Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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A los dos años llegó el telegrama y después el contrato y decidieron regresar a España. A partir de aquel momento volvió a cambiar, y durante el resto del tiempo que permanecieron en Nueva York mostró la misma vitalidad que cuando la conoció. No hacía sino pasar de un proyecto a otro y fabular historias y planes para la vida que iban a iniciar en Barcelona, como personas, decía riendo, como lo que somos. Ya no estaba en Nueva York, se había ido y no caminaba por esa ciudad sino por otra, por aquella en la que tenía puesta la mente, el punto donde había situado su futuro y el lugar preciso de la geografía en el que había asentado su esperanza.
Él en cambio procuraba dar a cada uno de sus pasos y de sus miradas la intensidad que fuera a conservar mejor el recuerdo y ordenarlo y darle un nombre para almacenarlo en la memoria y poder disponer de él cuando quisiera. Pero no lo logró. Caminó por las calles y las avenidas envuelto en la nostalgia que habría de sentir al dejarlas pero sólo consiguió teñirlas de tanta melancolía que petrificadas bajo ella se esfumaron como un recuerdo se desvanece suplantado por el siguiente, perdido para siempre el sabor y el olor de estos años tal vez para recordarle que el camino que dejaba a medio recorrer con su partida le sería vedado para siempre.
– No es esto lo que quiero hacer -le había dicho cuando ella levantó triunfante una carta de Leonardus con el proyecto completo y el contrato que, de aceptar, les obligaba a volver.
– ¿Qué es lo que quieres hacer? -preguntó ella entre estupefacta y ofendida.
– ¡Seis series de televisión en cinco años! Apenas conozco el medio, no he leído los guiones, nunca he dirigido una superproducción. Quiero hacer otras cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó incrédula-. Desde que yo estoy aquí no has hecho nada -le recriminó con la misericordiosa crueldad a la que recurren los padres para quienes lo único que importa de sus hijos es el porvenir, cuando quieren convencerles de que el camino que han elegido no conduce a nada. Y por primera vez se dio cuenta de que los diez años que los separaban la situaban a ella en otra generación, en otro punto de vista donde ya no tenían cabida las utopías.
– Lee primero el contrato, aún no sabes lo que te propone -insistió como habría hecho su propia madre.
Leyó el contrato y la carta, y aunque comprendía que Leonardus, o una de sus empresas, nunca le habría ofrecido esas inmejorables condiciones de no haber sido por Andrea, aceptó. Bien es verdad que lo hizo por ella, porque sabía hasta qué punto le pesaba estar lejos de su ciudad y lo duros que se le habían hecho estos dos años que llevaba en Nueva York y quizá llevado también de un sentimiento irracional de deuda que a veces se le hacía insoportable. Y por si fuera poco, era cierto que desde su llegada nada había hecho que le diera fuerza ahora para oponerse a la vuelta. Los trabajos anteriores a su llegada, todo lo que había dejado pendiente, pertenecía en buena parte a un futuro quimérico que se había evaporado como se desvanece un sueño de juventud. Pero sobre todo había transigido porque sabía de antemano que de nada serviría resistirse: la combinación de elementos, acontecimientos y caracteres marcan en los amantes pautas de comportamiento y les adjudican a cada uno un papel muy definido en la relación, y aunque esas circunstancias varían con el tiempo y pueden llegar a ser incluso diametralmente opuestas, en realidad la función que cada uno ejerce en ella, el lugar que ocupa, son inamovibles. Martín seguía sin preguntar apenas y ella, aun sin capacidad para decidir, era quien en último término tomaba las decisiones.
