el sofoco en la cara emergiendo del calor opaco que le envolvía. Le dolía la sien y se tocó la ceja: sintió el tacto viscoso y al acercarse la mano a los ojos vio la humedad oscura de una gota de sangre. Habría podido morir, pensó. ¿Morir? Ella va a morir. Volvió a la realidad. Tengo un minuto para pedir auxilio. Tengo que hacerlo. Ahora, ahora mismo. Si no lo hago seré un asesino. Ahora. Ahora. Pero no se movió. Permaneció esperando un desdoblamiento de sí mismo que le incitara a gritar. Un golpe seco se levantó sobre el inicio de Poveri fiori que se repetía por enésima vez: la tapa de la nevera al cerrarse. Luego los golpes en los peldaños de la escalerilla.

Si no grito ahora mismo pidiendo auxilio me convertiré en un asesino, había dicho hacía un instante. Tom volvía a sentarse tras la rueda del timón pero no le llamó. Se ha ido, pensó al comprobar que esa parte de sí mismo se negaba a pedir ayuda, se ha ido sin ruido, sin que nadie se diera cuenta, como se van los ajos vanos.

El sudor le caía por la frente a chorros y tenía el cuerpo helado en contraste con la sangre ardiente que martilleaba las sienes, las muñecas, las piernas, hasta convertirse en un estremecimiento compulsivo que le impedía mantenerse incorporado. Se agarró al palo con una mano y con la otra se secó el sudor que confundido con la humedad descendía por su rostro sin poder detener el temblor que le hacía castañetear los dientes. Buscó con los pies la escotilla porque estaba ciego, yo ciego y ella muerta, pensó, y a tientas metió las piernas y se dejó caer en la litera: el choque de su cuerpo contra el colchón le asustó y oyó entonces el golpe de su cuerpo contra el mar que no había oído y su grito truncado.

Intentó cubrirse con la sábana pero le quemaba en la piel como la lana bajo el sol. Cogió la botella mediada de whisky del estante y bebió un trago largo, y luego otro y otro hasta que la apuró. En la confusión de su pensamiento sin imágenes, sombras indescifrables, palabras oídas o rememoradas se atropellaban y empujaban como la lava de un volcán deslizándose por la ladera del monte. Algo pugnaba por abrirse paso en la memoria que la voluntad había encubierto durante años, vagos indicios, pretextos para extrañas ausencias, viajes jamás suficientemente aclarados con los hijos, silencios sobre ellos, el piso que había recibido de unos padres a los que no volvió a ver… ¿Por quién había sufrido ella, por mí o por él? ¿A quién había sido fiel esa mujer, en quién había confiado? Había mentido a todos y a todo, incluso a sí misma, ocupada únicamente en acomodar los acontecimientos al personaje que había creado, en manipularlos para construir con ellos una historia que ella era la primera en creer. Lo de menos ahora es que fuese cierto lo que había dicho. Por primera vez se dio cuenta de cuan reales pueden ser las intenciones, tanto o más que los hechos que pretenden encubrir o inventar. Porque no puede ser cierto, recapacitó, lo ha dicho sólo para ofenderme. Pero la sospecha no le proporcionó solaz sino que se acrecentó el rencor y el odio por ese ser que se deslizaba y se fundía en su mente y del que sólo quedaba ahora el balbuceo entre lágrimas y el brillo metálico de su mirada azul.

Se levantó y entró en el cuarto de baño. Encendió la luz: apenas reconoció la cara blanca, sudorosa, de calidad marmórea que le miraba desde el espejo. La renuncia, concluyó un segundo antes de vomitar en un solo chorro todo el alcohol que acababa de tragar mezclado con los restos de la cena, no sirve como prueba de amor, no hace más que mermar la propia vitalidad, la fuerza y la energía, y la misma identidad de quien con ello cree haberse elevado a sí mismo a una categoría de ser superior y convertir al otro en deudor de tan elevada gracia para el resto de sus días. Tenía ahora la cara congestionada. ¡Estúpido tú!, gritó al Martín que tenía enfrente: ella ni siquiera renunció a nada, no voluntariamente y menos por ti.

