Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Hay un momento en la creación en que puede desviarse el objetivo primero, es un solo instante de confusión pero basta a veces para cambiar el sentido y desviar la senda iniciada muchos años antes. Si el creador quiere mantener aquel objetivo o si la pulsión tiene más fuerza que la del camino fácil que se le ofrece, seguirá adelante y continuará una búsqueda que no tiene fin. De otro modo, si se confunde y se aferra al pretexto que le justifica ceder a esa tentación es posible que triunfe, pero en ese triunfo habrá encontrado su propio techo y lo que haga a partir de ese momento no será sino una mera repetición de la obra que le colocó frente a la disyuntiva o de la que tenía entre manos cuando sucumbió.
Y eso es lo que le había ocurrido. Podía situar con precisión el momento a partir del cual no había hecho sino rodar sobre sí mismo como un tornillo pasado de rosca. Tal vez por eso mismo apenas habían dejado huella esos años en Barcelona -¿siete años?, ¿cuántos eran?- que permanecían vagamente en su memoria, como los sueños, sin ilación ninguna entre las distintas imágenes que los componen. Y sin embargo habían ocurrido en ese periodo hechos suficientes para definir una biografía completa -desde su propia boda a la muerte de su padre- que ahora sin embargo ya no eran sino chispas de memoria sin contenido apenas que pululaban como plumas y se alejaban casi imperceptiblemente de la conciencia para desaparecer un día fundidas en la amalgama de todo lo que fue alguna vez, como una gota en el inmenso mar de la no existencia.
Desde que se instalaron en el amplio apartamento en la parte alta de la ciudad que el padre de Andrea le había regalado a su vuelta, vivieron, viajaron y trabajaron con Leonardus. Lo demás eran cenas que ella organizaba para sus antiguos amigos, o para las nuevas amistades que se empeñaba en invitar quizá para recuperar el puesto que tan brillante y despreocupadamente había ocupado antes. Parecía querer demostrar que de hecho seguía siendo la misma y quizá por eso la nueva casa en la ciudad era casi una réplica de la que había conocido Martín, con un poco más de ostentación tal vez, o de cuidado, más escueta, más condensada, como quedan en el escenario los proyectos del autor: el reloj en la chimenea, la disposición de los sillones y sofás, los muebles ante las ventanas sin orden, de forma casual, la sobria combinación de tonos para dar la misma impresión de elegancia despreocupada, la forma de colocar la pieza del escultor de moda sobre una mesa entre muchos otros objetos para quitarle el brillo de la novedad y mostrar su familiaridad con un arte de vanguardia que hace mucho tiempo dejó de sorprender.
Bebía dos copas antes de que llegara la gente, mientras se arreglaba, quizá para no reparar en las negras ojeras que no lograba disimular el maquillaje y en la piel que comenzaba a cuartearse porque había adelgazado tanto que acabaría pareciéndose a su madre, y seguía bebiendo para recuperar la familiaridad distante con que había tratado por igual al mundo entero cuando formaba parte de aquella sociedad que, bien es verdad, un tanto desperdigada y movida por otros usos, había acabado aceptándola otra vez. Desde su llegada se había lanzado a esa imparable vida social y casi no atendía el trabajo a media jornada que había comenzado en un periódico local. Parecía haber perdido interés por la profesión porque jamás hablaba de ella y al cabo de unos meses, pretextando que había de ocuparse de los asuntos de Martín, tan poco atento a esas cosas, y quería acompañarle en sus viajes, y que necesitaba además tiempo libre para visitar a los hijos que ahora vivían en Madrid, donde Carlos ocupaba un alto cargo en el nuevo gobierno de la democracia, dejó el periódico y le dedicó todas las energías. Vivía pendiente únicamente de sus rodajes y desplazamientos, en contacto diario con Leonardus, y con la obsesión de organizar ese torbellino imparable de citas y cenas a las que no quería renunciar pese a las protestas de Martín a quien bastaba y sobraba con los montajes publicitarios de la productora, del progresivo deterioro de su salud y de su humor, y de sus visitas al psiquiatra para encontrar la razón oculta del vértigo que efectivamente en los peores momentos apenas le permitía bajar las escaleras.