Y sin embargo esas seis series que realizó en los primeros años de su estancia en Barcelona le habían situado en la cima de la profesión, de una cierta profesión al menos, y le habían hecho rico y famoso. De las series se habían hecho películas y de las películas series cortas y se habían traducido todas a decenas de idiomas y se vendían en todos los videoclubs de los países más inciertos. Se le requería en coloquios televisivos, en festivales y en conferencias. Y la productora organizaba en los estrenos un despliegue de publicidad con asistencia de todos los medios de comunicación y ciclos culturales que en muchos casos patrocinaba el Ministerio de Cultura, de tal envergadura y con una tal resonancia que sin apenas haber puesto en las obras que dirigía un ápice de su fantasía o imaginación se encontró en la cumbre de la fama de la ciudad y del país, rodeado a todas horas de gentes que no conocía pero que, bien lo sabía, se arrimaban a su sombra mientras la hubiera. Era consciente de que no había adquirido prestigio por la obra hecha sino por el éxito alcanzado, y ese éxito nada tenía que ver con la calidad. Bien lo sabía, el éxito más dinero provoca adulación y aplauso y prestigio también, aunque el prestigio que se desprende únicamente de la calidad no trae más que silencio.
Nunca se lo dijo a Andrea, pero le daba la impresión de que no necesitaban a nadie para esas producciones que venían milimétricamente planificadas, porque el director, él, tenía tan poca libertad de movimientos que bien habría podido dejar que fuera el primer ayudante quien se limitara a seguir al pie de la letra un guión en el que tampoco había intervenido, mientras él tomaba café o se iba a su vez al cine. Y aunque al principio le torturaba no estar haciendo lo que habría querido hacer, muy poco tiempo después ya no fue capaz de recordar, o no quiso, qué era exactamente lo que habría querido hacer y se dejó llevar de la aureola de su propio triunfo, y mecido por la canción de quienes le rodeaban y de la vehemencia y aplauso generales procuró no volver a pensar en ello. Quizás con el propio quehacer ocurra lo mismo que con las arrugas que se profundizan y proliferan al mismo ritmo que aumentan las dioptrías. Y sin embargo, en lo más recóndito de sí mismo, no había abandonado sus sueños, esa forma de dormirse a veces imaginando que había conseguido trabajar sin descanso, como en los tiempos de su primer corto, en una película propia -cuyo guión tenía completamente terminado en su mente y escribiría sin falta un día de éstos- sin directrices ni exigencias, ni personajes de cartón que no comprendía o diálogos absurdos que arrancaban lágrimas en el público, un sueño que había ido transformando con los años, no para acoplarlo a la realidad como hacemos siempre sino por el contrario, poniendo el listón mucho más alto aún, casi inaccesible, como para darse a entender a sí mismo que mejor era soñar porque lo que él quería se había perdido en los recovecos y las brumas de la impotencia.
– Para hacer lo que uno quiere primero hay que disponer del dinero suficiente -le había dicho Andrea-. Es la única forma de no tener que doblegarte a las exigencias de los demás y poder escoger lo que quieras.
Sólo ahora comprendía la falacia de esa afirmación que había servido para que, empujado por ella, aceptara un nuevo contrato de cuatro años al finalizar el primero, y estuviera ahora a punto de firmar el tercero. O tal vez fuera mejor reconocer que no había sabido resistirse al contrato millonario y al éxito que le siguió. O, ¿quién sabe?, quizá había abandonado porque finalmente se había convencido de que carecía de dotes y de talento y de que en realidad la pasión que creía arrastrar desde niño no había sido más que un intento desesperado, la oscura voluntad de escapar a su destino de hormiga.
Pero aun así, ahora, sentado en una piedra en lo alto del promontorio sobre la bocana del puerto de aquella isla embrujada -como habría de repetir muchas veces antes de que todo cuanto había de suceder en ella fuera forzado al olvido-, y quizá por el efecto encadenado de una serie de hechos y rememoraciones absurdos que se habían iniciado con la aparición de la chica del sombrero esa misma mañana tan lejana, se preguntaba qué sentido tenían la inacabable senda de conformismo, facilidad y aburrimiento en la que estaba inmerso y el contrato que iba a firmar por otros seis años que le llevaría a los treinta y ocho, a punto de entrar en la cuarentena, en el umbral de la divisoria a partir de la cual el camino está trazado y no tiene vuelta atrás.
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