Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Luego sin mirar a nadie, con los párpados todavía entornados, pasó por su lado con una agilidad parcialmente recobrada, recogió un mantón de lino que había dejado olvidado en el banco y, como si hubiera sido un obstáculo salvado en el camino que se proponía recorrer, desapareció hacia la proa y de allí no se había movido. Aceptó el whisky que le había llevado Tom entonces y otro después de la cena pero no respondió más que con un gesto vago de negativa a la invitación de ir al Giorgios a tomar algo antes de zarpar -la noche será larga, le habían dicho, hemos de navegar hasta el amanecer-, ni levantó la cabeza cuando ya oscurecido se había puesto el motor en marcha y Tom había ido a proa a levar el ancla, ni siquiera para mirar cómo se alejaban las escasas luces del muelle que, aun antes de salir de la bocana del puerto y enfilar hacia Antalya, se habían desmenuzado disolviendo su propio reflejo en una neblina de luz vacilante.
Hasta la hora de cenar Martín no había caído en la cuenta de que la negativa actitud de Andrea, que después de la cueva azul parecía vivir para sí misma y estar en otro mundo, le inquietaba tanto como el ansia de alejarse de ese escenario donde cada persona podía ser un acusador, cada sombra una amenaza. Leonardus y Chiqui no habían preguntado qué le ocurría como si lo habitual en ella fuera no comer, ni hablar, ni siquiera responder cuando se le preguntaba, ni a la hora de cenar Leonardus había dado explicaciones sobre su extraño comportamiento aquella tarde. Cuando Giorgios, el dueño del café, se les había unido para contarles otra vez la persecución de la vieja, un acontecimiento inusitado en ese pueblo perdido en el fin del mundo, dijo, Martín, temeroso como estaba, no se tomó la molestia de atender ni de dar conversación a Chiqui porque no deseaba más que acabaran de cenar lo antes posible para zarpar de una vez. Pero aun así, desde su sitio bajo las moreras de la terraza, tenía puestos los ojos en la mancha blanca de la proa del Albatros que no habría perdido de vista por nada del mundo.
Finalmente decidieron zarpar. Sentados los tres en cubierta contemplaron cómo Tom iniciaba la maniobra y en tierra los hombres soltaban las amarras. El matrimonio había salido de nuevo al balcón. Habían encendido una luz en el interior de la casa y aparecían ahora a contraluz como sombras chinescas de sí mismos ante la humilde bombilla de veinte o treinta vatios, y al separarse la popa del muelle, Leonardus puesto en pie levantó riendo el vaso a su salud. No se dieron por enterados ni cambiaron la dirección de la mirada; inmóviles siguieron el curso del Albatros ajenos a la destrucción a que les sometía lentamente la distancia. Desaparecieron confundidos con la oscuridad y Tom, que había de estar al timón y ser relevado a las tres de la madrugada por Leonardus, se encasquetó los auriculares, fue a la nevera a por la primera coca-cola, volvió a instalarse tras la rueda y puso proa al mar abierto. Chiqui con cara de aburrimiento y alegando que tenía sueño se levantó y arrastró de una mano a Leonardus. Pero antes de entrar en el camarote se volvió hacia Martín que les había seguido y le dijo:
– No te olvides de recoger a tu mujer de la cubierta, corazón.
– No -respondió él sin acusar la reticencia, pero no fue. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie con la luz apagada sin saber qué hacer. El ansia por zarpar le había quitado el sueño y le había dejado la boca seca. No podría dormir ni tenía ganas de leer, y aunque ya estaban en alta mar y fuera de peligro no había mitigado esa extraña inquietud que le atenazaba y le mantenía alerta. Al poco rato, del otro lado del tabique comenzó a sonar la voz de la Callas y sobre las notas del Poveri fiori las risas y los golpes que durante tantas noches habían impacientado a Andrea. Y al mirar la hora y reparar en que ya eran las diez, como si hubiera sido el pretexto que esperaba, se había asomado a la escotilla para llamarla.