Martín sentía curiosidad por conocer qué veredicto había merecido en esas gentes la fuga de Andrea y su reincorporación a la vida ciudadana con el muchacho de Sigüenza que había venido a sustituir al brillante marido de antaño y le habría gustado saber si realmente se preguntaban como él mismo si su éxito fulminante y su fama de joven genial bastaban para representar un papel para el que no tenía ni los atributos ni el carácter ni los conocimientos ni la edad ni el origen. Pero ¿cómo saberlo? De hecho nos morimos sin conocer qué piensan de nosotros los demás, ni acertar nunca a descifrar cómo han interpretado los actos de nuestra existencia, ni sospechar cuál es nuestra imagen oficial, una trama y urdimbre que van tejiendo entre todos hasta cimentar la personalidad inamovible con la que anclamos y vivimos y llevamos a cuestas sin saber aun así en qué consiste. En realidad eran todos, y todos fueron durante años, tan extranjeros para él como él para ellos y al no poder hacer otra cosa, ni ser capaz de comunicarse con nadie ni de establecer una relación social por superficial y frívola que fuera, para la que ni había nacido ni estaba dispuesto a hacer más esfuerzo que el de aportar su pasiva asistencia, pululaba por los salones tras los pasos de Andrea, que prodigaba entonces lo mejor de sí misma, feliz de mostrar que contra todos los pronósticos había valido la pena la sustitución y exhibir radiante la situación de prestigio en la que inconcebiblemente Martín la había encumbrado a los pocos meses de su llegada.
Fue por aquella época cuando comenzó a hablar en primera persona del plural. Exponía una opinión como si ella expresara en nombre de los dos la de su joven y famoso acompañante, tan tímido y adusto que por sí mismo nunca se habría atrevido a hacerlo, como una prueba más del entendimiento que había de afianzar el mito de su historia de amor.
Martín entretanto la buscaba entre la gente como la había buscado durante aquel primer año de amores clandestinos en esa misma ciudad que era entonces una promesa, convencido de que de todos modos la complicidad que había de encontrar bastaba para contrarrestar sus recurrentes sospechas y las violentas escenas que precedían a sus reconciliaciones y las lágrimas de ella y sus vértigos de origen oscuro, y al descubrir entre una amalgama de risas y voces y peinados con brillo de navaja su mirada azul que filtraba la ternura o la intención a través de los cristales de sus grandes gafas, se sentía aprisionado por el mismo indestructible vínculo, más fuerte que todos los que se exhibían en aquel salón y en aquella ciudad, tan tiránico como la pasión más perentoria a la que además y sin embargo daba pábulo, y lo único que quería es que las agujas del reloj se precipitaran enloquecidas a dar vueltas sobre sí mismas para que todos se fueran a casa y dejaran el salón desierto y volvieran los dos al reducto de su intimidad donde el deseo se mantenía tan despierto y apremiante como en el tambucho de la Manuela .
Nadie nos ama como quisiéramos ser amados, quizá en eso reside la búsqueda inútil.
Pero nada significaban ahora esas fantasías ni los éxitos obtenidos. Nada frente a esa morada donde gravitaba la luna naciente que asomaba por el horizonte, tan exigua como un rasgo o un dibujo y tan pálida que no alcanzaba a iluminar la esfera del reloj, o esa tierra apagada y muda que no veía, o el ruido sordo del mar revolviéndose en sí mismo por falta de aire, por el peso de una temperatura que se había solidificado sobre el balanceo de metal de sus olas escasamente insinuadas. No, no sólo la luna, la tierra, el mar que durante años ignoró sustituyéndolos por lenguajes que a ellos se referían. No sólo ellos, él mismo, su profesión, la mujer que había dejado en el barco retenida por su propia cobardía, el dinero que había de ganar, esos seres extraños que dormirían en el camarote, su propia madre olvidada en su lejana patria.
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