Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Oyó los pasos en cubierta sobre su camarote. Debía de ser la hora del cambio de guardia, el turno de Tom habría terminado y Leonardus, que había de sustituirle, estaría haciendo la ronda antes de ponerse al timón. Los pasos se precipitaron. Voces. Pasos más rápidos. Los oyó bajar las escaleras de la cabina principal, debían de pasar ante las neveras, ahora estarían frente a su puerta. Ahora.
Un golpe violento atronó el camarote.
– ¡Andrea! ¡Martín! ¡Martín! ¿Está Andrea contigo?
– No -respondió sin entonación porque no sabía cuál había de ser su actitud ni había preparado estrategia ninguna.
– ¿Está Andrea, te pregunto? Contesta, carajo. Abre la puerta.
Se levantó tambaleándose y abrió.
Leonardus frente a él, con un pedazo de tela blanca desgarrada en la mano y una sandalia en la otra tenía todavía ojos de sueño, henchidos de furia y de terror, y su inmenso cuerpo temblaba. Detrás de él, Tom con los auriculares colgados del cuello le miraba fijamente. Martín no dijo nada.
Leonardus le agarró por los hombros desnudos.
– ¿Dónde está Andrea? -chilló-. ¿Dónde está?
Martín le sostuvo la mirada.
– No sé -dijo.
– ¡Imbécil! ¡Ha caído al agua y tú sin enterarte! Imbécil, eres un verdadero imbécil. -Y le zarandeó con tal ira que le golpeó la cabeza contra una cuaderna. Martín se frotó con la mano el lugar donde se había golpeado, pero no se movió. Tom había desaparecido y súbitamente el barco viró en redondo, Leonardus, que se dio cuenta, ya iba a salir cuando se volvió de súbito y se encontraron sus miradas otra vez. Ninguno de los dos la desvió, conscientes ambos de la impotencia del otro en descubrir algo más que una mera conjetura. Al fin Leonardus, apremiado por el motor que recogía ahora la urgencia haciendo crujir las maderas, rodar las cajas en los anaqueles, tintinear los vasos y los platos, de un empujón le echó sobre la cama.
– Imbécil -chilló-, no te enteras de nada. -Y salió.
Martín se incorporó y permaneció sentado en la cama contrarrestando el creciente balanceo del Albatros con el movimiento de su propio cuerpo. Si estuviera de pie sin agarrarme ya me habría caído, pensó, atento sólo al contrarritmo y a la milimétrica simultaneidad invertida del vaivén del barco.
Al poco rato volvió Leonardus:
– ¿Subiste a cubierta con ella?
– Sí.
– ¿Qué hora era?
– No sé, cuando nos fuimos a dormir. -Se acordaba bien de que eran las diez, pero por un oscuro sentimiento de defensa no lo dijo.
– ¿Y cuando volviste, ella se quedó en cubierta?
– Sí.
– ¿Por dónde entraste en el camarote? Yo no oí la puerta.
– Por donde había salido, por la escotilla.
– ¿Había música en mi camarote aún?
– Sí.
– ¿Qué hora era? Tengo que saberlo.
– Fue al cabo de media hora, una hora quizá.
– Y después ya no oíste nada.
– No.
– ¿Te dormiste?
– Sí.
Leonardus, solazado por tener la mente ocupada en contar horas y distancias, comenzó a calcular para sí:
– Zarpamos a las nueve, nos fuimos a dormir a las diez, pongamos que este imbécil volviera a las once. Son más de las tres. Cuatro horas a nueve nudos, entre treinta y seis y cuarenta millas. Nuestra velocidad máxima es de quince nudos. ¡Dos horas! -Se fue chillando-: ¡Dos horas y media, Tom, son dos horas y media a toda máquina!
Chiqui había salido de su camarote y lloraba en un rincón de la cabina como una niña pequeña asustada que no comprende lo que ocurre. Se había cubierto con una sábana y repetía oh santo Dios qué desgracia Andrea pobre Andrea con voz monótona.
