Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– ¿Cuándo tengo que creerte, antes o ahora? ¿Cuál es la verdad, la de anoche o la de ahora? -Se había refugiado en la indiferencia y la ironía.
– Tienes que creerme ahora. Ahora lo sé. Antes no hacía sino desearlo.
– ¿Entonces te has equivocado?
– Sí, me he equivocado en todo. No sólo en ti. Tú no eres más que una pequeña parte. La más pequeña. -Y eso que quería quitar hierro a la brutalidad de la declaración, ella lo tomó como el único e injustificado insulto. De nuevo se cubrió la cara con las manos pero casi al instante levantó de una sacudida la cabeza y con el gesto de la mano que Martín conocía tan bien intentó lanzar hacia atrás ese cabello rizado que se resistía siempre a obedecer, aunque con mayor furia esta vez, como si le echara una cornada al mundo entero, y estalló:
– ¿Y pretendes hacerme creer que el calor de esta isla maldita te ha abierto los ojos, que éste es tu camino de Damasco y que la revelación es tan brutal que has de echar por la borda todo lo que hemos vivido y negar los pasos que hemos dado por estar juntos? ¿Por esta maldita isla?
Así era. Martín pensó en ayer y anteayer y en todas las noches de este viaje que había tenido finalmente un sesgo tan inesperado: todo lo que no había querido pensar en esos diez años había aflorado ahora con mayor ímpetu, a borbotones, de forma desordenada pero dejando al descubierto la única e inesperada verdad, como se precipita el agua de una presa al abrirse las compuertas para mostrar en un solo instante la fuerza de su caudal.
No contestó y apartó de ella los ojos para no soportar la llamada de auxilio que a todas luces no podía dar.
– ¿Qué ha ocurrido? Dímelo, podré entenderlo -con la esperanza ahora en sus pupilas azules-. Por favor, te lo suplico. Dime qué ocurre. ¿Qué es lo que he hecho? -Le había cogido una de las manos que sostenía sobre la cintura y lentamente la besó comenzando por la uña del dedo meñique y siguiendo uno a uno los demás dedos.
Tampoco respondió ahora y la dejó hacer, parapetado en la convicción de que si resistía todo acabaría por sí mismo. Pero al cabo de un momento se dio cuenta de que no tenía más deseo que dormir, simplemente dormir, y vencido por la urgencia de acabar de una vez, o envalentonado quizá por la repentina sumisión de ella, le dijo:
– Voy a pedir el divorcio.
– ¿Y yo? ¿Has pensado en mí? -No había soltado su mano que, como si fuera de trapo, utilizaba ahora para secar las lágrimas-. Me condenas a la soledad por seguir quién sabe qué escondido impulso que no quieres desvelar. -Se detuvo un instante-. ¿Sabes lo que es la soledad? ¿Has estado alguna vez solo? No, ya veo, tú no conoces eso, todavía no te ha llegado. La soledad es la convicción, la absoluta seguridad de no existir para nadie. -Y apenas pudo acabar. Se cubrió la boca con la mano de él y lentamente comenzó a sollozar.
– No llores. -Y le alcanzó un pañuelo con la mano que tenía libre.
Quizá fue en ese momento cuando ella vio la mancha de la herida y los pantalones sucios.
Dejó de llorar y frunciendo el entrecejo preguntó:
– ¿Qué te has hecho? ¿Dónde te has metido? Tienes sangre.
– No es nada, olvídalo, me caí en un acantilado.
Hubo una tregua. Andrea acarició la herida sobre el pañuelo pero insistió:
– Dime la verdad, por una vez -suplicó. Y añadió una vez más-: Odio la mentira, la falsedad, ya lo sabes. Dime qué ha ocurrido, por favor.
– Te lo he dicho, quiero irme. -Y no añadió más porque se daba cuenta de que su fortaleza residía en el silencio o por lo menos, en el laconismo.
– Claro, ahora ya no me necesitas -se envalentonó Andrea.
¡Oh Dios! ¿Qué más iba a intentar? ¿Por qué no aceptaba la única explicación?
– No digas bobadas -retiró la mano de las suyas, la puso con la otra debajo de su cabeza a modo de almohada y cerró los ojos en un gesto de infinita paciencia.
– No te gusto ya -dijo entonces ella y calló esperando a que él lo negara. Pero él ni habló ni se movió.