Todavía una tercera vez repitió su nombre antes de auparse con las manos y saltar a cubierta. Había humedad en el suelo y tuvo que agarrarse para no resbalar. Pero el bochorno apenas había remitido: el Albatros seguía arrastrando el calor como un peso muerto, como una telaraña incandescente en la que se hubiera enredado y de la que no pudiera desprenderse ni en alta mar.
Andrea tenía la cara apoyada sobre el hombro y en la mano sostenía aún el vaso vacío. Martín tuvo que reprimir un gesto de ternura pero sabía que en este momento había de ser cauto porque todo cuanto hiciera o dijera habría de contabilizarse, como estaba seguro de que de una forma u otra habría de pagar esas tres llamadas desde la escotilla e incluso su silenciosa presencia allí, ahora, aunque sólo fuera por esa breve vacilación en la lucha que estaban dirimiendo desde la noche anterior. No diría nada, consciente de que tantas horas de contención y meditación necesitaban sólo una chispa para estallar y no quería de ningún modo perderse en discusiones que no harían sino debilitar la determinación que había tomado y que, hasta poder separarse de ella, lo único que precisaba para prevalecer era silencio. Y ya que ella tampoco quería salir de su hermetismo iba a intentar que volviera con él al camarote.
Pero no habían transcurrido aún cinco minutos ni había mediado entre ellos palabra alguna cuando Andrea, renegando de la altivez en la que se había escudado desde antes de instalarse en cubierta, se había lanzado al capítulo de recriminaciones y acusaciones con un ímpetu tan sorprendente que Martín, sin responder ni una sola vez a esos ¿no dices nada? ¿no tienes coraje para oponerte? ¿ni siquiera te dignas responder? o ¿es que no sabes qué decir? con los que ella interrumpía cada tanto su desmedida arenga para dar impulso a la escalada de agravios, a punto estuvo de volver sobre sus pasos y abandonarla allí, a la noche, a sus sombrías premoniciones y al desenfreno de sus afrentas, y dejarla sola bajo el cielo lejano y oscuro, sin interlocutor, sin público, sin víctima. Pero no se movió de cubierta quizá porque de algún modo esperaba que la amenaza o el peligro que había percibido en el aire quedaran diluidos en las letanías encadenadas que, bien lo sabía, le dictaban el resentimiento de no poder modificar a su gusto una decisión cuya persistencia ratificaba minuto a minuto su silencio. No, no es eso, se dijo al rato, es el miedo, es el miedo el que me hace permanecer aquí imperturbable, el miedo a lo que ella vaya a hacer, el miedo a lo que pueda estar tramando, el miedo a parecerle cobarde, inocente, pueblerino. Miedo feroz a esa mujer que, sin embargo, había sabido convencerle de que la relación que les unía era de naturaleza básicamente libre, más aún, era en sí misma el ejemplo de la elección del propio destino en el que, por un mágico azar, habían coincidido. O sería él mismo quien había encubierto ese miedo con el ropaje del encanto y la fascinación de aquellos primeros meses que habían determinado su vida entera; miedo disfrazado de entrega, de sumisión y hasta de amor, miedo a reconocer que no había sido capaz de mantener la pasión sobre la que pretendía haber construido para la eternidad, el mismo miedo de aquella noche en Nueva York, cuando vino a ofrecerle su vida entera como él le había suplicado tantas veces, a confesarle que la muchacha griega le estaba esperando en el apartamento del piso 14; miedo a decirle que ya no recordaba si la quería como entonces, miedo a echarle en cara que había sido ella la que le había enviado lejos, miedo a descifrar el misterio de su absoluta y repentina renuncia, miedo a no ser nadie sin ella, miedo a la mediocridad, al fracaso, a la soledad, miedo a todo, miedo al miedo y miedo, como había pensado aquel mediodía ya lejano en la playa de piedras negras, a no ser en definitiva más que un niño.
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