Leonardus, que había subido a cubierta para decidir con Tom el rumbo a tomar, bajó las escalerillas otra vez, encendió la luz del ángulo opuesto de la cabina y comenzó a manipular la radio. Casi no alcanzaba a ponerla en funcionamiento. Salieron en antena voces en griego y turco superponiéndose y ruidos intermitentes que las borraban y volvían a aparecer. Se había pillado un dedo y los juramentos se oían sobre los rasguños de las sintonías agrietadas y lejanas y las frases entrecortadas en idiomas desconocidos, hasta que logró conectar con una emisora que a su vez le conectó con la policía.
– ¡No oigo nada! ¡Calla!, y deja de lloriquear -bramó dirigiéndose a Chiqui-. Problemas, eso es lo que sois, problemas. ¡Calla te digo!
Asustada, Chiqui volvió sollozando a su camarote y cerró la puerta.
Dos horas efectivamente estuvieron para deshacer la derrota. Y durante la mitad de ese tiempo Martín permaneció sentado en su cama sumido en su propio movimiento. El contrarritmo había adquirido autonomía y no hacía más que mover el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, con una cadencia precisa, regular, uniforme, independiente ahora del balanceo del Albatros . La puerta había quedado abierta y batía a merced de sí misma, gemían los goznes por falta de aceite y chocaba el tirador con la pared de madera.
– ¡Cierra la puerta o ábrela o fíjala, pero que deje de golpear! -chilló Leonardus, que se debatía aún en la radio intentando acabar una conversación que mil interferencias habían interrumpido-. ¡Hostia de Dios!
El mar debía de haberse rizado ahora o había entrado el viento. De pronto Martín, en la reclusión de aquella monotonía pendular, se dio cuenta de que tenía las manos y los pies helados. Pero aun así no se detuvo.
Leonardus había sacado del pañol de popa dos linternas que no funcionaban y llevado del desespero se dedicó a buscar pilas vaciando los cajones en el suelo y despanzurrando el fondo de las gavetas. Hacia las tres Tom preparó café dando saltos del timón a la cocina y luego sin dejar de beber se puso su chaqueta amarilla porque hacía frío. Ahora había mar más gruesa y Martín sintió vahídos. Entonces se puso un jersey y salió a cubierta. El cielo estaba estrellado pero la noche era tan oscura que era difícil saber dónde terminaban las estrellas y dónde comenzaban las escasas luces de la costa lejana.
Cuando al cabo del tiempo intentara reconstruir esas horas sólo aparecerían detalles concretos y tangibles, como la humedad viscosa de la cubierta, los juramentos de Leonardus, el estampido de las linternas inservibles y las pilas herrumbrosas contra la pared y esa sensación de frío mezclada con el aroma de café y la llantina de Chiqui y el cielo estrellado y la tajada de luna que había subido desde el horizonte incapaz de iluminar la tiniebla, como la de ayer cuando no había ocurrido aún lo irremediable. Recordaba la cara de Tom, despejada la frente por el viento que iba aumentando, y la expresión de Leonardus cada vez que caía en la cuenta de que todo eran intentos vanos y perdía la esperanza y se dejaba caer en el banco apoyados los codos en las rodillas y sosteniéndose la cara entre las manos, él, el avaricioso poseedor de mundos ignotos.
Serían casi las cuatro y media cuando Leonardus dijo que ya navegaban por la zona donde con ayuda del sextante y el compás calculaba que se había producido la caída, pero Tom -como el beduino camina por el desierto interpretando sin necesidad de mapas ni brújulas signos inexistentes para el viajero, quién sabe si piedras, o dunas, o el perfil ondulante del horizonte o un asomo de quebrada que dibuja el golpe de luz- no atendía a las órdenes que le daba y seguía el rumbo estimado sin reducir la velocidad, y seguro de que no había llegado aún el momento, dirigía el Albatros sin titubeos hacia su destino.
Sí había de recordar, sin embargo, el grito que atronó el cielo cuando más tarde, no podía precisar cuánto tiempo había transcurrido, Chiqui, que había subido silenciosamente a cubierta vestida ahora y abrigada y desde la popa escrutaba ella también el agua oscura, se acercó a Leonardus y le puso la mano en la cabeza.
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