Y sólo al cabo de un momento, demasiado temerosa de que si no hacía ella el esfuerzo él no lo iba a hacer, alargó la mano y la puso sobre la mejilla de él con ternura:
– Ya no te gusto -repitió y añadió-. ¿No es así?
Él apartó la mano como si para decir lo que tenía que decir no pudiera admitir contacto alguno:
– No es que no me gustes tú. No me gusto yo cuando estoy contigo.
– Pero ¿por qué? ¿Qué ocurre?
– Sabes bien lo que ocurre -dijo con una cierta indiferencia-. Lo sabes y lo sabes incluso mejor que yo -pero no habría sabido explicarlo. Repitió otra vez-: Quiero irme, tengo que irme -con pesar casi como si alguien le obligara y él se resistiera.
– ¿Es por Chiqui? -preguntó como si de repente hubiera encontrado la solución.
– No es por Chiqui -respondió en el tono cansado con que se responde a unos celos injustificados.
Sabía por qué lo decía. Con esa machacona precisión en la memoria del celoso que mantiene despierto en la conciencia el indicio descubierto sobre el que elabora y afianza historias hasta encontrar la que le parece que se ajusta a la verdad, tenía todavía presente aquella mirada que no sorprendió por azar sino porque estaba siempre al acecho. Había ocurrido el primer día del viaje o quizá el segundo. Chiqui, que se había tumbado en la proa, se había incorporado con el frasco de crema en la mano. Durante un buen rato estuvo dedicada a untarse las piernas insistiendo al mismo ritmo que el balanceo de su cuerpo. De pronto levantó la cabeza y por encima de las gafas oscuras que le habían resbalado hasta la punta de la nariz sus ojos se encontraron con los de Martín, que había subido a cubierta hacía un momento con un libro y se había sentado en la bañera junto a Tom, y le sostuvo la mirada con aplomo. Martín no llevaba gafas oscuras y aun así resistió sin aliento, y cuando en un gesto casi automático desvió la suya y la desplazó hacia la derecha, donde Andrea se había instalado para desenredar el volantín, se sintió desnudo frente a ella. No podía ver sus ojos porque en ese preciso instante, quizás al levantar levemente la cabeza del hilo que la había tenido obsesionada durante los últimos diez minutos para volverla hacia él, el sol se había reflejado en los cristales de espejo de sus gafas, cegándola. Pero supo que había sorprendido el largo cruce de miradas sostenidas por la contracción apenas insinuada de sus labios y por la forma de abrir la boca expectante como si de un momento a otro hubiera de iniciar una respiración más profunda, un jadeo. Turbado probablemente por el descubrimiento o por el inerte escrutinio al que Chiqui le seguía sometiendo, cuyos ojos, aun sin verlos, sentía fijos en los suyos -y no tanto por la atracción que sentía por ella ni como otras veces por provocar en Andrea una inquietud que a la larga habría de devolvérsela cuanto por el turbulento placer de ser el objeto de una intención desconocida- no reparó hasta mucho después en Leonardus, que había sustituido hacía un momento a Tom en el gobierno del barco y estaba utilizando el poder mágico de sus ojillos para no perderse, ni acusar tampoco, ese juego de miradas e intenciones superpuestas.
– No es por Chiqui -repitió pensando en aquel contacto inicial que tal vez consumido en sí mismo no había vuelto a repetirse-, no es por nadie. Sólo por mí y también por ti. -Desafinó de nuevo el gallo en el amanecer que se había abierto paso en las tinieblas e invadía el mundo. La luz del día que entraba ahora a borbotones por las escotillas sin que pudieran detenerla las exiguas cortinas de lona, ridiculizaba el mortecino resplandor de la pantalla que Martín había desviado hacia el techo-. Es por nosotros, por los dos -insistió. Pero Andrea ya no le oía, se estaba desnudando lentamente sin dejar de mirarle y cuando acabó se tumbó plácidamente a su lado. Pero no le conmovieron ni la mirada prolongada ni la intención, ni siquiera la memoria de todas las veces que ella había actuado del mismo modo cuando desvelaba, recreaba por sí misma, la naturaleza de su intimidad tan profunda que borraba los descalabros de su extraña relación, tan completa que no dejaba lugar para otras voces ni otros ámbitos, tan inexorable que auguraba la perpetuidad de su existencia.
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