Limpió el lavabo con esmero entreteniéndose en las pequeñas manchas que el vómito había dejado en el suelo y sólo dejó de frotarlo una y otra vez con un trapo que había encontrado bajo el lavabo cuando reparó en que el ruido de la bomba de agua se iba incrementando y tuvo miedo de alertar a los demás. Entonces se enjuagó la cara y las manos y volvió a mirarse. El espejo le devolvió un rostro de piel morena y oscura con una barba de dos días que no se correspondía ni con el afeitado de esa misma tarde, ni con la piel lisa e imberbe que tanto había llamado la atención de Andrea, de grandes ojos oscuros fijos en los suyos con aire interrogante: ¿qué miras?, ¿qué miras, imbécil? No te has enterado de nada, nunca has sospechado nada, eres un idiota Hace años que eres un pelele idiota. Se calló obnubilado por ellos, hipnotizado casi, y así permaneció -como tantas veces en el cénit de las reconciliaciones se había detenido en la mirada vaga de Andrea para licuar en ella el amor y perderse en la estática expresión de sus pupilas- hasta que dejaron de tener significado la cara y el cabello negro y húmedo sobre la frente y en la inmovilidad prolongada se detuvo un instante el pensamiento y el rostro se unió a las sombras sin contenido que le roían la inteligencia. Sólo un instante de alivio.

¿Quién sabía la verdad? Quizá el mundo entero, quizá yo no soy más que un payaso a quien se aplaude para que en su vanidad no se entere de lo que ocurre Y siga haciendo sin saberlo el papel que se le ha adjudicado. Nunca sabremos lo que somos para los demás, repitió una vez más, moriremos sin conocer nuestra imagen oficial, la trama y urdimbre que van tejiendo entre todos hasta cimentar la personalidad con la que andamos y vivimos y llevamos a cuestas sin entender de hecho en qué consiste. Volvió al camarote y se dejó caer en la litera. Alargo la mano y la extendió sobre la sábana. Una cama ancha, extensa como una meseta que a partir de ahora podría recorrer interminablemente sin obstáculos, buscando escollos y hormigueros escondidos, y se dejaba envolver por la extraña placidez que se extendía por su cuerpo como si el vómito le hubiera liberado para siempre de un antiguo lastre. Ya no despertaría con la sensación de otro aliento a su lado, un cuerpo sumergido en su propio abismo dejando solo la carcasa para él, ya no oiría esos ruidos de vida ausente, opacos, conatos de ronquidos como el resoplido de un animal dormido, sin comprender qué había en su interior. Ni tendría que navegar. Odiaba navegar, odiaba su trabajo, se odiaba a si mismo jugando a ser importante, actuando y acumulando como si fuera cierto que construimos para la eternidad.

No oía los embates de las olas contra el casco del Albatros ni se reprodujo otra vez el grito que no oyó ni el choque que por un golpe de mar nunca arrastraría su memoria. Pero le traicionó el olfato porque al darse la vuelta inquieto, el olor de la almohada implantó de nuevo la presencia que creía alejada. Y lloró entonces como lloran desconsoladas las viudas al hombre que las machacó, porque la muerte transforma el cuerpo del ausente, y sin testigos para desmentirla ni enmendarla, inmoviliza para siempre en la memoria del que sobrevive una historia que los redima a ambos, y se convierte entonces la muerte del ser amado en una muerte más muerte que las demás muertes cuando en realidad no es más que la misma muerte de todos y de todo, sólo que en momentos distintos. Pero apartó la imagen que se repetía en la abstracción de un tiempo sin ritmo ni agujas para intentar dejar la mente en blanco. Con todo fue capaz de ver cómo había emergido del agua después de la caída. Al principio debió creer que el Albatros se había detenido y alguien había saltado al agua para salvarla, y casi se habría dejado morir en un intento de agravar la situación para que fuera más obvia y pesada su culpa, cuando debió de darse cuenta de cuan vano era el intento al renacer la calma y alejarse y desvanecerse en la distancia el motor del Albatros devorado por la oscuridad, una sombra entre las sombras siguiendo un rumbo que tampoco podía precisar porque los cristales de las gafas estaban mojados y los ojos le picaban. Debió de comprender entonces que él la iba a dejar morir. Y gritó probablemente, gritó con todas sus fuerzas mientras movía los brazos envuelto el cuerpo en el estupor y la impotencia. Tal vez tardó tanto en comprenderlo como el tiempo que necesitó para acomodarse a la oscuridad. De vez en cuando todavía un golpe perdido que traería el viento o quién sabe si se escurriría por las corrientes ocultas del mar hasta sus piernas y aguzaría los sentidos entre sus propios sollozos y gritos para atinar a descubrir en qué dirección había de pedir auxilio. Hasta que finalmente dejó de oírlo.

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